domingo, 28 de abril de 2013

Sophia Loren, John le Carré, Mortadelo

Hace sol, es primavera y la cuesta Moyano está espléndida. Transcurre uno de esos días azules y luminosos de Madrid, que son paisaje perfecto para las casetas con sus tenderetes afuera, los compradores que curiosean, los montones de libros viejos y de segunda mano esperando que alguien los rescate del olvido para devolverles la libertad y la vida. Camino despacio, con ojos atentos y cautela de cazador. Pese a que miro más que toco, tengo ya los dedos polvorientos de muchos libros, las gafas para leer de cerca siempre a mano, a fin de comprobar un autor, un título, una fecha de edición. De mi hombro izquierdo cuelga la mochila donde llevo el botín de la jornada: una primera edición de las Memorias de César González Ruano, el Epistolario de Luisa de Carvajal y Mendoza, un libro sobre Gracián y la novela de David Divine, publicada en la antigua colección policíaca de la editorial Plaza, en que se basó la película homónima La sirena y el delfín; aquella buena historia de arqueólogos buceadores en Grecia, con Alan Ladd y Clifton Webb, que a todos los niños varones de mi generación dejó estupefactos al ver salir del agua, en las primeras secuencias, a Sophia Loren con la blusa gloriosamente mojada. Lo de la estupefacción incluye, por cierto, a Javier Marías; que en materia de señoras de cine, e incluso sin cine de por medio, suele ser muy poco británico.
Contemplo con melancolía una de mis novelas, puesta allí a la venta. Es una quinta edición de La carta esférica, ajada por el uso; y verla me hace pensar, de nuevo, que una librería de viejo es, entre otras cosas interesantes, una buena cura de humildad para cualquiera. A alguien no le gustó tu libro, o una vez leído lo regaló a quien no llegó a apreciarlo como él; o tal vez las vueltas y revueltas de la vida, traslados, necesidades, fallecimientos, dieron con ese ejemplar, entre otros restos de naufragios, en el lugar donde ahora está. El precio es lo que más llama tu atención: seis euros, la tercera o cuarta parte de lo que cuesta en librerías. Junto a él hay otros -eso alivia un poco tu amor propio lastimado- todavía más baratos: tres euros, con oferta de dos por cinco euros. Y no son malos títulos. Con un vistazo rápido localizas cosas de John le Carré, una Regenta, el Gran Hotel de Vicky Baum, El Gatopardo y la estupenda novela náutico-aventurera El cazador de barcos. Echando cuentas, compruebas que por lo que cuestan un par de desayunos en una cafetería de Madrid, puedes irte de aquí con tres o cuatro buenos libros en el zurrón. O con más. Para que luego diga la peña que no lee porque los libros son caros. Que por eso prefiere babear ante la tele, pendiente del bañador de Falete.
Sin embargo, pese al día magnífico y los precios razonables, pocos frecuentan este lugar privilegiado. Por eso alegra la mañana que unos profesores de primaria -dos mujeres y un hombre, maestros que lo reconcilian a uno con la profesión más hermosa y útil del mundo- pastoreen por el lugar a una veintena de críos de seis o siete años. Van en doble fila, niños y niñas, cogidos de la mano. Supongo que vienen del Prado o el Reina Sofía, y que el autobús de vuelta al colegio aguarda junto a la verja del Retiro. Pero, en vez de pasar de largo calle arriba, los maestros se detienen a explicar a los niños qué lugar es éste, qué son libros de viejo, y cómo allí se pueden comprar obras muy baratas. Historias interesantes, apunta una maestra. Cosas que seguramente no encontraréis en casa ni en la tele.
Me quedo en las inmediaciones, atento a lo que dicen. La mayor parte de los pequeños cabroncetes miran distraídos a todos lados, se impacientan. Otros atienden muy serios. Acabada la explicación, los profesores conducen al grupo calle arriba, vigilando que no haya rezagados. La última caseta está especializada en historietas y cómics, y tiene expuestos álbumes de Tintín, de Astérix, de Mortadelo y Filemón. El grupo de niños se aleja con sus profes, pero dos de ellos se quedan atrás, atraídos por ese último puesto. Uno es rubio y otro mulato, o magrebí. Me paro junto a ellos, observándolos. Miran lo expuesto sin atreverse a tocarlo, pese a la sonrisa benévola del librero. En ese momento, al ver que se han quedado atrás, el maestro viene hacia ellos. Creo que va a reprenderlos, pero me equivoco. Se queda a poca distancia, paciente, sin meterles prisa. Tras un instante su mirada se encuentra con la mía y la del librero, y sonreímos los tres como intercambiando un signo masónico de solidaridad y esperanza. Y en ese momento, como si acabara de intuir lo que ocurre entre los tres adultos, el niño rubio pasa el brazo, en ademán de camaradería, sobre los hombros de su compañero.
Arturo Pérez-Reverte
Félix Velasco - Blog

miércoles, 24 de abril de 2013

DISCURSO DE JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD - Entrega Premio Cervantes


SÓLO ES VÁLIDA LA PALABRA PRONUNCIADA

Debo empezar reiterando lo más obvio: que el premio Cervantes me ha deparado la mayor satisfacción recibida en mi ya dilatado trayecto humano y literario.
Se trata por supuesto de un motivo de orgullo muy especial y de un honor que va a acompañarme cada día, como un estímulo inagotable, en este ya sobrepasado arrabal de senectud. Tengo que hacerme merecedor de este reconocimiento magnánimo -me he repetido muchas veces-, como convenciéndome de que debía esmerarme para que mi trabajo literario alcanzara una suficiente validez. Sólo así iba a poder equilibrarse lo mucho que recibo con lo poco que ofrezco.
Deseo que mi gratitud se reparta efusivamente entre cada uno de los miembros del jurado y entre quienes han hecho posible que yo esté hoy aquí, conmovido y abrumado, recibiendo el premio mayor de nuestras letras. Pienso en algunos poetas y novelistas que me han precedido en este trance -Antonio Gamoneda, José Emilio Pacheco, Juan Marsé, Ana María Matute, Juan Gelman-, que son también amigos queridos y autores predilectos, y pienso en otros compañeros fraternales -José Ángel Valente, Carlos Barral, Ángel González, Claudio Rodríguez, Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo- a quienes la muerte cercenó la posibilidad de recibir los honores que yo recibo ahora. “Falta la vida, asiste lo vivido”, dijo Quevedo en un soneto eminente. Y eso es lo que me repito mientras recurro a esta evocación justiciera. Y mientras procuro sobrellevar la turbadora experiencia de hablar en una cátedra de la que irradió el magisterio del humanismo español, y desde la que se instruyó a algunos de los grandes ingenios de los siglos de oro.
El premio Cervantes viene a activar un vínculo siempre latente con nuestro primer y universal novelista, a quien me tienta aplicar el mismo encomio que dedicó Rubén Darío a Verlaine: “padre y maestro mágico”. No se me oculta que hablar de la significación de este premio dispone de ciertos desvíos retóricos difícilmente evitables.
Pero prefiero, en este caso, la retórica a la mesura. He pensado mucho en las palabras que debía utilizar a este respecto. Y me he preguntado una y otra vez qué es lo que verdaderamente le debo a Cervantes, cuánto he aprendido de él para que, en virtud de este premio, se hayan asociado su ejemplo y mi devoción. Y sólo he encontrado respuestas deficientes.
Si las cuentas no me fallan, hace ahora justamente dos tercios de siglo que empecé a adiestrarme en el oficio de escritor, por lo que quizá merezca -eso sí- un premio a la constancia. Ya apenas si puedo evocar aquellas primeras sensaciones, tan remotas y difusas, de mi noviciado literario. Pero algo permanece imborrable: la certeza de que me hice escritor porque antes había leído a escritores que me abrieron una puerta, enriquecieron mi sensibilidad, me incitaron a usar la misma herramienta que ellos para interpretar la vida, para aprender a descifrarla. Sin esa enseñanza previa, nada habría sido lo mismo, claro. Tampoco yo estaría aquí ahora. Soy consciente de que mi biografía literaria depende tanto de los libros que he escrito como de los que he leído. Todos ellos constituyen como una especie de espejo múltiple donde me veo frecuentemente reflejado, y en todos ellos se alojan no pocos de mis descubrimientos de la vida precisamente porque también en esos libros descubrí otras vidas, experimenté la sensación de que algo había allí que me ofrecía la posibilidad de compartir un mundo ignorado y excitante.
Es posible que encontrara en aquellas lecturas algo parecido a una contrapartida, una compensación frente a la falta de asideros o los desconciertos de la edad. ¿Quién duda que leer es reconocernos en los otros, desentrañar lo que somos, recuperar lo que hemos vivido, incluso lo que no hemos vivido, resarciéndonos de nuestras propias carencias? Recuérdese que todos aquellos que se han valido de la opresión (desde los terrores inquisitoriales a los de cualquier censura dictatorial) para programar el mantenimiento de sus poderes, han coartado la libre circulación de las ideas. Los enemigos históricos de la libertad han recurrido desde siempre a una suprema barbarie: la hoguera. O quemaban herejes o quemaban libros. En las ficciones futuristas de un mundo amorfo, despersonalizado, regido por computadoras, la quema de libros representa algo más que un mandamiento atroz: es una metáfora de la esclavitud. Bien sabemos que destruir, prohibir ciertas lecturas ha supuesto siempre prohibir, destruir ciertas libertades. Quien no leía, tampoco almacenaba conocimientos. Y quien no almacenaba conocimientos era apto para la sumisión. De lo que fácilmente se deduce que conocimiento y libertad vienen a ser nutrientes complementarios de toda aspiración a ser más plenamente humanos.
Pienso que tal vez pueda permitirme una modesta jactancia en este sentido.
Quiero decir que esa alianza que el escritor mantiene con sus primeras lecturas, con las fuentes literarias de su historia personal, tiene en mi caso -o yo deseo que tenga- un preámbulo inolvidable. Estoy refiriéndome a la inmediata posguerra, cuando se cimentaba el infortunio histórico del franquismo y cundían por el país muy variadas formas de desolación. Siempre me he hecho una pregunta obstinada: ¿empezaba yo a indemnizarme con la lectura de lo que me negaba aquel tiempo desdichado, pretendía remediar con el placer de un libro los sinsabores y privaciones de la historia? No creo que fuera consciente de nada de eso, claro. Pero puedo aventurar algunas pistas. Tengo muy presente, por ejemplo, que en el colegio de los Marianistas de Jerez, cuando yo cursaba el cuarto o quinto curso de Bachillerato, tuve un profesor de literatura, culto y afectuoso, que me facilitó una especie de florilegio hecho por él de las más llamativas aventuras de don Quijote. Quizá tardara en empezar a leerlas, quizá no había superado todavía esa prevención ante lo que se supone árido o dificultoso, pero cuando lo hice libremente algo inesperado se filtró en mi capacidad receptiva. No fue ninguna lección prematura, fue simplemente una conmoción insospechada.
Aún puedo revivir las emociones que me transferían esas precisas andanzas de don Quijote. No conservo el recuerdo sino el sedimento del recuerdo, la constancia placentera de haber descubierto un mundo fascinante, de haber roto un sello, abierto una ventana por la que podía asomarme a una nueva experiencia de lector, es decir, auna nueva enseñanza de la vida. Quiero recordar que medio entendí entonces que un libro te habla, pero también te escucha, que el hecho de elegir un libro y compartir con él una misma aventura también supone un ejercicio de libertad. Tal vez pudo ser ese el punto de partida de mis iniciales tentativas literarias, tal vez se inició en aquel ya distante tramo biográfico una vaga atracción sensible por el cultivo de la poesía.
Aunque lo más seguro es que todo eso no sea sino una conjetura que me planteo al cabo del tiempo, cuando admitir su veracidad tiene ya mucho de licencia poética.
Entre las reflexiones que pone Cervantes en boca de don Quijote, destaca con singular notoriedad la defensa que hace de la poesía ante don Diego de Miranda, afirmando que “engloba todas las demás ciencias” (un juicio, por cierto, que vuelve a esgrimir el licenciado Vidriera –lo supe más tarde- con las mismas palabras. Por ahí empezaría yo a vislumbrar, me imagino, el sentido esencial de la poesía, esa germinación secreta que se propaga a lo largo de toda la prosa inmarchitable del Quijote. Como decía otro alcalaíno ilustre, Manuel Azaña, en esa prosa de poeta se estabiliza “la corriente maravillosa que Cervantes introduce en lo real para descomponerlo”. Cierto. Creo que ahí está expresada una de las más palmarias claves poéticas de la novela, ese paradigma creador que hizo las veces de anticipo fundacional de todas las posteriores literaturas. ¿Supe todo eso cuando compartí por primera vez las andanzas de don Quijote o no fue sino una intuición, un sentimiento anticipatorio que permaneció latente en mi conciencia hasta años después? Tampoco me importa mucho aclararlo. Me basta con la presunción de que algo así tuvo que ocurrir. Insisto en que, visto a una distancia ya tan excesiva, no tengo otra elección que creerme a mí mismo.
Cervantes fue casi siempre un hombre de mala ventura y un poeta por lo común desdeñado. Ni siquiera hace falta añadir que la rutina o la ligereza postergaron injustamente esa vertiente de la obra cervantina. Más de una vez se ha dicho que quien escribió el Quijote no podía ser sino un gran poeta. Estoy de acuerdo. En el Quijote, en los aparejos de su espléndida prosa, se decantan los alimentos primordiales de la poesía, esa emoción verbal, esas palabras que van más allá de sus propios límites expresivos y abren o entornan los pasadizos que conducen a la iluminación, a esas “profundas cavernas del sentido” a que se refería San Juan de la Cruz. No es ajena a la seducción que emana del Quijote ese concepto de la poesía entendida como una construcción verbal, como un acto de lenguaje que alumbra las “cavernas del sentido”. Abundan además en la obra de Cervantes referencias a su perseverante amor por la poesía. Y, en efecto, así lo atestiguó a lo largo de su incierta vida, sin que esos empeños merecieran otro futuro que el de quedar oscurecidos ante la poderosa luminaria del Quijote.
He pensado con frecuencia en esa parcela de la vida de Cervantes medio emborronada por la incertidumbre, los equívocos, las zonas de penumbra. No se olvide que Cervantes inicia la publicación del corpus fundamental de su obra cuando ya rondaba los 60 años, es decir, que es prácticamente en la última década de su vida cuando aparecen las dos partes del Quijote, las 12 Novelas ejemplares, el Viaje del Parnaso, las Ocho comedias y ocho entremeses y, al año de su muerte, el Persiles.
No deja de ser llamativo ese desequilibrio, ese reparto desigual de la obra a lo largo de la vida. ¿Por qué Cervantes escribió o –mejor dicho- por qué publicó tan poco en su juventud, incluso en su edad madura, y dio a conocer, culminó el ejemplo universal de su obra ya a las puertas de la vejez, de regreso de todas sus anteriores alianzas con la adversidad? No se trata ya de trabas editoriales o desarreglos viajeros, sino de evidencias cronológicas. Recuérdese lo que Cervantes confiesa con desgana en el prólogo a Ocho comedias y ocho entremeses: “tuve otras cosas en qué ocuparme, dejé la pluma y las comedias…” Son muchos los años de abandono literario a partir de la Galatea: casi dos décadas difusamente ocupadas en esos quehaceres irregulares que, en cierto modo, aportan a la vida de Cervantes una de sus más literales sugestiones. Ese largo silencio literario no es el silencio de quien ha elegido no hablar, sino de quien ha hecho del soliloquio un método de maduración previa de la palabra.
Es el mutismo del que lo observa todo para no olvidar nada.
Ya me corregirá el profesor Francisco Rico si me equivoco, pero esas andanzas medio enigmáticas de Cervantes, esas huidas imprevistas, tantas vaguedades, zozobras, cautiverios, vienen a trazar como la síntesis biográfica de un perdedor, de un hombre de azarosos lances, casi de un aventurero que, como don Quijote, fue acumulando Decepciones, fracasos, desdenes. Pero nunca, sin embargo, renunció a ir macerando en la memoria su más universal empeño creador: el que hizo de la libertad un fecundo condimento literario. Basta una simple ojeada al esplendor polifónico de su gran novela para entender que todo lo que tuvo de infortunada la vida de Cervantes, acabó encontrando una justiciera contrapartida en esa manifestación suprema de la propia libertad que es la palabra. “Libre nací y en libertad me fundo”, reza el último endecasílabo de un hermoso soneto de la Galatea. Una libertad que enarbola Cervantes como una lanza desempolvada -la del caballero de la Triste Figura- para protagonizar tantas y tan heroicas hazañas en defensa de los perseguidos, los oprimidos, los sojuzgados. Todos sabemos que abundan en el Quijote los episodios en que el andante caballero medita y actúa como un justiciero guardián de las libertades, como un emisario de la tolerancia, como un hombre decente -en suma- que procuró igualar con la vida el pensamiento. Decía Octavio Paz que “con Cervantes comienza la crítica de los absolutos: comienza la libertad”.
Me importa insistir fugazmente en ese prolongado alejamiento de las letras a que alude Cervantes como de pasada, pero que constituye un atractivo foco de deducciones. Siempre me ha conmovido, y ahora más, imaginarme al autor del Quijote navegando sin brújula entre los boatos de la Italia renacentista o los intramuros argelinos del cautiverio, por la corte encumbrada de Felipe II o la babilónica Sevilla de finales del XVI y principios del XVII. Asiduo a los garitos y corrales de comedias, al trato de pícaros y cómicos, un Miguel de Cervantes solitario y meditabundo, apenas conocido por nadie, iría trasegando desde la vida a la memoria algunos de los hechos y personajes que pasarían a figurar en muchas de sus historias. La experiencia del escritor que no escribe, que malvive de oficios indeseados, comparece aquí como una contradicción in terminis. Más que la imagen del vencido por la vida, lo que ese Cervantes acaba sugiriendo es la del vencedor literario de todas las batallas por la libertad. Siempre nos ha dado respuestas el autor del Quijote, incluso antes de escribirlo. Y luego, en el mismo momento en que Cervantes saca de su casa a Alonso Quijano, Alonso Quijano otorga a Cervantes una nueva coyuntura para recorrer los caminos irrestrictos de la libertad.
Y no deseo finalizar este recuento de emociones sin hacer una mención fugaz a mis débitos personales con la poesía, ese engranaje de vida y pensamiento que tanto amó Cervantes y que tan exiguas recompensas le proporcionó. La poesía también tiene algo de indemnización supletoria de una pérdida. Lo que se pierde evoca en sentido lato lo que la poesía pretende recuperar, esos innumerables extravíos de la memoria que la poesía reordena y nos devuelve enaltecidos, como para que así podamos defendernos de las averías de la historia. Afirmaba Pavese que la poesía es una forma de defensa contra las ofensas de la vida y ese es para mí un veredicto inapelable. Siempre hay que defenderse con la palabra de quienes pretenden quitárnosla. Siempre hay que esgrimir esa palabra contra los desahucios de la razón.
Más de una vez he comentado que mi palabra escrita reproduce obviamente mis ideas estéticas, pero también mi pensamiento moral, mis litigios personales, mi manera de buscar una salida al laberinto de la historia. El prodigio instrumental del idioma me ha servido para objetivar mi noción del mundo, y he procurado siempre que esa poética noción del mundo se corresponda con mi más irrevocable ideario. Como suele decirse, en mi poesía está implícito todo lo que pienso, y hasta lo que todavía no pienso, que ya es meritorio. Cada vez estoy más seguro que la poesía en la que creo, esa que ocupa más espacio que el texto propiamente dicho, me retrata y me justifica.
Incluso podría añadir que me ha enseñado todo lo que sé sobre mí mismo a medida que he ido valiéndome de ella para elegir mis propios diagnósticos sobre la realidad.
Creo honestamente en la capacidad paliativa de la poesía, en su potencia consoladora frente a los trastornos y desánimos que pueda depararnos la historia. En un mundo como el que hoy padecemos, asediado de tribulaciones y menosprecios a los derechos humanos, en un mundo como éste, de tan deficitaria probidad, hay que reivindicar los nobles aparejos de la inteligencia, los métodos humanísticos de la razón, de los que esta Universidad -por cierto- fue foco prominente. Quizá se trate de una utopía, pero la utopía también es una esperanza consecutivamente aplazada, de modo que habrá que confiar en que esa esperanza también se nutra de las generosas fuentes de la inteligencia. Leer un libro, escuchar una sinfonía, contemplar un cuadro, son vehículos simples y fecundos para la salvaguardia de todo lo que impide nuestro acceso a la libertad y la felicidad. Tal vez se logre así que el pensamiento crítico prevalezca sobre todo lo que tiende a neutralizarlo. Tal vez una sociedad decepcionada, perpleja, zaherida por una renuente crisis de valores, tienda así a convertirse en una sociedad ennoblecida por su propio esfuerzo regenerador. Quiero creer -con la debida temeridad- que el arte también dispone de ese poder terapéutico y que los utensilios de la poesía son capaces de contribuir a la rehabilitación de un edificio social menoscabado. Si es cierto, como opinaba Aristóteles, que la “la historia cuenta lo que sucedió y la poesía lo que debía suceder”, habrá que aceptar que la poesía puede efectivamente corregir las erratas de la historia y que esa credulidad nos inmuniza contra la decepción. Que así sea.
José Manuel Caballero Bonald
Félix Velasco - Blog

Piensa por tu cuenta

Buena parte de nuestras ideas y opiniones están condicionadas o provocadas por el entorno.
No es que sea malo; así aprendemos. Pero tampoco podemos creernos todo, absolutamente todo, sin hacernos preguntas. Porque eso nos convertiría en marionetas, en zombies vagos y descerebrados fáciles de manejar.
Observa, analiza, evalúa… Piensa lo que quieras, pero hazlo por ti mismo. Lee, escucha, observa y reflexiona. Son muchos los prejuicios que tratan de "implantarte", conclusiones de "otros" que la gente se cree sin haber comprobado si tenían algo de cierto.
Deja espacio en tu cerebro para pensar por tu cuenta.
Félix Velasco - Blog

lunes, 22 de abril de 2013

La Vía Láctea

El nombre de Vía Láctea se debe a que los griegos pensaban que las estrellas eran gotas de leche derramadas de la madre de Hércules.
Se cuenta que el dios griego Zeus, que era infiel a su esposa, tuvo un hijo llamado Heracles (Hércules, para los romanos) de su unión con Alcmena. Al enterarse, Hera hizo que Alcmena llevara en el vientre a Heracles por 10 meses, y trató de deshacerse de éste mandando dos serpientes para que mataran al bebé cuando tenía ocho meses. Sin embargo, Heracles pudo librarse fácilmente de ellas estrangulándolas con sus pequeñas manos. Heracles resultó ser el favorito de Zeus. Sin embargo, el Oráculo decía que Heracles sólo sería un héroe, puesto que era mortal. Para ser un dios inmortal debía de demostrar una valentía digna de un Dios.
Una vez que llega el mito hasta este punto, hay dos versiones distintas.
Una de ellas dice que Hermes, el mensajero de los dioses, puso a Heracles en el pecho de Hera, mientras ella dormía, para que mamara la leche divina pero, al despertar y darse cuenta, lo separó bruscamente y se derramó la leche, formando la Vía Láctea.
Otra dice que Atenea, la diosa de la sabiduría, convenció a Hera de que Heracles mamara de ella, ya que era un niño muy lindo, pero resulta que Heracles succionó la leche con tal violencia, que lastimó a Hera, haciéndola derramar la leche por el cielo.
Félix Velasco - Blog

sábado, 20 de abril de 2013

Se puede ser decente


Se puede ser decente en una sociedad indecente y corrupta,... a pesar de que algunas personas sólo quieran ver arder el mundo para satisfacer el odio, rencor y ponzoña que llevan dentro. En ocasiones heredada, en ocasiones engendrada por ellos mismos.
La mediocridad emocional sigue creyendo que el fin justifica los medios, y disfrazados de "buenistas justicieros" no son más que otra de las caras del mal.
El mal sólo se combate con el Bien, la Justicia y la Libertad, no con la ley del más fuerte, del que la tergiversa mejor o del que manipula conciencias y hace que nos enfrentemos entre nosotros. Si disculpamos el mal que hacen los "buenos", nos convertimos en cómplices de sus delitos.
Félix Velasco - Blog

sábado, 13 de abril de 2013

Españoleá

Camilo José Cela pensó sobre el qué y el porqué de lo español y aseguró que su esencia está formada por los siguientes elementos: A) la envidia, esa «íntima gangrena del alma española», que decía Unamuno; B) la desobediencia, porque la postura «a la contra» le da marcha al españolito, pese a que también lo castra hasta el punto de volverlo impotente para intentar ejecutar las trascendencias que piensa. Y, aunque ir a la contra le parecía a Cela una virtud vivificante, advertía que los espíritus superiores, históricamente apartados del poder, enseguida eran descalificados políticamente por los envidiosos, o sea, por la mayoría, con lo cual acababan neutralizados. En los espíritus menos brillantes, ser desobedientes e ir a la contra terminaba siendo, sencillamente, una rémora. C) los españoles desaprovechan las coyunturas que se les ofrecen para el entendimiento. Cela creía que la llamada por los historiadores «coyuntura histórica» que suele propiciar paz civil, un espacio para la convivencia y cierta unanimidad política, eso tan civilizado y conveniente de ponerse de acuerdo porque así vienen dadas, eso... es algo que los españoles no aprovechan aunque les pongan la oportunidad a huevo. Por lo general, ni siquiera se enteran de que la ocasión ha surgido. Y se quedan tan panchos dejándola pasar, sin inmutarse, porque a los españoles no les gusta entenderse entre ellos. D) un «desmelenado y heroico rigor religioso», operante en positivo y en negativo; lo que viene a ser clericalismo y anti-clericalismo de toda la vida. Y como resumen: E) España es un país esencialmente dividido porque la envidia, la desobediencia y la discordia marcan al español y a lo español. No vale sorprenderse, pues, del «cáncer disociativo, la mesiánica demencia, el epiléptico cariz de sus reacciones políticas y la parálisis de la estructura social» (sic). (¡Clarividente, añorado Cela!).
Ángela Vallvey
Félix Velasco - Blog

jueves, 11 de abril de 2013

Glosas Emilianenses

Codice Emiliano
El primer texto encontrado hasta el día de hoy en lengua castellana son las Glosas Emilianenses, escritas entre el siglo X y XI. Su nombre se debe a que fueron compuestas en el Monasterio de San Millán de la Cogolla (Millán procede del latín Aemilianus).
En el texto aparecen anotaciones realizadas en lengua romance e incluso gallego de un texto en latín para facilitar su comprensión. Éstas las situaban entre lineas para aclarar el significado de algunas palabras latinas al pueblo, que cada vez utilizaba con más fuerza el dialecto de la zona en detrimento del latín.
Las glosas fueron encontradas en los monasterios de San Millán de la Cogolla y de Silos, por la zona de la Rioja y Burgos. Después de éste pequeño indicio de lengua castellana, se conoce que el primer texto literario fue el Cantar del Mío Cid, cuyo autor sigue sin estar claro.
Félix Velasco - Blog

lunes, 1 de abril de 2013

Acoso a la libertad


Vivimos tiempos en que los pseudodemócratas se llenan la boca diciendo que respetan las ideas contrarias, y al mismo tiempo despellejan sus portadores a base de insultos, mentiras, difamaciones, calumnias, acosos, presiones físicas y psicológicas, incluso amenazando a familiares y amigos. Eso es una cobardía que sobrepasa los límites de la tolerancia. No son formas.
Lo que hay que respetar es a las personas, aunque sus ideas sean contrarias a las nuestras. Las personas están siempre por encima de ideas e ideologías partidistas. Triste es que el populismo y el victimismo aun no lo tengan claro y azucen los instintos más primarios de la masa para sus propios fines políticos, disfrazados de buenistas hipócritas, al margen de toda legalidad que no supieron ganar en las urnas. Sólo necesitan localizar una injusticia, real o ficticia (eso es lo de menos) y señalar con el dedo a alguien, culpable o no (eso tampoco importa).
El pueblo está muy cansado de sufrir y es fácil manipularlo y convertirlo en "carne de cañón", esperando que ocurra "algo" para seguir agitando la masa y autojustificar su violencia.
Pero a las ideas... sin piedad. Hay que enfrentarlas, discutirlas, defenderlas o atacarlas, hasta que salgan chispas si es necesario, razonándolas, argumentándolas y apasionando al exponerlas. No hay problema. Así algunas se fortalecen y otras perecen por falta de apoyo, fuerza y legitimidad.
La Historia está llena de ejemplos que nos dicen que cuando las ideas dejan de luchar entre sí, son las personas las que pelean, dejando un reguero de muerte, odio y deseo de venganza.
Félix Velasco