domingo, 25 de octubre de 2015

El Napoleón del crimen


Ayer mismo, caminando por la acera de una calle de Madrid, un niño de unos seis o siete años que iba despistado con sus padres, mirando el escaparate de una tienda, tropezó conmigo. Le acaricié la cabeza con una sonrisa, y ya iba a seguir adelante cuando escuché a su padre decirle al crío, con mucha naturalidad. «Mira por donde andas, por favor. Gracias». Y luego me dirigió una mirada de excusa. Entonces el niño, sin mirarme, dijo «perdón» y siguió su camino junto a ellos. Me quedé tan sorprendido por el suceso, por aquella reconvención paterna y la reacción del niño, del todo extraordinarias en estos tiempos, que volví la cabeza para verlos alejarse. Eran dos padres jóvenes, normales. Dos padres de infantería. Pero aquellos diez segundos junto a ellos habían hecho hermosa la mañana, y la calle parecía otra, más despejada y luminosa, y al fin continué mi paseo aún con la sonrisa en la boca, pensando que Dios o el diablo aprietan pero nunca ahogan, y que siempre hay quien se salva, y te salva. O te da esperanza. Que siempre quedan uno, o diez, o cien, justos en Sodoma. E incluso en Gomorra.
Hay días, como ayer, en los que lamento no ser millonario, como el tío Gilito o el que sea su equivalente ahora. Pero no un millonetis cualquiera, sino de verdad, a lo bestia, de ésos que pueden pagarlo todo y comprar cuanto se les pone en el morro. Un fulano con viruta suficiente para crear varios centenares, o miles, de becas para niños bien educados. Niños a los que sus padres les hayan enseñado, previamente, que las buenas maneras hacen mejor el mundo, nos hacen mejores a todos y son mecanismo clave, puerta franca para acceder a lugares y corazones. Niños, por ejemplo, como los de mi amigo Etienne de Montety, que cada vez que invitaba a cenar en su casa hacía que sus cuatro hijos, entonces de entre diez y dieciséis años, se encargaran de recibir y atender a los visitantes, cosa que hacían todos con una formalidad y una responsabilidad exquisitas. O aquel otro zagal de ocho o nueve años que una vez se me acercó con mucho aplomo junto a un bar de la Plaza Mayor y dijo: «Oiga, señor, ¿puede pedirle un vaso de agua al camarero, por favor?... Tengo sed, y como soy pequeño, puede que a mí no me haga caso». 
Por eso digo que, si tuviera una pasta gansa, crearía las becas Reverte Malegra Verte. Mandaría a mis agentes por todo el mundo a buscar niños de ambos sexos bien educados, para pagar sus estudios y dedicarlos luego, cuando fuesen grandes, a la ciencia, las humanidades, la vida social y la política. Y también, de paso, gratificaría a los padres que los educaron. Financiaría el merecido bienestar de quienes les enseñaron a decir buenos días, por favor y gracias, a manejar los cubiertos, a no hablar con la boca llena, a vestirse con decoro según cada momento de la vida, a no tutear a las personas mayores, a comprender que una sonrisa, una palabra adecuada, un gesto cortés y de buena crianza, tan propios de la gente humilde como de la más afortunada, son la mejor tarjeta de visita, todavía hoy, incluso en un mundo que, como el nuestro, se va poquito a poco al carajo.
Pero eso sí. Ya metido en faena, si como dije fuera millonetis sin límite y sin tasa, también es posible que se me fuera la pinza y me diese un chungo en plan Bin Laden, o Doctor No, o profesor Moriarty -el Napoleón del crimen, enemigo de Sherlock Holmes-, y comprara una isla llena de aparatos electrónicos, misiles nucleares y Úrsulas Andress, o lo que equivalga ahora a eso; y también un gato de Angora para acariciarlo en plan canónico mientras enviaba por el mundo a mis sicarios en plan ninjas suicidas, en comandos implacables que se curraran la otra cara de la luna. Algo así como una brigada pesticida, letal, higiénica, secuestradora y exterminadora de padres de niños, e incluso de algún niño que otro -todos acaban siendo adultos- de esos groseros y maleducados que empujan en las puertas, permanecen mudos ante las palabras «buenos días», ignoran cómo se pronuncia un «por favor», tutean al lucero del alba y no han dado las gracias a nadie en su puta vida. Y ordenaría a mis esbirros especial ensañamiento y torturas refinadas tipo Fumanchú con los padres de familia que se dejan las gorras y sombreros puestos en los locales públicos, gritan al teléfono móvil, entran en calzoncillos y chanclas en los restaurantes, se hurgan la nariz y se rascan las axilas, los huevos o el chichi -seamos paritarios- mientras te empujan en el metro o el autobús. Veneno, soga y puñal, oigan. Sin piedad. Y yo reiría en mi isla, juas, juas, juas, con risa de malvado Carabel, viéndolo todo por videoconferencia, mientras acariciaba al gato. 
Arturo Pérez-Reverte
Félix Velasco - Blog

12 de octubre de 2016


Después de pasadas casi dos semanas de la Fiesta Nacional de hogaño, es aún hora de salir del asombro que produjeron, en personas sensatas, las salidas de pata de banco de alguno de los mamarrachos y cretinos más granados de la fauna nacional. Sé que volver a ello podrá producirles pereza a muchos lectores que ya han empezado a olvidar las sandeces escritas y dichas con motivo del Día de España, pero entiendan que, en ocasiones, hay que dejar algunos días en la nevera, antes de comerla, la carne recién sacrificada con el objeto de que esté en su punto de maduración. Y en su punto puede parecer ya. Desconozco algún país de nuestro entorno que padezca, en fecha tan señalada, una acumulación de zotes como el que padece España cuando llega el 12 de Octubre: pienso en los países vecinos y descarto que ni siquiera los últimos llegados a Francia vomiten estupideces el 14 de julio. Pienso en Gran Bretaña o en Alemania y me cuesta creer que un buen puñado de mamertos cuestione los días en los que cada patria es celebrada por sus ciudadanos. En España, en cambio, se agolpan en el inodoro los que sienten la necesidad de evacuar alguna genialidad que les transporte inmediatamente al olimpo antisistema de la estupidez. Cuando no es la crítica al Ejército por su desfile, es el retorcimiento histórico de la fecha del 12 de Octubre; cuando no la censura al sistema constitucional, es el insulto a la Virgen del Pilar. La pobre y muy limitada alcaldesa de Barcelona arremetía contra la discreta parada militar con la que se ensalzó la fecha elegida en el Parlamento como la más representativa de España. Seguramente no la ha comparado con el desfile de dos horas y media con el que sus colegas de Corea del Norte celebraron recientemente el 70 aniversario del partido que martiriza a diario a sus ciudadanos. Espectacular desfile, todo sea dicho, prácticamente perfecto. También calificaba de genocida la gesta española del Descubrimiento: el hispanista John Elliot asegura que a los españoles los han pintado de crueles y se lo han creído. La Leyenda Negra.
Veamos. El 12 de octubre de 1492 no comenzó ningún genocidio. Un genocidio es el exterminio completo de un pueblo, y eso, de ocurrir, ocurrió en otras latitudes más al norte y en otra colonización. Analizar hechos de hace quinientos años con reflexiones simplistas del siglo XXI es una muestra de severa limitación intelectual: en 1492 comenzó la expansión de un Estado a punto de formarse mediante el vector de la lengua y la religión en ámbitos del mundo desconocidos hasta entonces. La misión estuvo llena de excesos, como ha ocurrido en todas las colonizaciones, pero ni aquello eran reinos idílicos ni parece que fuera preferible la actuación de los colonos en otros lares. Murieron millones de indios, pero mucho más por los virus que portaban los exploradores y conquistadores que por la codicia y el número de estos. La gripe, desconocida para la inmunidad de los pobladores de aquellos territorios, como el sarampión o la viruela, resultaron letales. Aquel viaje de Colón en cáscaras de nuez y en compañía de un puñado de intrépidos audaces cambió radicalmente el mundo. Y eso se hizo en nombre de España. Y en el mismo español que se sigue hablando en todo el continente. Fijaos bien, hatajo de truchas, cualquier país que gozara en sus gestas de esta misma fecha y este mismo significado estaría celebrando durante semana y media cada año el acontecimiento. Piensen en la vecina Francia: ¿se imaginan la que organizarían si pudieran presumir de haber descubierto América y de que todo quisque hablara en francés? No habría días ni horas en todo un mes, cosa que me resultaría comprensible.
En cambio, en España hay que aguantar una y otra tontería a cuenta de un pasaje histórico absolutamente relevante en el peso y paso de los días. O hay que soportar el agotador cansancio que produce una miembro de Podemos diciendo que someterían a referéndum la elección de la Fiesta Nacional. Como si no tuviéramos nada mejor que hacer. 
Ya llegará el 12 de Octubre del año próximo: ¿a que podré repetir textualmente este artículo? 
Carlos Herrera
Félix Velasco - Blog

sábado, 17 de octubre de 2015

Una vida nerviosa


Un profesor universitario amigo me confiesa desolado que una amplia mayoría de sus alumnos son por completo incapaces de leer un libro; y que, entre los pocos que afrontan su lectura, sólo un puñado puede comprenderlo. Aunque recomienda a lo largo del curso diversas lecturas que complementan sus apuntes, cuando llegan los exámenes comprueba que casi nadie ha seguido su recomendación; y los pocos alumnos que le comentan los libros recomendados suelen ser pícaros que recopilan en interné cuatro reseñas birriosas, en un esfuerzo estéril por camelarlo. Pero nada ha conturbado tanto a mi amigo como un episodio que le aconteció recientemente: un alumno le solicitó permiso para grabar en vídeo sus clases; como mi amigo se resistía a aceptar, temeroso sobre todo del destino que luego pudieran correr tales grabaciones (que ya imaginaba divulgadas en youtube y, por supuesto, utilizadas para escarnecerlo), el alumno le confesó atribulado que era incapaz de estudiar sus apuntes, porque apenas se ponía a leerlos perdía la concentración. Sólo contemplando el vídeo de sus clases podía llegar a aprender y memorizar las lecciones. Asustado, mi amigo preguntó a su alumno cómo lograba, entonces, estudiar las demás asignaturas; y el alumno le confesó que mediante el mismo método, asegurando que por interné se pueden encontrar numerosos vídeos y presentaciones de PowerPoint que permiten ir aprobando a cualquier universitario remolón, aunque sea sin excesiva brillantez.
Mi amigo no es hombre abstruso ni alambicado; se expresa en un español correctísimo, incluso levemente 'didáctico', y apenas recurre a las oraciones subordinadas cuando expone sus lecciones. Sucedía, sin embargo, que su alumno era incapaz de mantener la atención fija; era incapaz de entender los razonamientos más elementales; era incapaz de seguir el hilo de un relato escrito. Mi amigo se quedó perplejo y horrorizado ante su confesión; y al principio no supo si expulsarlo de clase con cajas destempladas o concederle que grabase su lección. Pero pensó que ambas soluciones eran improductivas; así que citó al alumno en su despacho, en un intento de comprender mejor las causas de su deterioro cognitivo. El alumno acudió contrito al despacho de mi amigo, como quien acude al confesionario, y en varias conversaciones le reconoció que toda su vida, desde que se levantaba hasta que se acostaba, estaba ligada a los diversos cacharritos y artilugios que le permitían mantenerse on line con amigos y allegados: guasapeando, tuiteando, intercambiando vídeos, hablando por el skype, a veces con varios a la vez, en un intercambio excitante.
Inevitablemente, el cerebro de aquel muchacho había acabado por acompasarse a esta vida nerviosa y aturdidora, entretejida de impresiones fugaces y asediada de estímulos cambiantes. Su atención se había acabado convirtiendo en un pájaro enjaulado que salta a cada instante de uno a otro balancín, por no detenerse nunca a considerar que está encerrado. Su repudio de la letra impresa era una consecuencia natural de ese aturdimiento; no podía entender un razonamiento mínimamente complejo por la sencilla razón de que su cerebro se exasperaba tratando de hilvanar sus proposiciones, tratando de desentrañar el significado de sus palabras, y buscaba los mensajes inmediatos, netos, ramplones: las consignas, los apóstrofes, los enunciados más sencillos que le permitiesen saltar de inmediato a cualquier otra simpleza que irrumpiese, a modo de relámpago fugaz, en su cerebro. Todo ello envuelto en una especie de ansiedad eufórica, como si el acopio incesante de estímulos fuese la droga que su cerebro necesitaba para no perecer del todo, o para vivir esa vida sin poso ni reposo, sin cognición ni discernimiento, una vida a modo de incesante carrusel de novedades huidizas en la que no hay tiempo para leer, ni para meditar, ni para conversar, ni para rezar, ni para amar, ni para hacer ninguna de las cosas que hasta hace poco nos distinguían como humanos. Una vida descerebrada y desalmada, ligada a una pantalla táctil, que tal vez sea el paso previo (y tal vez sin retorno) a nuestro internamiento en la trituradora, allá donde formaremos la papilla humanoide que conviene a los nuevos tiranos.
Porque cada vez resulta más evidente que esta vida nerviosa es el cimiento de una nueva esclavitud, mucho más aberrante que ninguna otra que la haya precedido: una esclavitud de esclavos eufóricos, ansiosos de su droga, felices con su droga... ¡Y con título universitario! 
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog

Cuerpo de pecado con cara de arrepentimiento


Hace tiempo que quiero dedicar una Pequeña Infamia al fenómeno de la barba, que me llena de perplejidad. Pertenezco a esa generación que adoraba al Che Guevara y soñaba con descubrir la playa bajo los adoquines de París en mayo del 68 y, de haber nacido hombre, seguro que me habría dejado una. En aquel entonces, hablo de los sesenta y setenta, había barbas para elegir. Uno podía decantarse por una a lo Trotsky, y pasear con aire meditabundo con un libro de Sartre bajo el brazo. O dejársela de chivo, y caer por alguna tertulia emulando a Valle Inclán. Había barbas contestatarias como estas pero también las había aristocráticas. Entre estas últimas podía uno escoger, por ejemplo, parecerse a Jorge V de Inglaterra, como hacía el guapísimo príncipe Miguel de Kent, u optar por la de Nicolás II de Rusia. Su terrible muerte consiguió rodear al personaje de tal fascinación y misterio que, en ciertos círculos, su barba era muy imitada. Y luego estaba la más famosa de todas, la del Che antes mencionada, que era la que, con diferencia, más adeptos tenía y que las chicas adorábamos acariciar, que no mesar (Aprovecho aquí para recordar -pequeña nota informativa- que pese a lo que muchos puedan creer, "mesar" es todo lo contrario de acariciar. Quiere decir, literalmente, "arrancar los pelos con la mano").
Cuento todo esto para que vean que no soy una persona antibarba. Al contrario, forma parte de mi educación sentimental, por no decir sexual. Por eso, porque me encantan los hombres barbudos, estoy de lo más sorprendida por la que ahora infesta casi todas las caras masculinas sin distinción de edad, inclinación política o clase social. Me refiero a esos pelos a medio crecer, hirsutos, muchas veces canos y siempre desprolijos que están tan de moda. Me encantaría que alguien me explicara el insondable misterio de por qué, cuando los hombres se cuidan más que nunca, dedican horas al gimnasio para estar esculturales, se forran a antioxidantes, usan cremas botox y hasta se depilan (otro misterio insondable para mí, pero vamos a lo que vamos) les ha dado por este look. ¿De qué sirve, me pregunto yo, tener un cuerpo digno de una estatua de Praxíteles, unas piernas lampiñas de efebo y un cutis de ninfa si luego van y arruinan por completo el efecto dejándose esa barba a medio crecer a lo Yasser Arafat? ¿Cuándo y de la mano de quién entró en nuestras vidas esta tendencia que hace que muchos vayan por ahí pareciendo un perroflauta vestido de Armani? Yo comprendo que pueda quedar sexy ver a un adolescente o incluso a un veinteañero con barba de dos días y con aspecto de haberse levantado recién de la cama. Pero pasados los treinta, y no digamos los cuarenta -los cincuenta y los sesenta mejor ni mencionarlos-, a nadie, y quiero decir a Nadie, le queda bien esta apariencia. Ni a Brad Pitt, que no me gusta nada, ni a Jeremy Irons, que me encanta, ni a ningún otro de los ídolos del celuloide, de modo que calculen cómo le sienta al común de los mortales. Para más pasmo, el aspecto "barba de tres días, me cachis qué guapo soy", suele completarse con un llamémosle peinado de pelos revueltos o de punta como si el bello de turno acabara de meter los dedos en el enchufe. ¿No es un poco incongruente hacer todo lo posible por tener aspecto de adolescente y al mismo tiempo cultivarse una testa de espantapájaros? Sé que clamo en el desierto, porque las modas son implacables, arrasadoras y no se puede luchar contra ellas. Lo único que espero es que la próxima -y ya toca cambio por fortuna-, sea más favorecedora que esta. ¿En qué consistirá? Sea la que sea, seguro que gustará más que la actual. Esta me recuerda algo que mi abuelo decía de las damas añosas a las que, por tener una bonita figura, les daba por embutirse en vestidos de veinteañeras. Él las llamaba cuerpos de pecado con cara de arrepentimiento.
Carmen Posadas
Félix Velasco - Blog

La hucha del domingo


El próximo domingo España se llenará de huchas del Domund. Yo era postulante de niño chico, como posiblemente lo fuera usted también. Entonces, aquellas huchas mostraban las cabezas de negritos y chinitos. Son un tesoro vintage. Hoy, habida cuenta de la cantidad de individuos presos de la corrección política, serían impracticables. Siempre surgiría algún hipersensible denunciando violentamente el desprecio racista con colectivos menos favorecidos por el reparto de la riqueza y tal y tal. Me imagino a las Colau y diversos cretinos de la fauna hispana subiendo tuits furiosamente en defensa de la dignidad de no sé qué.
La verdad de la cuestación del domingo no está en la palabrería de todos los gilipollas que viven del cuento de la solidaridad –siempre supuesta– en España. La verdad está en el óbolo sencillo y sincero de quien deja unos céntimos que, en tierras de eriales malditos, son una fortuna. Ese dinero llega a las misiones, que no son un puñado de niños pijos que quieren experimentar la fascinación de un verano en tierras de secano –y que, en cualquier caso, bienvenidos sean y vuelvan cuantas veces quieran–, sino que están formadas por religiosos que se marcharon de su casa y su pueblo hasta tierras remotas con la sola idea de dar la vida por los demás. Hombres y mujeres de toda España –de toda, castellanos, andaluces, gallegos, catalanes...– han viajado por el mundo para vivir la misma miseria de aquellas personas que han ido a socorrer: han curado heridas, socorrido moribundos, enseñado a leer y escribir, evangelizado a quienes han querido abrazar la Fe católica... Misioneros en África que han arriesgado su vida –y la han perdido– por ayudar a los enfermos de las muy diversas enfermedades que asuelan un continente entero, sean el VIH o el ébola; misioneros y misioneras que han dado su vida a cambio de proteger a chiquillos víctimas de conflictos territoriales absolutamente cainitas que no han respetado vida alguna; misioneros que han volcado sus esfuerzos en enseñar las elementales reglas que permitan que los hombres y mujeres del futuro sean capaces de defenderse en el mundo contemporáneo; misioneros que han sido capaces de conseguir alimentos, vacunas, medicamentos varios que saquen de la condena a muchachos de pocos años o que permitan morir con dignidad a ancianos de tribus diversas. Javieranos, carmelitas, dominicos, esclavas del Corazón de Jesús, que no necesitan aplauso ninguno de la sociedad para seguir haciendo lo que hacen... sólo necesitan medios, dinero, para sacar a varias generaciones del pozo de la condena persistente. Y no necesitan mucho, sólo lo que a usted le sobra y que a lo mejor es el importe de esa cerveza que el domingo puede dejar de beber. No se pueden imaginar lo que es capaz de hacer una religiosa en Camerún o en Ghana con la cerveza que usted no se va a tomar de más. Con su cerveza abstenida puede dar de comer a varios chiquillos o puede facilitarle la vacuna necesaria para que ese negrito de ojos grandes y piel tostada no se muera de malaria. Digo malaria y puedo decir cualquier otra cosa.
Conozco a estos hombres y mujeres. A estos religiosos. Han pasado su vida entera en lugares en los que usted y yo no aguantaríamos ni una semana. Y les he visto volver de mayores y rebelarse para que les dejen volver a morirse entre los suyos, que no somos usted y yo, insisto, sino los más desfavorecidos del mundo, los que no tienen nada –y a pesar de ello sonríen–, los que agradecen su generosidad de domingo, los que celebran la Palabra de Dios, que, afortunadamente, viene acompañada de pan y penicilina. Toda gratitud a las Misiones es poca. No sólo por lo que hacen por ellos. También por lo que hacen por los que estamos aquí: gracias a su esfuerzo nosotros somos mejores.
Arturo PérezReverte
Félix Velasco - Blog

lunes, 12 de octubre de 2015

Fiesta de la Hispanidad


El capitán del Ejército uruguayo Ángel Camblor ganó en 1932 un concurso internacional que buscaba dotar de una bandera a toda la Hispanidad. Su diseño lo componen tres cruces moradas sobre fondo blanco y la mitad de un sol naciente. Sin embargo, como ha ocurrido de forma crónica con los símbolos nacionales, la enseña es hoy una completa desconocida en España, donde la Hispanidad ha sido en demasiadas ocasiones menospreciada. El cariz precolombino del diseño, con un sol de inspiración inca, tampoco ha ayudado a que esta bandera fuera asumida en España.
En 1987 quedó establecido que el Día de la Fiesta Nacional de España sería el 12 de octubre, lo cual trajo consigo la eliminación del nombre de «Día de la Hispanidad» de esta festividad. Era considerada, y lo sigue siendo a nivel popular, como de la Hispanidad porque el 12 de octubre 1492, festividad del Pilar, Cristóbal Colón hizo tierra en Guanahani, actualmente en las islas Bahamas, y tomó posesión del lugar en nombre de los Reyes Católicos. El navegante desconocía que se trataba de un nuevo continente y no podía imaginar la trascendencia de su acto. Colón, de hecho, creyó que había llegado a Cipango (Japón). Desde entonces, la fecha ha sido usada por diversos países iberoamericanos para celebrar el encuentro de las dos culturas que dieron lugar al Nuevo Mundo. 
Sin embargo, cada país ha denominado la fiesta con distintos nombres en función de la conveniencia política, como por ejemplo «Día de la Madre Patria» o «Día del descubrimiento». En España, se eligió originariamente la designación de «Día de la Raza», una denominación creada a propuesta del exministro español Faustino Rodríguez-San Pedro, como Presidente de la Unión Ibero-Americana, que en 1913 pensó en una celebración que uniese a España e Iberoamérica, eligiendo para ello el día 12 de octubre. En 1918 la fiesta de la Raza alcanzó el rango de fiesta nacional. 
A principios del siglo XX, no obstante, el concepto de Hispanidad estaba en desuso. No fue hasta 1926 cuando un obispo vizcaíno, Zacarías de Vizcarra, recuperó el término de Hispanidad y propuso en un artículo de prensa publicado en Buenos Aires cambiar el nombre a la festividad. Cinco años después, Ramiro de Maeztu, que había sido Embajador de España en Argentina, leyó el artículo e hizo suya la defensa del cambio de nombre. En este contexto reivindicativo de la Hispanidad, surgió en paralelo la iniciativa americana de crear una Bandera de la Hispanidad (o Bandera de la Raza Hispánica) en un concurso continental organizado en 1932 por la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou, proclamada «Juana de América». El lema que acompañaba a la enseña fue «Justicia, Unión, Paz y Fraternidad», aquellos valores que Camblor señalaba como representativos de los hispanos.
Las características de la bandera creada por Ángel Camblor, que era un capitán de origen vascofrancés del Ejército Nacional de Uruguay, eran una bandera blanca (símbolo la paz), tres cruces, que simbolizan las dos carabelas y la nao con la que Cristóbal Colón descubrió el Nuevo Mundo, y el signo del Inti (el «sol de mayo» de la mitología incaica), que representa el despertar del continente americano. El color púrpura de las tres cruces, a su vez, aluden al color característico supuestamente del león de la Corona de Castilla y León, lugar de nacimiento del idioma común, según explica su diseñador en el libro «La bandera de la raza símbolo de las Américas en el cielo de Buenos Aires» (1935).
La Bandera de la Raza Hispánica fue izada por primera vez el jueves 12 de octubre de 1932, en la Plaza de la Independencia de Montevideo, y fue oficialmente adoptada por todos los estados de Hispanoamérica como bandera representativa en el marco de la VII Conferencia Panamericana reunida en diciembre de 1933 para una raza que, según Camblor, «está compuesta por levadura de indios y españoles; de hombres y mujeres venidos más tarde de todas las regiones de la tierra. Es la raza espiritual, sociológica: más del alma que de los huesos».
El hecho de que la Fiesta Nacional de España (Día de la Hispanidad) coincida con la patrona de Zaragoza y de la Guardia Civil se trata de una mera coincidencia, puesto que la virgen que ostenta el título de Reina de la Hispanidad es Santa María de Guadalupe de Extremadura, cuya festividad se celebra el 8 de septiembre. La íntima vinculación del santuario de Guadalupe, tanto con el descubrimiento de América como con su colonización y evangelización, está documentada, siendo así una de las causas invocadas por la Unesco el 11 de septiembre de 1993, cuando declaró a Guadalupe Patrimonio de la Humanidad. «Porque la famosa imagen de la Virgen de Guadalupe ha sido el símbolo más representativo de la cristianización de una gran parte del Nuevo Mundo», argumentó la Unesco.
Con todo, se mantiene todavía vivo el debate teológico sobre cuál de las dos vírgenes debería gozar del título de patrona de la Hispanidad, en función de su importancia en el descubrimiento de América. Asimismo, el apóstol Santiago el Mayor es el patrón protector de España, así como el santo del Arma de Caballería y del Ejército de Tierra.
César Cervera
Félix Velasco - Blog

sábado, 3 de octubre de 2015

Comuna de Presidents


¿Cómo no se nos había ocurrido antes? El conflicto para designar presidente de la Generalidad de Cataluña se soluciona —tal y como ha propuesto la número dos de la CUP— con una presidencia coral. Vamos, que no haya un solo presidente, que haya cuatro. Déjenme respirar hondo antes de soltar la carcajada.
Convendría, en primer lugar, que las fuerzas insurgentes nacidas entre el Besós y el Llobregat se pusieran de acuerdo. Han malgastado saliva durante un puñado de días asegurando que bajo ningún concepto apoyarían una investidura de Artur Mas, y ayer, a una hora poco sospechosa de intoxicaciones etílicas, aseguraron que no quieren enterrar el futuro de nadie y que en ese triplete o escuadrón de presidentes podría estar el reyezuelo del «tres per cent». En el caso de no llegar desmentido posterior, habrá que convenir que poco les ha durado la firmeza. Y aún bien de aclarar ese pequeño detalle acerca del futuro del rey Artur, tampoco estaría de más que desarrollasen la idea de la coralidad presidencial. Cuatro presidentes no es una coral, es un orfeón, una tuna o, mejor, una comuna. Sólo falta añadir que esa especie de Soviet Supremo debería ser, por demás, rotatorio, es decir, cuatro presidentes cada seis meses y vuelta a empezar. Y así hay más riqueza de matices.
Convengamos que hasta en el Soviet Supremo había uno que mandaba. Y mandaba mucho; tanto que tenía derecho a disponer de vidas y haciendas, pero en esta disposición transversal del poder que sugiere la muchacha del flequillo cortado a machete no queda claro quién tiene la última palabra. El pueblo, ya sé; pero es un engorro consultar a todo el pueblo cada que vez que haya que decidir qué tipo de orden se le da a TV3 o cuántos enfermos deben entrar en cada habitación. Los partidos de raíz asamblearia padecen esa enfermedad de la mano alzada y es normal que simulen un rechazo a la personificación del poder, pero de ahí a organizar un gobierno de cuatro presidentes va un mundo. Llevando al extremo la genial idea, podrían sugerir un gobierno con solo presidentes, sin consejeros: luego nombran una especie de «conseller en cap», que es el que trabaja, y que haga de portavoz y coordinador de sus superiores, todos muy honorables aunque vistan de jersey de lana.
Creíamos que la política catalana ya no podía regalarnos más momentos de hilarante surrealismo: cuán equivocados estábamos. La cruel y terminal enfermedad de corrección política que vive esa comunidad hace que cada día sea mejor que el anterior y que cada ocurrencia supere la barbaridad de ayer. Después de soltar con toda solemnidad esa gilipollez vendrá un día posterior en el que cualquier otro turista disponga una tontería desmenuzada en el plato lista para saborear. Nuestros amigos catalanes tienen mucha razón para lamentarse de su destino reciente, pero habrán de convenir que de su propio seno salen los votos que confían en personajes como los mentados, que no solo quieren nacionalizar, independizarse, prohibir y someter cualquier tipo de idea liberal, sino que también pretenden instaurar una santísima trinidad o un cuarteto de gloria para administrar las cosas públicas. Como Podgorni, Breznev y Kosiguin en sus buenos tiempos, que llevaban al unísono la gestión de aquel fracaso que tanto gusta a estos muchachos. Es verdad que luego quedó solo Breznev y que la felicidad del trío duró poco, pero ahí está para la historia por si quieren hacer alguna analogía.
Lo que les falta a los del nordeste español es que los gobiernen cuatro en vez de uno. Definitivamente, la política catalana ha perdido la cabeza. Y, en el caso de estos muchachos, hasta la sandalia.
Carlos Herrera
Félix Velasco - Blog

viernes, 2 de octubre de 2015

Tiempo de héroes (y de villanos)


En 1992 el politólogo estadounidense de origen japonés Francis Fukuyama se convirtió en una celebridad mundial gracias un libro titulado 'El fin de la historia y el último hombre'. En él sostenía que la lucha de ideologías había terminado como consecuencia de la caída del comunismo, lo que propiciaba el fin de las guerras. Según él, tal coyuntura histórica dejaba como única opción viable la democracia liberal tanto en política como en economía. O dicho en sus propias palabras: «El fin de la historia en que nos encontramos significa el fin de las guerras y las revoluciones sangrientas, pues los hombres satisfarán sus necesidades a través de la actividad económica sin tener que arriesgar sus vidas en ese tipo de batallas». Eran los felices noventa, el mundo prosperaba y las sociedades avanzadas se miraban el ombligo. La corrección política nos volvió a todos más sensibles hacia causas como la vida sana, el ecologismo, el respeto a los animales. Crecía la clase media y a ella se incorporaban todos los años cientos de miles de personas. Primaba ser más solidarios, más tolerantes y comprensivos. Civilizados, en último término. Éramos dignos hijos del nuevo siglo que alumbraba, nunca antes el mundo había estado más lejos de la barbarie. Pero cayeron las Torres Gemelas y nació un nuevo monstruo, fruto del resentimiento y fanatismo de unos (léase los islamistas) y de la imbecilidad de otros (Bush y sus mariachis) y aquí estamos inaugurando el segundo milenio más o menos igual increíble, pero cierto que como comenzó el primero, con guerras de religión. No quiero arruinarles la mañana hablando de lo que ya sabemos y tememos. 
Del avance del Estado Islámico, de su inaudita crueldad, ni de los millones de personas que huyen de ella. Sí me gustaría, en cambio, apuntar lo único bueno que estas confrontaciones tienen: el hacernos más humanos, el despertar lo mejor que anida en nuestros corazones. Con sesenta millones de refugiados y desplazados como hay en este momento en el mundo, aquella sociedad hedonista y narcisista cuyas mayores preocupaciones eran la obesidad, por ejemplo, o el más ramplón arribismo, de pronto, se ha dado cuenta de qué va la vida realmente. Se acabaron las pavadas y jalear a 'iconos' imbéciles como Paris Hilton o las Kardashian, ahora es tiempo de Héroes. Como Jalid Asaad, de 82 años, que murió decapitado en ejecución pública y su cuerpo colgado de una columna por negarse a revelar el lugar secreto en que había escondido tesoros arqueológicos de Palmira. O como el niño Aylan, cuyo pequeño cadáver ha desatado la mayor ola de compasión de los últimos tiempos, obligando a los políticos del mundo entero a replantear su actitud con respecto a los refugiados. Ahora, todos estamos dispuestos a ayudar, a comprender, a compartir. Pero conviene no olvidar que si este es tiempo de héroes también lo es de villanos. Las emergencias sacan lo mejor, pero también lo peor del ser humano y ahí están como muestra las patadas de la reportera Petra Laszlo o los primeros brotes neonazis en Alemania. Ahora mismo, no son más que feas excepciones condenadas por todos, pero estamos solo al principio de esta nueva situación. ¿Qué pasará dentro de un año, y de dos, y de tres? Fukuyama se equivocó estrepitosamente en los noventa pensando que era el fin de la Historia. Creyó que, muertas las ideologías, no habría motivos de confrontación, que todos seríamos civilizados, perfectos, miríficos y no fue el único en creerlo. Olvidó olvidamos el factor humano. El hombre es capaz de todo lo mejor como estamos viendo por fortuna en este momento, pero también de lo más mezquino, lo más abyecto. Conviene estar vigilantes por aquello que decía Cicerón (que era bastante menos cándida paloma que Fukuyama) de que los pueblos que ignoran su historia están condenados a repetirla. 
Carmen Posadas
Félix Velasco - Blog