Pero esta situación, que nos explica cómo España pudo convertirse en gran potencia y también en madre de otras naciones allende los mares, empeñada en la defensa de Europa frente a las disidencias religiosas y al poder de los turcos, trajo consigo un esfuerzo que condujo a la gran depresión de finales del siglo XVII. Y se creyó por muchos que la mejor salida era acomodarse al modelo unitario de Francia. La Guerra de Sucesión fue un enfrentamiento entre dos príncipes, Felipe de Borbón y Carlos de Austria. Lo que ahora se conmemora con la Diada no era una defensa de Cataluña, sino de un candidato, Carlos, que parecía ofrecer la conservación del sistema tradicional frente al otro, Felipe, que aportaba el modelo de Luis XIV. Así las cosas, frente a las tendencias reformadoras que buscaban una fructuosa Ilustración española, sin abandonar sus raíces católicas, se produjeron los movimientos de resistencia que intentaban salvaguardar o restablecer los usos antiguos, es decir los Fueros. Tal vez olvidaban que el de Navarra comienza con una referencia a Pelayo y Covadonga.
En 1833 la sucesión femenina, con una nueva reina de nombre Isabel, sirvió de pretexto a un enfrentamiento entre liberales unitarios y tradicionalistas que invocaban el nombre de Carlos. Largas y duras luchas que acabaron con el fracaso del Carlismo, que hubo de replegarse en esas zonas extremas, vascas o catalanas en donde la palabra fuero suena mejor. Y cuando el ciclo se cerró nacieron políticos que formularon entonces la idea en otros términos de nacionalismo, es decir, odio a España, a la que identificaban en cierto modo con la castellanidad. Desde finales del siglo XIX, mezclándose además con los grandes problemas políticos y sociales que caracterizaran aquella centuria, hemos ido viviendo las consecuencias y el desarrollo de aquella manera de pensar que intenta la división de la soberanía. Y, nadie se engañe, están a punto de conseguirla.
La vigencia de un régimen autoritario –por favor no me sigan interpretando mal– permitió a los nacionalistas instalarse fuertemente en los espacios de una oposición que luchaba por recuperar la «libertad» parlamentaria y de partidos. Y el problema entró en nuevos cauces. Eran muchos, yo diría que la inmensa mayoría, los que creían que la solución del problema sólo podía venir por el camino del reconocimiento y de las concesiones. Defendíamos el uso del catalán en los ambientes académicos, pero no que ésto significase una sustitución de la lengua española, que es un elemento, probablemente el más valioso, de nuestra cultura.
Sin embargo, se cometió un error cuando en 1976 se pensó que la solución estaba en una especie de equiparación entre las diversas regiones españolas. De este modo la unidad de la soberanía pasaba a ser compartida o, mejor, dividida. A ciertas entidades con profundas raíces históricas ésto no les parecía suficiente, sino humillante, ya que parecía equipararlas con otras que fueron hasta entonces simples provincias. Y se abrió la puerta. Los historiadores sabemos muy bien a qué sistemas plurales de este tipo conducen a la larga: inevitablemente, a una separación: ¿dónde están los límites a lo que se permite? Solamente en las coyunturas de la conveniencia. En otras palabras y siempre con el dolor profundo de quien se siente hispano, el proceso no va a detenerse. Hemos llegado ya al punto clave en el que se intenta desprestigiar y desarbolar el edificio básico de la monarquía. Volveremos, no hay duda, a los «taifas». Y ellos fueron los que arrasaron al Ándalus. Así nosotros. El uso de medidas coercitivas sería contraproducente. Pero, ¿cómo crear los vínculos del amor que nos haga sentir a todos uno?
Luis Suárez (Real Academia de la Historia)
Félix Velasco - Blog
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