Nacen, envejecen, mueren. Las constituciones. Como todo. Es la ventaja de haber leído a Aristóteles: que nada te sorprende demasiado. «La corrupción de una cosa es la generación de otra y la generación de ésta la corrupción de aquella. El cambio jamás se detiene». En las realidades vivas. En las cuales, «la generación de una cosa corresponde a la corrupción de otra y la corrupción de otra a la generación de una». Lo que es lo mismo: que «en la historia, como en la naturaleza, la podredumbre es el laboratorio de la vida». Y sólo no muere lo muerto. Las constituciones dan código a un instante: el de su nacimiento. Y perviven el tiempo durante el cual la descomposición de la entidad viva que codifican no ha pasado su punto crítico. A partir de ahí, constitución y realidad se truecan en enemigos. Y no hay testarudez más recia que la de lo real contra sus regulaciones.
La constitución española del año 1978 daba razón de una sociedad salida de su enfermedad más larga: 36 años de dictadura. Y componía, a partir de ese sustrato, el régimen para llevarla a una normalidad europea. Se adelantaba, así, sobre la realidad social, que era -bien lo sabemos quienes la vivimos- de una frágil sordidez más que anacrónica. A lo largo de los años ochenta y los noventa, la realidad social alcanzó, primero, la altura del texto. Lo desbordó, enseguida, hacia una modernidad, quizá ilusoria, pero síntoma del fervor de las generaciones jóvenes por borrar la memoria de un tiempo maldito. Pasados ya más de treinta años, la constitución de 1978 es una reliquia. Venerable. Y preterida.
De los límites que su fecha le impuso, el más pesado es la corrupción de su lenguaje: la forja de feos neologismos -«nacionalidades» y «autonomías», los más graves-, tras los cuales encubrir impotencias. «Con las mismas letras se escribe una comedia o una tragedia»: Aristóteles, de nuevo. Hasta 1978, «nacionalidad» significaba, según el diccionario, pertenencia a una nación. A partir de entonces, significó algo vagamente alternativo a ella: lo bastante indefinido para salir del paso; lo bastante indefinido para acabar gestando conflictos insolubles, los de ahora. ¿«Autonomía»? En rigor etimológico: capacidad de legislarse a sí mismo, o sea, de constituirse en nación; es decir, lo contrario para lo cual se hizo uso retórico del término entonces. No hay modo de prolongar esas ambigüedades.
¿Es Cataluña una nación? ¿Es una región de la nación España? Tal cosa está ahora en juego. Lo estaba ya en la Constitución del 78. Es hora de desambiguar los términos: más allá de las planas tonterías de Artur Mas. Fijar la lengua constitucional: o nación o región. No «nacionalidad». Tal es el límite del problema. Y sólo una reforma constitucional podrá acotarlo. Legalmente.
Gariel Albiac
Félix Velasco - Blog
No hay comentarios:
Publicar un comentario