sábado, 23 de abril de 2016

¿Por qué «El Quijote» es una obra única?


Cuando los homenajes acaben, las exposiciones desmonten por fin sus vitrinas, las funciones teatrales terminen, y la gente devuelva el nombre de Miguel de Cervantes al discreto retiro que supone el olvido, lo que quedará de este aniversario será la «Gran enciclopedia Cervantina», una empresa hecha en silencio, con la discreción que rodea a los trabajos universitarios y de la que hace escasos días se presentó el IX volumen. Una obra ambiciosa, hecha con más voluntad que apoyos ,y dirigida por Carlos Alvar, catedrático, director del Centro de Estudios Cervantinos de Alcalá de Henares y profesor que ejerce la docencia en Ginebra, explica, en este año que conmemora al escritor, las claves para entender su obra magna, «El Quijote», para que esta celebración no quede sólo en un festival de actos.
- ¿Por qué es tan importante «El Quijote»?
«Es la primera novela, la fuente de la que beben todos los escritores. El modelo que sigue la novela durante los siglos XVIII, XIX, XX y XXI. Harold Bloom, que habla del canon occidental, asegura que uno de los pilares es Shakespeare y el otro, Cervantes. Todos los autores reconocen haber aprendido de ellos. “El Quijote” tiene una riqueza extraordinaria que se aprecia de forma diferente cuando eres joven que cuando eres mayor. En la juventud, te quedas con las anécdotas; en la madurez, con los pensamientos, las conversaciones y las reflexiones sobre literatura, de las que está lleno el libro. Al que le gusta “El Quijote”, le gusta a cualquier edad».
- ¿Representa el carácter español?
«Es una discusión que se ha planteado. Hasta qué punto lo representa, pero yo no creo que los españoles sean idealistas. Tampoco creo en los estereotipos. Los ingleses, que fueron los primeros impulsores, vieron en esta obra el delirio belicoso de los españoles y su tendencia a defender causas imposibles. Realmente, “El Quijote” tiene muchas caras. No representa el espíritu de un pueblo».
- ¿Es una burla de los libros de caballería?
«Sí, eso es cierto, pero también es una burla del sistema social, del comportamiento, de una serie de actitudes y, posiblemente, mucho más de lo que vemos... de la ciudad de Toledo y de sus habitantes. Hay una burla de la actitud de los intelectuales, una burla del bachiller, el barbero, el cura... pero también es un libro que funciona a varios niveles. Aparte de las aventuras, cuenta con una extraordinaria riqueza de diálogos. Debemos diferenciar la técnica literaria y el contenido y valorar cómo se adecúan las dos cosas».
- ¿Es un debate entre el idealismo y la realidad?
«Hay un enfrentamiento entre la visión idealista de don Quijote y la mirada realista de Sancho. Es un hallazgo de Cervantes, que presenta dos personajes dispares y establece un diálogo entre ellos».
- En la segunda parte, don Quijote se enfrenta a sus lectores
«En el segundo volumen hay una verdadera novedad técnica y literaria. Lo interesante de esta continuación es que los personajes que aparecen en el libro ya han leído la primera parte de «El Quijote» Para esos lectores, el protagonista del libro era un personaje de ficción, pero, de pronto, se encuentran con él de manera real. De repente, ven, en carne y hueso, el personaje de ficción. Esto es un juego. Una ficción dentro de la ficción. Cuando don Quijote escucha en una venta que uno lee su historia, él se queda muy sorprendido. Se entera de cosas que son falsas, porque es “El Quijote”, de Avellaneda». Por eso dice que se va a Barcelona, en vez de Zaragoza. Hay una técnica de la ficción dentro de la ficción. Es una novedad».
- ¿Hay una influencia de «El Quijote», de Avellaneda?
«La segunda parte de “El Quijote” está escrita a raíz del de Avellaneda. No se puede ignorar. La idea de un falso don Quijote, de que alguien lo ha suplantado, es un elemento importante. Pero casi no habría que hablar de Avellaneda. Es el juego de un falsario, de alguien del círculo de Lope de Vega, que pretende quitarle el prestigio a don Quijote y el dinero a Cervantes. De nuevo, es la literatura dentro de la literatura. Aquí se produce un conflicto en la narración entre el Quijote de Cervantes y el de Avellaneda. Por eso, Cervantes defiende a su persona y a su personaje».
- ¿«El Quijote» influye en la enemistad con Lope?
«No sabemos lo que pudo pasar entre Miguel de Cervantes y Lope de Vega. Fueron enfrentamientos literarios. Eran amigos y, de pronto, surge entre ellos una enemistad, un encono violento, pero no sabemos el motivo. Puede que Lope de Vega sintiera que «El Quijote» se burlaba de él... casi seguro que sí, que había elementos en la novela que no le hacían gracia. De hecho, en el caso de “El Quijote”, de Avellaneda, el prólogo es realmente insultante y la respuesta que hace Cervantes a él es muy dura».
- ¿La Mancha es un territorio figurado?
«Todo puede ser. Ahí cada cual lo puede tomar como quiera. Pero La Mancha es un territorio real y tiene que ser real, porque, de otra manera, la parodia no tiene gracia. La parodia necesita un territorio real. La Mancha no puede pertenecer a un territorio de la imaginación porque se alejaría de los hechos, los acontecimientos. La región de La Mancha, puede ser todo lo amplia que se quiera, casi desde Sierra Morena hasta Toledo, o más restringida, pero realmente es una geografía concreta, lo que no quiere decir que las aventuras sean concretas. Es un absurdo pretender que don Quijote haya ido por unos caminos determinados y que cada día recorra 50 kilómetros. El territorio es real, pero el personaje se puede desplazar 300 kilómetros, si lo desea el autor, para situarlo en un pueblo. Eso da igual. No tiene por qué ser real».
- ¿En qué consiste la locura de don Quijote?
«Tenemos que dividir la locura de don Quijote en dos aspectos. El primero, que se ha vuelto loco por leer libros de caballerías. Desde este punto de vista es lo que hoy llamaríamos un friki. Cuando uno ve, por ejemplo, la serie de “Big Bang Theory”, no dejan de ser una pandilla de locos maravillosos, pero son unos frikis y, esto es lo relevante, no saben qué es el mundo. El doctor House es igual. Pero en el caso de don Quijote también está presenta otra locura, que no es sólo haber leído libros de caballerías y que se crea que es verdad todo lo que se dice en ellas. Esta segunda locura es que se llega a creer que se puede cambiar el mundo según las reglas de los libros de caballerías. Y esto es lo que le hace sufrir y no lo puede cambiar».
«Los adolescentes no leen “el quijote” porque no leen nada»
Carlos Alvar lo dice con claridad: «¿Por qué los adolescentes no leen “El Quijote”? Porque en general no leen nada. No se entiende que no seamos capaces de hacer un sacrificio para la que es una de las obras maestras mundialmente reconocida. Nos hemos acostumbrado a adquirir las cosas sin sacrificio y eso es un error. ¿Por qué ha llegado a ser “El Quijote” tan importante? Porque los ingleses y los franceses, y más tarde los alemanes, encontraron que era una obra interesante. Y es posible que a algún español le parezca lo mismo. Hay gente que lo lee, pero esa aversión que tenemos a nuestros clásicos... podríamos hablar de Lope de Vega. ¿Por qué se programa más a Shakespeare que a él? Lo que se ha hecho de Cevantes en el teatro nacional es poca cosa. No hay una capacidad de apreciar la calidad de “El Quijote’’». Hay dejadez, falta de imaginación y desinterés. Si no aceptamos el pasado, perderemos las raíces y seremos un pueblo sin memoria».
Carlos Alvar, catedrático de Literatura, dirige la Gran Enciclopedia Cervantina
Félix Velasco - Blog

sábado, 16 de abril de 2016

Historia del chocolate


Junio de 1698. En una oscura celda de un convento dominico, un exorcista pregunta al Diablo acerca del maleficio que pesa sobre un hombre enfermo. El demonio responde por boca de tres monjas, que llevan sobre el pecho un papel con los nombres del doliente y de su esposa. Poseídas, contestan a las preguntas del religioso contorsionándose por el suelo: “¡El chocolate!”. 
Según el Maligno, veintitrés años antes la víctima había sido hechizada a través de su bebida favorita, emponzoñada con los miembros de un hombre muerto. “De los sesos, para quitarle el don de gobierno; de las entrañas, para que perdiera la salud; y de los riñones, para corromperle y destruir su virilidad”. El lóbrego convento es el de Nuestra Señora de la Encarnación, en Cangas del Narcea (Asturias). El misterioso enfermo, Carlos II. Rey de España, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Milán, soberano de los Países Bajos y conde de Borgoña.
Esta historia no sólo se la creyó el Rey Hechizado, un hombre débil, enfermizo y medio imbécil debido al extraordinario nivel de consanguineidad de sus padres, sino también su confesor fray Froilán Díaz, el Inquisidor General Tomás de Rocaberti y muchos de los consejeros y asesores reales. Académicos y hombres de estudios sometieron al monarca a unciones de aceite bendito, purgas, vehementes rezos y dietas repulsivas para intentar expulsar la maldición de su cuerpo.
Estaban desesperados por conseguir un heredero de la Casa de Austria y aquel asunto del chocolate maldito les pareció una causa verosímil de la esterilidad del rey. No en vano se creía que aquella exótica bebida de las Indias podía tener extraños efectos sobre la salud y el infortunado Carlos II era adicto a ella desde su infancia.

Sustento de dioses, reyes y soldados

El último de los Austrias padeció probablemente síndrome de Klinefelter, además de epilepsia y un acusado prognatismo que le impedía masticar correctamente. Esta deformación, unida a una debilidad general provocada por diarreas continuas y otras dolencias intestinales, le inclinó a sustentarse de manjares blandos y pócimas medicinales. Estas dos cualidades las reunía un solo alimento que además era nutritivo y vigorizante: el chocolate.
El cacao, fruto del cual se extrae el chocolate, fue conocido por los europeos durante el cuarto viaje de Colón. Hernando, hijo del almirante, vio cómo en la isla hondureña de Guanaja unos indios llevaban “muchas almendras que usan por moneda en la Nueva España... pareció que las estimaban mucho porque […] noté que cayéndose algunas de estas almendras, procuraban todos cogerlas como si se les hubiera caído un ojo”.
Sin saber su nombre, uso o procedencia, los españoles se percataron de que aquellas habas eran bienes preciados y las llamarían “amigadala pecuniaria” (almendra del dinero).
Fue en 1519 cuando por fin se apreció el verdadero valor de aquellos frutos. En sus cartas al emperador Carlos V, Hernán Cortés cuenta sus impresiones sobre la corte azteca de Moctezuma y cómo allí se sembraba “cacao, que es una fruta como almendras, y tiénenla en tanto, que se trata por moneda en toda la tierra, y con ella se compran todas las cosas necesarias en los mercados y otras partes”. También ponderó el uso alimenticio del cacahuátl (agua de cacao) con el que fue agasajado, informando al monarca de que una sola taza de este brebaje servía para fortalecer a un soldado durante un día entero de marcha.
Bernal Díaz del Castillo, compañero de Cortés en la conquista de México, escribe en su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España (1575) cómo en los suntuosos banquetes de Tenochtitlán “traían unas copas de oro fino, con cierta bebida hecha del mismo cacao, que decían que era para tener acceso con mujeres”.
Para los conquistadores el cacao tenía valor como moneda, sustento, estimulante, componente afrodisíaco y manjar vinculado a la clase dominante, regalado a los hombres por la deidad Quetzalcóatl. Con razón el cacao fue descrito como Theobroma (alimento de los dioses) por Carlos Linneo en 1753. Tan sólo faltaba convertir aquella pócima indígena, amarga y picante, en el dulce y más adecuado para el paladar europeo chocolate.
Esto ocurrió a mediados del siglo XVII en Oaxaca (México), utilizando azúcar de caña y especias más afines al Viejo Continente como la canela y el clavo.
La familia real española fue pionera en el consumo y disfrute del chocolate. Carlos V recibió las primeras habas de cacao en 1528 y partir de entonces los virreyes de Indias enviaron directamente a la corte constantes cargamentos de chocolate ya procesado para diluir en agua.
Su precio desorbitado lo convirtió en un manjar exclusivo, propio de nobles y ricos amantes del exotismo. Aficionados al chocolate fueron los sucesivos Felipes II, III y IV. Carlos II fue un verdadero chocoadicto y los Borbones no fueron menos. Carlos III lo tomaba todos los días para desayunar y según su biógrafo “cuando había acabado la espuma, entraba en puntillas con la chocolatera un repostero, y como si viniera a hacer algún contrabando, le llenaba de nuevo la jícara".
El chocolate era signo de exclusividad y ostentación. De la mano de las infantas españolas Ana y María Teresa de Austria, esposas de los monarcas franceses Luis XIII y XIV llegó el chocolate a París y de ahí a otros países europeos.

De manjar real a opio del pueblo

El chocolate a la taza pasó rápidamente a ser la bebida nacional. En esa transformación tuvo un papel relevante la Iglesia y en especial las órdenes cisterciense, franciscana y jesuita. Sus religiosos trajeron de América el secreto de la elaboración del chocolate y lo difundieron primero en España y luego en las colonias de África y Filipinas.
Se discute si el introductor del cacao en la Península Ibérica fue el trapense -acompañante de Hernán Cortés- fray Aguilar, que lo pudo enviar al monasterio de Piedra (Aragón), o el franciscano Pedro de Olmedo, pero está claro que fue alguien con experiencia personal en la Nueva España.
Al comienzo se tomó como medicamento o elixir vigorizante merced a su contenido en teobromina, un alcaloide estimulante del sistema nervioso con un más suave pero efecto más prolongado que el de la cafeína. La teobromina es vasodilatadora y diurética, además de activadora de la función cardíaca. En 1755 se decía que el chocolate a la taza confortaba el estómago y el pecho, mantenía y restablecía el calor natural, alimentaba, disipaba y destruía los humores malignos fortificando el ánimo y la voz.
 El chocolate del siglo XVII, más fuerte que el de la actualidad, podía provocar una ligera adicción. Juan de Palafox (1600 - 1659), obispo de Burgo de Osma, se privaba de él no por mortificación sino “por ser dueño de mi persona, porque, habituado a él, uno no lo toma cuando quiere, sino cuando lo quiere él”.
El azúcar convirtió el amargo cacao en una golosina y pronto llegaron a España noticias del furor que esta bebida desataba en la sociedad criolla de las Indias. Thomas Gage, fraile dominico inglés educado en España, vivió en América entre 1625 y 1637 y en su obra The English American 
El azúcar convirtió el amargo cacao en una golosina y pronto llegaron a España noticias del furor que esta bebida desataba en la sociedad criolla de las Indias. Thomas Gage, fraile dominico inglés educado en España, vivió en América entre 1625 y 1637 y en su obra The English American relata cómo en Chiapas las damas tomaban durante la misa chocolate caliente y dulces, alegando flaqueza de estómago.
El obispo prohibió comer o beber dentro de la catedral, so pena de excomunión. Las mujeres de la ciudad se rebelaron, dejando de asistir a misa, y poco después el obispo enfermó gravemente y murió. Su muerte se achacó a un veneno suministrado en su jícara (del náhuatl xicalli, “vaso”) diaria de chocolate.
En España el chocolate era caro debido a los gastos de importación, pero a pesar de su precio se convirtió en un febril objeto de deseo. Como cualquier otro artículo de lujo, el cacao era anhelado por todos. El incremento del comercio con las colonias fue abriendo poco a poco la puerta a nuevos consumidores. Desde los ambientes nobiliarios la pasión por el chocolate se extendió a toda la sociedad española, pasando a ser identificado con la identidad y las costumbres nacionales.

Un rito social

El chocolate, aparte de su sabor, disfrute y valor nutritivo acarreaba nuevos ritos sociales. El desayuno, hasta entonces despreciado, pasó a ser una de las comidas centrales del día junto a la comida y la cena. La merienda era una segunda oportunidad para degustar en compañía la consabida jícara de cacao, servida de manera similar al británico té de las 5 con distintos dulces y frutas.
En 1644 la locura por el chocolate era tal que en Madrid se prohibió su venta al público, obligando así a hacerlo y beberlo en el decoroso retiro del hogar. Según un manuscrito del Archivo Histórico Nacional en los últimos años de ese siglo se había “introducido de tal manera el chocolate y su golosina, que apenas se hallará calle donde no haya uno, dos y tres puestos donde se labra y vende; y a más de esto no hay confitería, ni tienda de la calle de Postas, y de la calle Mayor y otras, donde no se venda, y solo falta lo haya también en las de aceite y vinagre”.
El bajo precio se conseguía adulterando el producto, e igual que en las drogas de hoy en día, los traficantes y vendedores inventaban nuevos y peligrosos ardides para disminuir la cantidad de cacao presente en las pastillas que se vendían. “Cada día buscan nuevos modos de defraudar en él echando ingredientes que aumentando el peso disminuyen su bondad y aun se hacen muy dañosos a la salud. […] Con una punta de canela y mucho picante de pimienta disimulan el pan rallado, harina de maíz, cortezas de naranjas secas, castañas, cenizas y otras muchas porquerías”.

El antiguo chocolate a la española

Antes de llegar a la bandeja de la merienda, el chocolate había pasado por un largo proceso de transformación. Las habas de cacao primeramente se secaban, tostaban y abrían para quitar las cáscaras. Se tostaban de nuevo y se las despojaba de cualquier tipo de piel. Entonces llegaba el trabajo duro, que consistía en moler las almendras hasta reducirlas a una pasta bajo el efecto de la fricción y del calor.
Hasta principios del siglo XIX esto se hacía manualmente con un metate de piedra y después con molinos mecánicos empujados por animales, vapor o electricidad. La pasta de cacao resultante se mezclaba con igual cantidad de azúcar y gran cantidad de especias como pimienta, canela, clavo o vainilla. Se metía en moldes y se dejaba enfriar, cortándolo después en distintos tamaños y pesos, siendo el más usual la onza (28 gramos), de ahí que éste sea aún el nombre de los trozos de chocolate que forman una tableta.
Estas pastillas se rallaban en el agua hirviendo de una chocolatera, recipiente metálico con un palo o molinillo incorporado para batir la mezcla. Para que quedara muy espeso, por cada onza de chocolate se medían seis (170 ml) de agua. Quince minutos de reposo y un último batido dejaban el chocolate perfecto y espumoso, listo para servir.
Aunque llevara azúcar, el antiguo chocolate a la taza era mucho más fuerte y especiado que el actual, que suele ser mezclado con leche a la usanza francesa. El chocolate “a la española” era una bebida tan popular y de elaboración tan habitual que no se solía describir ni explicar en recetarios. En su Arte de Repostería de 1755, Juan de la Mata dice que “como el modo de labrarlo es tan común, lo omitiremos como impertinente y sabido. El modo de hacerlo en la chocolatera para tomarlo, se omite también, porque no hay parte o casa, aun en la del más rústico aldeano, que no se sepa”.
Fueron numerosos los viajeros extranjeros que describieron las maravillas del chocolate español. John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, visitó España en 1779, y después de desayunarlo por primera vez anotó en su diario que “sin duda merece la fama que ha adquirido en todo el mundo. No tenía ni la más remota idea de que algo con esa apariencia y ese nombre pudiera ser tan delicioso y saludable”.
El escritor francés Alejandro Dumas viajó por nuestro país en 1846, parando en Tolosa de camino a Madrid. Acompañado de tres amigos, entró en una fonda de la villa guipuzcoana para pedir un chocolate caliente. En su libro De París a Cádiz recuerda la anécdota y el chocolate como “un líquido espeso y negruzco que parecía un brebaje preparado por alguna bruja de Tesalia. En la misma bandeja había cinco vasos de agua pura y una cesta llena de unos objetos desconocidos para nosotros; eran como panecillos blancos y rosas, de forma alargada […] Probamos el chocolate con la punta de los labios temiendo ver desaparecer, como tantas otras cosas, la ilusión del chocolate español nacida en nuestra infancia. Pero esta vez nuestro temor se disipó rápidamente. El chocolate era excelente”.
Los panecillos a los que hace referencia eran los bolados, esponjas o azucarillos rosados que se servían siempre con el chocolate y eran disueltos al final en agua fría para limpiar el paladar de una manera refrescante.

El chocolate moderno

Aunque la pérdida de las posesiones españolas en América y la limitación comercial con ellas provocó una crisis en el sector chocolatero durante el siglo XIX, el chocolate siguió siendo en España la bebida más popular. Era el chocolate el alimento más común en todo el país, tomado por la mañana y la tarde, con o sin leche, en todas las casas en las que hubiera una lumbre.
No había hogar pobre o rico en el que no se bebiera chocolate a diario, ya fuera de ínfimo nivel y conteniendo gran parte de harina o de calidad superior y degustado en el mismísimo Palacio Real. Alfonso XII era muy afecto a este desayuno español, prefiriéndolo al café y al té. Según el cocinero real José de Castro y Serrano, eran tan aficionado a untar el pan o el bizcocho en él, “que si en alguna comida le sirvieran chocolate en vez de ponche á la romana, lo tomaría distraído sin extrañar la incongruencia”.
La bilbaína María Mestayer, más conocida como la Marquesa de Parabere, cuenta en su Historia de la Gastronomía (Esbozos) que en torno a 1900 su familia compraba un chocolate especialmente confeccionado para ellos en una “tarea” superior hecha únicamente con cacao y azúcar. Estas tareas se vendían en confiterías y tiendas de ultramarinos y coloniales a distintos precios según sus componentes o procedencias, siendo el más apreciado el de Caracas y después los de Soconusco y Guayaquil.
Aunque el oficio de chocolatero seguía siendo en gran parte una labor artesanal, en las grandes ciudades comenzaron a surgir fábricas con maquinaria moderna y capacidad para elaborar grandes cantidades. En 1851 se fundaba en Chocolates Matías López, la primera empresa chocolatera con producción verdaderamente industrial.
Matías López, quien escribió varios libros sobre el origen, uso y fabricación del chocolate, fue un empresario pionero en el uso de la publicidad y el marketing. Sus famosos gordos y flacos abrieron la senda a la promoción comercial del chocolate, que empezó a venderse en tabletas envueltas con marcas distinguibles y reclamos de cromos y postales. En esa época nacieron otras empresas emblemáticas del sector como Chocolates Valor, Elgorriaga, Lacasa, Amatller, La Española, Chobil o Nogueroles. Muchas de esas marcas subsisten aún hoy en día, a pesar de que el descenso de ventas de chocolate a lo largo del siglo XX se llevara por delante a la mayoría de las pequeñas marcas de provincias.
En 1920 España seguía siendo el mayor consumidor mundial de cacao, en gran parte procedente de la colonia africana de Fernando Póo. Sin embargo, la Guerra Civil y el posterior racionamiento de alimentos limitaron enormemente la producción de chocolate y el acceso de los fabricantes a las materias primas. Las tabletas adulteradas y los sucedáneos a base de algarroba o castaña mataron el gusto por el chocolate y a pesar de que en los años 50 se restableció su normal fabricación su puesto como bebida de preferencia fue asumido por el café. Hoy en día, el chocolate a la taza es un placer ocasional.
Honoré de Balzac pensaba que el abuso del chocolate fue la razón de la caída del imperio español y del embrutecimiento de su sociedad justo en el momento de su máximo esplendor. Sin embargo, el cacao y el chocolate fueron piezas clave en el sostenimiento físico, económico y moral de los españoles durante siglos; la prueba de que habían conquistado un mundo desconocido y lo habían bebido a su antojo.
Como decía el gastrónomo y escritor Ángel Muro en 1894, “quien dice chocolate dice España. Nuestro país sin chocolate dejaría de ser lo que es”.
Ana V. Perez de Arlucea
Félix Velasco - Blog

domingo, 10 de abril de 2016

La Victoria de Samotracia, icono de la Grecia clásica


La Victoria de Samotracia ha fascinado a artistas y literatos como una de las más espectaculares y acabadas muestras del arte helenístico. Representa a Niké, la diosa de la victoria, posándose sobre la proa de una nave con tan meditado equilibrio que el mármol parece elevarse a los cielos. El poeta Rainer Maria Rilke vio en esta composición «una imperecedera recreación del viento griego en lo que tiene de vasto y de grandioso». Es admirable la maestría con la que se sugiere el movimiento en el sinuoso equilibrio de la figura. Pero no menos fascinante resulta el modo en que, a partir de los fragmentos descubiertos en 1863 en una isla del Egeo, los expertos lograron  recomponer la majestuosa estatua para exponerla en el Museo del Louvre.
El descubridor de la Victoria de Samotracia, Charles Champoiseau, nació en Tours en 1830. No era arqueólogo de profesión, sino miembro del cuerpo diplomático francés, aunque quizá su interés por la historia le vino de su padre, miembro fundador
de la Sociedad Arqueológica de Turena. Champoiseau ejerció como cónsul en varios países y ciudades (incluso en Bilbao, en 1874), pero principalmente en el Imperio otomano, lo que le hizo familiarizarse con la costa del mar Egeo y su ilustre pasado.
En 1862, Champoiseau era cónsul en Adrianópolis (Edirne), en el Imperio otomano. Como tantos otros jóvenes de su época, buscaba el favor de Napoleón III, de quien conocía su pasión por  las antigüedades, pues el emperador no paraba de engrosar las colecciones del Louvre con nuevas adquisiciones.

Santuario del Egeo

A mediados de 1862, Champoiseau se encontraba en Eno (la actual Enez), en la costa tracia de Grecia, desde donde se podía divisar fácilmente la silueta de la isla de Samotracia. El joven cónsul quedó encandilado por los relatos de los lugareños sobre las ruinas y los tesoros que le aguardaban a tan sólo unos cuantos kilómetros. Sin embargo, la isla era un lugar de infausto recuerdo: tras la masacre de sus residentes por parte de los turcos durante la guerra de la Independencia griega (1821-1832), estaba prácticamente abandonada. Champoiseau pensó que eso le favorecería, ya que así no tendría que solicitar un permiso oficial a las autoridades otomanas. Su primera estancia en la isla, de apenas dos días, no le decepcionó: en una carta dirigida al primer ministro francés, fechada el 15 de septiembre de 1862, Champoiseau explica ilusionado que «por todas partes hay centenares de columnas quebradas, fustes y capiteles de mármol». Champoiseau pide en la misma carta 2.000 francos, una importante suma para la época, ya que «no hay duda de que unas excavaciones serias llevarán al descubrimiento de objetos raros y de gran valor».

¡Señor, una mujer!

Champoiseau regresó a Samotracia en marzo de 1863 con un equipo de obreros griegos de Adrianópolis. Instalado en el ciclópeo recinto del santuario de los Grandes Dioses, Champoiseau procedió a excavar, identificando y clasificando mármoles e inscripciones antiguas. Al poco tiempo, los trabajadores descubrieron un hombro del más puro mármol blanco de Paros que asomaba en la falda de la colina. «¡Señor, hemos encontrado a una mujer!», gritaron tras desenterrar un busto. Unos pasos más allá, el propio Champoiseau descubrió el tronco de la estatua, de más de dos metros de altura, cubierto por un manto. Champoiseau acababa de exhumar una de las más extraordinarias obras de la Antigüedad clásica.
Junto a esta pieza se hallaron fragmentos de los faldones de un manto, así como de unas alas, lo que permitió a Champoiseau identificar la figura como una Niké. El 15 de abril de 1863 dirigió una carta al embajador francés en Estambul: «Hoy acabo de encontrar, en mis excavaciones, una estatua de la Victoria alada (o eso parece), de mármol y de proporciones colosales. Por desgracia, no tengo la cabeza ni los brazos, a menos que los encuentre en pedazos en la zona. El resto, la parte entre los pechos
y los pies, está casi intacto, y trabajado con una habilidad que no he visto superada en ninguna de las grandes piezas griegas que conozco».
Champoiseau embaló los fragmentos de la estatua y partió rumbo a Estambul. Desde allí, la Victoria inició un largo periplo por el Mediterráneo, pasando por el Pireo en Grecia, hasta el puerto de Tolón, en el sur de Francia. Tras un breve viaje en tren, la Victoria  llegó a París el 11 de mayo de 1864, más de un año después de su descubrimiento.

París, fin de trayecto

Una vez depositadas las piezas en el Louvre, comenzaron las labores de restauración. Para asegurar la estabilidad de la estatua se insertó una barra metálica entre el costado derecho y el zócalo. También se reconstruyó la pierna derecha, que era la más dañada. Sin embargo, no se pudieron colocar ni el busto ni el ala izquierda, que no podía colgarse en el vacío, a pesar de que el equipo de restauradores la había recompuesto casi en su totalidad. La estatua se expuso por primera vez en la sala de las Cariátides en 1866, y en 1870 se hizo una copia que  hoy en día se guarda en la galería de esculturas y reproducciones artísticas del palacio de Versalles.
En 1875, arqueólogos austríacos descubrieron grandes bloques de mármol gris de la cantera de Lartos, en la isla de Rodas, que, correctamente ensamblados, representaban la proa de un barco de guerra. Rápidamente asociaron estos bloques con algunas monedas helenísticas en las que la Victoria aparecía representada de pie sobre la proa de un navío. Sin duda esos bloques pertenecían a la base de la estatua. Cuando Champoiseau recibió la noticia, hizo las gestiones necesarias para trasladar los bloques de mármol a París. Incluso años después, en 1891, ya miembro consagrado del Instituto de Francia, Champoiseau regresó a Samotracia al mando de una expedición arqueológica con la esperanza de hallar las piezas que faltaban y la ansiada cabeza, que, sin embargo, nunca logró encontrar.
Entre 1880 y 1883 se decidió recrear el monumento al completo, siguiendo el modelo sugerido por un arqueólogo alemán que también había empezado a excavar en Samotracia: Alexander Conze, el descubridor del Altar de Pérgamo. Así, se reforzó la estatua con una estructura de metal y se reconstruyeron partes con diversos fragmentos de mármol y con yeso, como el ala derecha, que se reconstruyó con un molde inverso de la izquierda. El trabajo de restauración terminó en 1884.
La Victoria de Samotracia fue colocada en la escalera Daru, a la entrada del museo. Sólo abandonó este puesto de honor en 1939, al estallar la segunda guerra mundial, cuando fue trasladada fuera de París. Su retorno en 1945 fue un acontecimiento nacional, explotado como símbolo de la liberación de Francia.

La Victoria remozada

El interés de los especialistas por esta obra única se ha mantenido siempre vivo, pero no fue hasta 2013 cuando se puso en marcha una restauración completa del monumento. Ésta se realizó en una sala del museo a la que se trasladaron la estatua y los veintitrés bloques que componen la base. Tras un minucioso análisis, los expertos limpiaron la superficie de la escultura, retirando el recubrimiento que restauradores anteriores habían añadido para uniformar el tono. También se sustituyeron los antiguos rellenos en ranuras y grietas por otros de material más estable, y hasta se añadió una nueva pluma en el ala.
Tras volver al emplazamiento tradicional, la Victoria, que ahora descansa directamente sobre el navío –se ha retirado el pedestal de cemento colocado en 1934–, sigue siendo una diosa acéfala y manca, pero el refinamiento de sus alas desplegadas y el contraste entre los ropajes ceñidos al cuerpo y los que evolucionan libres han cobrado nueva nitidez, al igual que el ombligo y la curva del abdomen que han surgido como por encanto. Más que nunca vemos en ella, como decía Rilke, «una maravilla y todo un mundo: he aquí Grecia, el mar, la luz, el coraje y la victoria».
National Geographic
Félix Velasco - Blog