miércoles, 29 de diciembre de 2010

domingo, 26 de diciembre de 2010

La marioneta

Si por un instante Dios se olvidara
de que soy una marioneta de trapo
y me regalara un trozo de vida,
posiblemente no diría todo lo que pienso,
pero en definitiva pensaría todo lo que digo.
Daría valor a las cosas, no por lo que valen,
sino por lo que significan.
Dormiría poco, soñaría más,
entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos,
perdemos sesenta segundos de luz.
Andaría cuando los demás se detienen,
Despertaría cuando los demás duermen.
Escucharía cuando los demás hablan,
y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate.
Si Dios me obsequiara un trozo de vida,
Vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol,
dejando descubierto, no solamente mi cuerpo sino mi alma.
Dios mío, si yo tuviera un corazón,
escribiría mi odio sobre hielo,
y esperaría a que saliera el sol.
Pintaría con un sueño de Van Gogh
sobre las estrellas un poema de Benedetti,
y una canción de Serrat sería la serenata
que les ofrecería a la luna.
Regaría con lágrimas las rosas,
para sentir el dolor de sus espinas,
y el encarnado beso de sus pétalo...
Dios mío, si yo tuviera un trozo de vida...
No dejaría pasar un solo día
sin decirle a la gente que quiero, que la quiero.
Convencería a cada mujer u hombre de que son mis favoritos
y viviría enamorado del amor.
A los hombres les probaría cuán equivocados están,
al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen,
sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse.
A un niño le daría alas,
pero le dejaría que él solo aprendiese a volar.
A los viejos les enseñaría que la muerte
no llega con la vejez sino con el olvido.
Tantas cosas he aprendido de ustedes, los hombres
He aprendido que todo el mundo quiere vivir
en la cima de la montaña,
Sin saber que la verdadera felicidad está
en la forma de subir la escarpada.
He aprendido que cuando un recién nacido
aprieta con su pequeño puño,
por vez primera, el dedo de su padre,
lo tiene atrapado por siempre.
He aprendido que un hombre
sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo,
cuando ha de ayudarle a levantarse.
Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes,
pero realmente de mucho no habrán de servir,
porque cuando me guarden dentro de esa maleta,
infelizmente me estaré muriendo.
Gabriel García Marquez
Félix Velasco - Blog

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Que se diviertan con su dinero, no con el nuestro


Unas semanas atrás, la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Andalucía editó una guía para evitar el «androcentrismo» («tontocentrismo», según García Barbeito) mediante la cual se nos insta a los ciudadanos a adoptar una nueva costumbre en comunicaciones verbales y escritas que eviten el sexismo del habla cotidiana. He dejado pasar unos días por si mi interpretación era incorrecta y alguien de dicha Consejería comparecía en público para asegurar que había sido una precipitación o una broma y que, en el fondo, no querían decir en serio lo que decían. Pero no ha sido así, y los tres siesos que aparecieron para presentar esa basura pedagógica con ansias intervencionistas, por lo visto, hablaban en serio. La Junta de Andalucía considera que somos poco menos que machistas indecorosos por utilizar la expresión «futbolistas» para referirnos a los jugadores de fútbol: en el nuevo lenguaje políticamente correcto debe decirse «quienes juegan al fútbol» («¡ya están en el terreno de juego quienes juegan al fútbol!»). Por igual con un «actor», que debemos pasar a llamar «persona que actúa» («¡felicidades a Menganito, Oscar de Hollywood al mejor de quienes actúan!»). «Persona sin trabajo» por «parado» y «el señor Páez estuvo muy brillante en su intervención y su acompañante, la señora Martínez, realizó aportaciones muy inteligentes» por «el señor Páez estuvo muy brillante en su intervención y la señora Martínez iba muy elegante» (aunque no realizara aportaciones interesantes y sí fuera elegante). Coincidió la presentación de esta gilipollez con unas jornadas patrocinadas también por la Junta en las que juntaron el feminismo y el ecologismo en una resultante denominada «ecofeminismo» que viene a ser, según un consejero del Gobierno andaluz, «una mirada de género en el Medio Ambiente relacionada con la sostenibilidad y la igualdad, porque la desigualdad también es insostenible». Por lo visto, ecologismo y feminismo «comparten partida de nacimiento» y, como aseguró una de las sesudas y narcotizantes intervinientes, «la lectura feminista del paradigma de desarrollo humano sustentable permite considerar un acuerdo básico con sus planteamientos, principios y objetivos y la necesidad de incorporar a su epistemología, la perspectiva sintetizadora, integral y compleja: género-clase-edad-raza-etnia, capacidad, así como de condición legal, situación pacífica o de conflicto, zona devastada o próspera, cultura y mundo». Y pensar que yo me perdí esas jornadas. Por nada del mundo me lo perdono. 
Ante un panorama de un millón largo de parados -o de personasque buscan empleo-, cuando está en juego el porvenir de nuestros hijos -de nuestra infancia, como hay que decir-, los señoritos de la cosa pública andaluza se permiten comparecer en público para presentar ocurrencias descerebradas nacidas de su indominable deseo de decirnos a los demás cómo tenemos que hablar, cómo tenemos que pensar o cómo tenemos que escribir en los medios de comunicación. A nadie se le ocurre que, estando el horno como está, lo que la población espera no es que salgan tres palurdos a pretender cambiarnos las costumbres y a querer convertirnos en seres artificialmente correctos según su pauta, sino que comparezcan hombres o mujeres que, al menos, no parezcan mediocres con pretensiones y que ofrezcan soluciones a los andaluces para salir del atasco permanente en el que nos encontramos. Y que si quieren entretenerse con experimentos de ingeniería social, que lo hagan con su dinero, como bien dice Paco Robles, el genial articulista de ABC y comentarista de Onda Cero, no con el nuestro. Que nos cuesta mucho más que a ellos ganarlo. Si todo este carretón de cargos públicos (que son, en realidad, cargas públicas) desconectados de la realidad, sectarios, ausentes, derrochadores, quieren entretenerse con estupideces, que se lo paguen de su bolsillo y se pasen el día en seminarios (o «feminarios») ensimismados con sus paridas, pero que a los demás no nos tomen por objeto de manipulación biopolítica. 
El buen andaluz, según esta prole de necios (y necias), será, a partir de ahora, el que ralentice su conversación para adecuar su lenguaje a un nuevo código de corrección sexista nacido de las ocurrencias de algún pedagogo desocupado. Lo que nos faltaba, con la que está cayendo.
Carlos Herrera
Félix Velasco - Blog

Porque tengo derecho y porque lo valgo

Con lo insufrible que se ha vuelto la tele, yo cada vez pongo menos atención a los programas y más a los anuncios. Es algo que me ha divertido desde niña, cuando hacía concursos con mis hermanos para ver quién acertaba antes lo que anunciaba cada spot. Ahora, en cambio, los utilizo para tomar el pulso a lo que me rodea porque los considero termómetro ideal de lo que la gente piensa, también de lo que le gustaría alcanzar. Últimamente, me he fijado en uno de gafas cuyo claim dice algo así como: «Te damos dos gafas por el precio de una. Porque te lo mereces y porque tienes derecho». Como ven, el mensaje conecta con esa idea ahora tan extendida de que uno tiene «derecho» a todo. Y basta seguir viendo la tele para darse cuenta de lo arraigada que está dicha idea y cómo se manifiesta en las situaciones más variopintas. Por ejemplo, los miembros de esa ONG catalana que fueron rescatados hace unos meses (previo pago de un pastoncio) anunciaron que pronto volverán a formar otra caravana para seguir con su ayuda solidaria a África de las mismas características de la que los llevó a estar secuestrados durante meses. Y de nada ha servido que las autoridades les dijeran que, si en efecto quieren ayudar, utilicen los canales oficiales de cooperación internacional que ya existen y que son seguros. No, ni hablar, porque lo que mola es vestirse de Coronel Tapioca y atravesar el desierto a lo Tintín en el país del oro negro (a lo Hernández y Fernández para ser más exactos). «Estoy en mi derecho -dicen-. Y si me cogen -habría que añadir-, ya vendrá papá Estado a salvarme y pagar el pastizal que haga falta.» Ya que hablo de aventuras de riesgo, siempre me han llamado la atención también los «derechos» de los que les da por meterse en una cueva imposible o escalar un pico escarpado y luego no saben cómo salir ni cómo bajar. Y conste que no me refiero a espeleólogos y montañistas federados que saben lo que hacen, sino a cualquier lechuguino que se le antoje triscar por los montes o tirarse por un torrente porque está en «su derecho». Es una pena que yo tenga tan mala memoria para las cifras, porque el otro día vi (una vez más en la tele) lo que le cuesta a la Guardia Civil mantener cierta brigada especial que se ocupa, únicamente, de rescatar a todos estos émulos de Indiana Jones. Lo que le cuesta no sólo en dinero -habría que añadir-, sino en algo que nadie parece valorar: el riesgo que corren los agentes al rescatar al panoli de turno que se ha quedado atascado en una gruta o colgado en el pico de un monte. Sí, en este mundo feliz que hemos inventado, todos tenemos derechos, pero nadie parece tener deberes. Y eso está muy bien mientras se trate de casos como los que acabo de señalar, puesto que el papanatismo general acepta (¡e incluso aplaude!) que se vaya al rescate de este tipo de gente. Lo malo, a mi modo de ver, es que esa idea de «tengo derecho» juega en contra de otra azarosa búsqueda en la que todos andamos embarcados: la de la felicidad. Porque otra tonta idea muy extendida es que todos tenemos «derecho» a ser felices, como si eso fuera una prebenda más. Cuando, en realidad, quien piensa que tiene derecho a ser feliz está comprando todas las papeletas para no serlo porque ni siquiera conoce los rudimentos de dicha búsqueda. Ignora algo tan elemental como que la felicidad no está en la meta, sino en el camino. Ignora también que, por propia definición, la felicidad es fugaz y que, si uno quiere estar contento, es preferible buscar la serenidad o la paz interior. E ignora, por fin, que el mejor antídoto contra la frustración es no creerse con derecho a nada porque sólo así conocerá la incomparable felicidad de lograr aquello que desea y por lo que tanto ha trabajado.
Carmen Posadas
Félix Velasco - Blog

jueves, 16 de diciembre de 2010

El espacio y la vida

Un pequeño asteroide fue detectado en el espacio antes de impactar contra la Tierra el 7 de octubre de 2008. Los científicos encontraron los restos de la roca en el desierto de Nubia, en el norte de Sudán. Las muestras, llamadas «Almahata Sitta» o «Estación Seis», por la parada de tren cercana a donde aparecieron, fueron recuperadas para su análisis en un estudio financiado por la NASA, pero los investigadores no sospechaban entonces lo que ahora han descubierto en ese pedazo de material inerte. Simplemente, porque la idea era «imposible». Al contrario de lo que se podía esperar, el meteorito contiene 19 tipos diferentes de aminoácidos, un elemento fundamental para la aparición de la vida tal y como la conocemos. El hallazgo, que ha sido publicado en la revista Meteoritics and Planetary Science, refuerza la idea de que la vida pudo llegar a la Tierra desde el espacio en un lluvia de meteoritos hace millones de años y fortalece la esperanza de que podamos encontrar un lugar donde no todo esté muerto más allá de la atmósfera terrestre.
Cuando Peter Jenniskens, del Istituto SETI para la búsqueda de vida extraterrestre (Mountain View) propuso a la NASA la búsqueda de aminoácidos en los restos ricos en carbono de este asteroide, denominado 2008 TC3, las expectativas de éxito eran prácticamente nulas. El meteorito se formó tras la violenta colisión de dos asteroides, por lo que era lógico pensar que el choque había destruido cualquier posibilidad de hallarlos. «El choque calentó la roca a más de 2.000 grados Fahrenheit, lo suficiente para que todas las moléculas complejas como los aminoácidos fueran destruidas. Sin embargo, las encontramos», afirma Daniel Glavin, del centro espacial Goddard de la NASA.
Se confirma que no provenían de una contaminación en la Tierra, ya que la forma en la que fueron creados es completamente diferente a cómo se organiza la vida en nuestro planeta. Tiene sus propias reglas. Lo que no está tan claro es cómo y cuándo se formaron. Es difícil pensar que llegaron de uno de los asteroides que colisionaron, por las altas condiciones de energía asociadas al impacto, así que los científicos creen que quizás exista un método alternativo para crear aminoácidos en el espacio, que implica las reacciones de gases cuando un asteroide muy caliente se enfría.
Los aminoácidos se utilizan para fabricar proteínas, la «bestia de carga» molecular de la vida, que se utiliza para todo, desde estructuras como el pelo a las enzimas. Como las letras del alfabeto se disponen en combinaciones ilimitadas para hacer palabras, la vida utiliza 20 aminoácidos diferentes para construir millones de proteínas distintas. No es la primera vez que algo semejante ha aparecido en un meteorito. Anteriormente, científicos del centro Goddard de Astrobiología habían encontrado aminoácidos en las muestras del cometa Wild-2 y en varios meteoritos ricos en carbono.
ABC
Félix Velasco - Blog

lunes, 13 de diciembre de 2010

Villancico - El Tamborilero - Raphael


Félix Velasco - Blog

El mensaka del semáforo

La moto está parada en el semáforo de un paso de peatones, conun pavo encima: un mensajero con el rótulo fosforito de su empresa en la espalda. Detengo el coche en su aleta de babor y miro la máquina. Pese a la caja portaequipajes del asiento trasero, me recuerda la hermosa moto italiana que tuve hace treinta y tantos años largos, a esa edad en que te crees invulnerable; cuando eres joven, inconsciente y capaz de salir de viaje nocturno cayendo lluvia a mantas, atravesando a ciegas pantallas de agua pulverizada de camiones por carreteras de doble dirección, y crees que estamparte contra un coche o un árbol, a 160 kilómetros por hora, es algo que sólo puede pasarle a otros, y nunca a ti. El caso, como digo, es que estoy mirando la moto y al usuario con una punzada de nostalgia. Bajo el casco y el barbur, el mensaka parece motero veterano, treintañero largo. Está tranquilo y a lo suyo, abiertas las piernas, las botas militares apoyadas en el suelo, pendiente de que el semáforo pase a verde. Pensando en sus cosas, supongo. En que va retrasado en las entregas, o a quién votar en las municipales. Cualquiera sabe. Y en ese momento, despistado al volante, frenando en el último instante porque no se había fijado en el semáforo, llega el pringao. 
No hay golpe fuerte. Sólo el chirrido del frenazo sobre el asfalto. Riiiias. Miro a mi derecha y veo que un coche, deteniéndose casi de milagro en el último momento, golpea ligeramente la moto por atrás. Apenas un toque en el neumático de la rueda trasera. Cloc. Lo justo para que, sin hacerle desperfectos visibles, la moto salga despedida tres o cuatro metros adelante, con el motero pateando a un lado y a otro en desesperado esfuerzo por mantener el equilibrio. Y lo consigue, el tío. Logra estabilizarse un trecho más allá, pasadas las marcas de pintura del paso de peatones, y desde allí se vuelve para comprobar qué diablos ha ocurrido. Entonces ve el coche detenido donde antes se encontraba él, y al conductor que, petrificado, las manos agarrotadas en el volante y expresión estupefacta, lo mira reponiéndose del susto. Acojonado. 
Entonces asisto a una escena memorable. Con una sangre fríaenvidiable, tras quedarse unos instantes mirando hacia atrás como si no diera crédito a lo ocurrido, el mensaka se baja de la moto, la pone sobre la pata de cabra, echa un vistazo comprobando que no hay daños de importancia, y luego se acerca despacio al automóvil, tomándose su tiempo. Es un tipo de aspecto rudo, vigoroso y con aparente buena salud. El casco negro, del que sólo ha levantado la visera, refuerza su aspecto amenazador. Y huelga señalar que, para entonces, los conductores de los tres o cuatro coches que estamos cerca seguimos el asunto con atención no exenta de morbo, haciendo cábalas sobre si el primer guantazo se lo va a dar el mensaka al conductor con la derecha o con la izquierda, o si se limitará a enumerarle a gritos la relación completa de sus muertos más conspicuos y frescos. El del coche debe de andar en cálculos parecidos, pues permanece atrincherado tras el volante, igual de blanco que una hoja de papel marca El Galgo. Y en ésas ocurre la cosa. 
Siempre despacio, sin alterarse, el mensaka ha llegado a la altura del conductor y se inclina a mirarlo. Éste es más bien de perfil tiñalpa, con poca chicha. Salta a la vista que no sabe qué hacer ni decir, y que teme le pongan la cara como un mapa de carreteras. Entonces, cuando el motero tiene ya apoyada una mano en el abridor de la puerta, lo veo inclinarse un poco más, mirando hacia el asiento de atrás del vehículo. Sigo la dirección de su mirada y descubro a dos enanos de ocho o diez años, niña y niño, sentados allí, con sus cinturones de seguridad puestos. En ese momento, el mensaka hace una de esas cosas que a veces, hasta en los momentos más negros de la vida, puede reconciliarte con el ser humano. Se queda inmóvil un instante, como pensándoselo, la mano aún puesta en la puerta del coche. Luego se yergue despacio, mira al conductor y le suelta esta frase inmortal: «Un día te vas a matar, gamberro». 
Y eso es todo. Después, sin esperar respuesta -el otro siguesentado, sin arrestos siquiera para balbucir una excusa-, el mensaka se dirige a la moto tan tranquilo como vino, echa un último vistazo para confirmar que no hay desperfectos, sube a ella, la pone en marcha y se va. Yo meto la primera y arranco a mi vez, pues suenan detrás bocinas impacientes de coches, y veo al motero perderse en el tráfico, a la entrada de un túnel. Entonces caigo en la cuenta de que ni siquiera he podido verle la cara. Y pienso que es una lástima. Me gustaría reconocerlo en cualquier calle, con la moto parada. Aparcar cerca, señalar el bar más próximo e invitarlo a una caña.
Arturo Pérez-Reverte
Félix Velasco - Blog

Se armó el belén

Así que llega la fiesta de la Inmaculada, mi madre monta sobre una cómoda de la casa el belén, para que mi hija Jimena lo encuentre ya instalado, cuando vuelve a Zamora por Navidad. Las figuras del belén de mi casa son muy menesterosas y longevas, de un material plástico que ha ido perdiendo los colores con el paso de los años; muchas de ellas las ofrecían como obsequio con la compra del detergente, allá en mi infancia remota. Todavía me recuerdo tembloroso y expectante, mientras hundía la mano en aquellos tambores de cartón que contenían una nieve química y azuleante, para rescatar el envoltorio de plástico que contenía un pastorcillo con zurrón y cayado, una Virgen ruborosa y campesina, un angelote andrógino y como ausente; luego, una vez vacíos, forrábamos aquellos tambores de detergente con papel de regalo y los reutilizábamos como recipientes de mis juguetes: los indios y vaqueros en perpetuo asalto y defensa de un fuerte militar; las piezas del Nopper, que era un juego de construcción rudimentario y amenísimo al que dediqué mis desvelos de ingeniero alevín; los clicks de Famobil, que con el trasiego se iban quedando cojos y mancos, como un ejército de risueños tullidos. Cuando contemplo el belén que cada año monta mi madre, toda la infancia se me viene encima de repente, como una ola de mar; y su sabor, impetuoso y salobre, tiene el regusto de una lágrima. 
Recuerdo aquellas vísperas de Navidad, estremecidas por un calambre de inminencias, mientras montábamos el belén en casa, aturdidos por la música zumbona de una cinta de villancicos, que mi hermana dio en poner una y otra vez en el magnetofón que mis padres habían comprado en Ceuta (la misma cinta que, tantos años después, sigue perfumando nuestras cenas navideñas). Entonces solíamos disponer el belén en una mesa plegable, que durante el verano utilizábamos en nuestras excursiones domingueras, para jugar a las cartas. Sobre aquella mesa plegable esparcíamos el musgo artificial, que tenía algo de estropajo ful y despeluchado; y en su centro colocábamos un espejuelo con el azogue roñoso que hacía las veces de lago, cruzado por un puente que para mí tenía la prestancia del puente sobre el río Kwai y merodeado por patos un tanto remolones que eran los únicos que parecían ajenos al nacimiento del Niño Dios. En una esquina del belén, encaramado sobre una loma (que era en realidad la hucha que la caja de ahorros local regalaba a sus clientes, para fomentar el ahorro infantil, convenientemente tapizada de musgo), situábamos el palacio del pérfido Herodes, escoltado por un par de palmeras que lo sobrepujaban en altura y con su real inquilino a la puerta, en actitud hierática y comeniños, contemplando con despecho la comitiva de Melchor, Gaspar y Baltasar, jinetes en sus respectivos camellos (o dromedarios, nunca me ha aclarado con el cómputo de las jorobas) sobre un camino de arena que serpenteaba entre el musgo. La arena del camino, que habíamos tomado de algún parque vecino, exhalaba un tufillo como de humedad cautiva; y los tres Reyes Magos, con sus respectivos camellos (o dromedarios), eran cabezones y bonancibles, un poco desmedrados, con el culo sorbido que encajaba a la perfección en las jorobas de los camellos (o dromedarios) y la mirada clavada en la estrella o cometa que pendía del techo del portal, con la cola un tanto ajada o necesitada de un baño de purpurina. Las figuras del portal, en cambio, miraban todas al Niño recién nacido, con un embeleso absorto del que también participaban el buey y la mula, que eran de lejos las figuras más devotas del belén; y a las que yo gustaba de colocar sobre un lecho de paja cogida directamente de las pacas que había en las eras de los pueblos. Los pastores, con sus rebaños (más bien exiguos) de ovejas y cabras, también se dirigían a la carrera al portal, ajenos al escrutinio engreído de Herodes; y sobre todos, reyes y plebeyos, caía una nieve de harina, como un rebozo de blancura, que era el último condimento de aquel belén menesteroso. 
¡Y cómo disfrutaba montándolo! Mientras espolvoreaba de harinalas figuras, mientras las disponía sobre el puente y el lago y el camino de arena, con cuidado de no golpear con el codo el castillo del pérfido Herodes, no me hubiese cambiado por el arquitecto de las siete maravillas del mundo. Y tampoco hoy me cambiaría, ahora que sé que no existen más maravillas en el mundo que las que uno añora; de modo que pediré a mi madre que este año espere mi regreso para montar el belén y rescatar así la infancia abolida, con su sabor salobre de ola o de lágrima.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog

viernes, 10 de diciembre de 2010

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Discurso del ganador del Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa

Elogio de la lectura y la ficción
Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d'Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.
La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.
Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.
No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma -la escritura y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.
Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.
Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.
Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor.
La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julián Sorel sube al patíbulo, y cuando, en el Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.
Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos -aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.
En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy -que trato de ser- fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Revel, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.
De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general de Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal. 
De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudodemocracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.
Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman "las raíces", mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.
Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de Africa del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.
Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de "todas las sangres". No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el Aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!
La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.
Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso -triste consuelo- descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal. 
Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
Detesto toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión- provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del "otro", siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.
El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban "el pie ajeno" -lindo y triste apelativo-, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.
El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: "Mario, para lo único que tú sirves es para escribir".
Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfensable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.
Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. "Escribir es una manera de vivir", dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.
Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).
La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.
Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas -rayos, truenos, gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.
Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.
De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.
Estocolmo, 7 de diciembre de 2010.
Mario Vargas Llosa
Félix Velasco - Blog

martes, 7 de diciembre de 2010

Melilla es española

La Ciudad Autónoma de Melilla (35°18′N, 2°56′O) es un enclave español, situado en la región del Rif, en el norte de África, a orillas del mar Mediterráneo, frente a la costa meridional de la Península Ibérica, límitrofe con Marruecos y próxima a Argelia.
La ciudad y su territorio dependiente se extienden sobre 12,5 km2 de superficie en la parte oriental del cabo Tres Forcas.
Remonta su historia al establecimiento en el siglo III adC, de comerciantes cartaginenses que aprovecharon su situación cercana al Estrecho de Gibraltar y las rutas comerciales del Mediterráneo occidental, alcanzando su esplendor hacia el siglo II adC. Con la decadencia púnica, el territorio permaneció abandonado hasta que a partir del siglo VII fue recuperado con población de origen bereber, integrándose en el califato de Córdoba y manteniendo estrechas relaciones con Al-Andalus. 
La expansión de portugueses y castellanos en el norte del reino de Fez durante el siglo XV culminó con la entrada de Pedro Estopiñán en la ciudad en 1497, que pasó a depender del ducado de Medina-Sidonia y a partir de 1556, de la corona española. 
En 1860 el Tratado de Wad-Ras estableció los límites fronterizos de la ciudad con el sultanato de Marruecos, siendo desde entonces hasta el primer tercio del siglo XX, escenario de intermitentes enfrentamientos que desembocaron en el conflicto de la Guerra de Marruecos. Las sucesivas batallas de Barranco del Lobo en 1909 y de Annual en 1921, causaron un gran impacto en la opinión pública española y forzó la alianza militar entre España y Francia que permitió la constitución del Protectorado español de Marruecos. 
Fue en Melilla donde se produjeron los primeros acontecimientos del pronunciamiento militar de 1936 que desencadenaron la posterior Guerra Civil Española. 
En el contexto de los procesos de descolonización emprendidos tras la Segunda Guerra Mundial, los acuerdos de constitución de Marruecos como estado independiente en 1956 no contemplaron alteración alguna de la soberanía española de la ciudad que sin embargo, es reclamada por parte de sectores del nacionalismo marroquí para su eventual integración en el Gran Marruecos. En 1995 la ciudad accedió administrativamente al estatuto reservado de ciudad autónoma siendo a principios del siglo XXI uno de los motores económicos de la región rifeña, basado en su condición de puerto franco y los intercambios comerciales, a la par que centro de atención de los flujos migratorios de población africana hacia los territorios de la Unión Europea.
Los orígenes de la ciudad se remontan al periodo del bronce, hace 4.000 años, del cual se hallaron restos arqueológicos en las excavaciones de la Alcazaba en 1993.
No existe constancia de una reocupación hasta el nacimiento de la ciudad de Rusaddir , Russadir o Rusadir (Rus”- cabo o promontorio – y “Adir” – grande o eminente) fundada por navegantes púnicos, debido a la situación geoestratégica que poseía en el siglo III a.C.
Constituyó un puerto de vital importancia de regreso en la ruta Gadir-Cartago. Su expansión se producirá en el siglo II a.C. acuñando moneda propia y constatándose un aumento poblacional para estas fechas a través de la necrópolis de San Lorenzo y las viviendas del yacimiento de Casa del Gobernador. 
Integrada, durante estos siglos de bonanza económica, en las entrañas del reino de los mauros se producirá un proceso de asimilación por parte de la población autóctona, formada principalmente por beréberes sedentarizados. En el siglo I d.C. la ciudad será abandonada hasta el siglo VII d.C. donde se han localizado restos en las excavaciones del Parque Lobera.
Con la expansión musulmana, la zona donde se encuentra Melilla es conquistada a finales del siglo VII. Existen pocos datos de la época, aunque parece que debió de convertirse en un próspero puesto comercial. 
En 927,Abd al-Rahman III la incorporó al emirato cordobés, el cual se convertiría dos años después en el Califato de Córdoba. La vinculación con al-Andalus fue muy duradera, como atestigua el nombramiento posterior de un miembro Hamudí como rey Taifa de Melilla, y los restos arqueológicos nos hablan de la vinculación de la ciudad con Al-Andalus. En el siglo XV se produjo un periodo de decadencia hasta el punto de quedar destruida y prácticamente deshabitada.
El siglo XV presencia el inicio de la expansión de Portugal por el Reino de Fez. A tal expansión se unen los Reyes Católicos una vez finalizada la conquista del reino de Granada en 1492. Los límites de las respectivas áreas de influencia sobre los territorios norteafricanos se fijaron en los tratados de Alcaçovas (1479) y Tordesillas (1494). En 1497, se produce la conquista de la ciudad por tropas castellanas al mando del comendador de los Reyes Católicos, Pedro de Estopiñán.
La ocupación cruenta de Melilla se produce después de una larga serie de negociaciones entre los comisionados de Fernando el Católico y el alcaide musulmán de Melilla, que buscaba convertir Melilla en un vasallo de Castilla sin consentimiento de la población bereber de esta. Finalmente, los conflictos surgidos entre la población bereber y el sultán de Fez determinaron el abandono de la ciudad por parte de éste, dejando a su suerte a los pobladores del Rif, preludio de la llegada de los españoles. La ocupación de la ciudad fue realizada por deseo de los Reyes Católicos y ejecutada por el gobernador de Andalucía, Juan Alonso de Guzmán, tercer duque de Medina-Sidonia. El Duque comisionó a su contador Pedro Estopiñán, para que explorara la península de Tres Forcas, misión que llevó a cabo acompañado del ingeniero y artillero Ramiro López.
Según Barrantes, cronista de la casa ducal, el duque mandó juntar "cinco mil ombres de apié e alguna gente a cavallo, e mandó aparejar los navíos en que fuesen, e hizolos cargar de mucha farina, vino, tocino, carne, aceyte e todos los otros mantenimientos necesarios; e de artillería lanças, espingardas e toda monición". Una delaración muy ilustrativa de la cruenta batalla ante la que creían poder tener que enfrentarse, aunque luego descubrieron que los pobladores del Rif habían sido totalmente abandonados y desprotegidos.
"E asimismo llevaron en aquel viaje gran cantidad de cal e madera para reedificar la ciudad. E con toda esta Armada e gente, partió Pedro de Estopiñán, Contador del Duque, por su mandato del puerto de San Lucar en el mes de septiembre del año 1497."
La ciudad fue conquistada el 17 de septiembre de 1497. En 1509, la Capitulación de Cintra, fija de nuevo los límites de las áreas de influencia norteafricana entre Portugal y Castilla, estableciendo que Portugal dominaría la costa atlántica desde Ceuta, dejando la mediterránea para Castilla.
En 1506, tropas ducales con base en Melilla ocuparon la ciudad de Cazaza, situada en la costa occidental de la península de Tres Forcas. Esta conquista le valió al duque de Medina Sidonia el título de Marqués de Cazaza. No obstante, la dominación de Cazaza fue efímera, puesto que en 1533 la ciudad fue asaltada y ocupada. 
El 7 de junio de 1556, y ante los cuantiosos gastos que les supone el mantenimiento de la ciudad, los duques ceden la ciudad a la corona.
A partir de entonces, la ciudad sufrió ataques esporádicos de las cábilas vecinas, pertenecientes a la región de Quelaya. En 1775 fue el sultán de Marruecos quien puso sitio a la plaza, pero levantó el asedio tras el fracaso de sus ataques. La ciudad fortaleció sus defensas a lo largo del tiempo y no permitía la residencia de quienes no fueran súbditos españoles. En 1860 se firmó el Tratado de Wad-Ras con el sultán de Marruecos. Mediante este tratado, se fijan las fronteras entre el territorio marroquí y la ciudad española. La guerra, que se mantuvo intermitente en la zona durante principios del siglo XX, fue especialmente crítica para Melilla. Dos reveses bélicos originaron crisis de alcance nacional: fueron los desastres del Barranco del Lobo (1909) y de Annual (1921), el primero ante las cábilas afines al Rogui Bu Hamara, pretendiente al trono marroquí, y el segundo debido a un levantamiento general de las cábilas del Rif y Quelaya (excepto la de Beni Sicar, vecina de Melilla). 
El líder de este levantamiento fue un antiguo funcionario de la administración española, el rifeño Mohamed Abd el Krim, que había sido condecorado varias veces. Abd el Krim apoyó al Imperio Otomano durante la primera guerra mundial y con ello a sus aliados alemanes, al tiempo que criticó ásperamente a los franceses. Esta postura condujo a su detención durante algún tiempo. Aunque luego fue repuesto en sus cargos, aceptó sobornos de agentes alemanes, a quienes vendió una supuesta mina situada en su cábila originaria (Ait Urriagal), junto a la actual ciudad de Alhucemas. Al finalizar la guerra se retiró a Taxdir y en 1921 consiguió movilizar a las cábilas rifeñas para impedir el establecimiento del Protectorado español, que se hacía en nombre del Sultán de Marruecos. La derrota de Annual extendió el levantamiento y Abd el Krim proclamó la República del Rif, enfrentada al poder del Sultán. Tras hostigar a la zona francesa, España y Francia establecieron una alianza que derrotó por completo a Abd el Krim, el cual tuvo que exiliarse en 1927.
Marruecos sigue reclamando la ciudad, al igual que Ceuta y el resto de territorios norteafricanos de España, como supuesta parte integrante de su territorio, aunque en realidad jamás ha ejercido la soberanía sobre ambas ciudades. El Gobierno de España nunca ha mantenido ningún tipo de negociación al respecto ni ha expresado en ninguna ocasión tener intención de hacerlo. Ceuta y Melilla tampoco son considerados por Naciones Unidas como territorios pendientes de descolonización. A mediados de los años 90 Melilla y Ceuta obtuvieron un Estatuto de Ciudades Autónomas, que extendió el autogobierno local. Desde esa fecha la ciudad ha experimentado un notable crecimiento, reforzado por la presencia diaria de miles de marroquíes que cruzan la frontera para efectuar actividades económicas. En 2005 y como respuesta a la continua entrada de inmigrantes clandestinos -en su mayoría subsaharianos-, Melilla fue dotada con una valla de aislamiento que prácticamente ha suprimido las entradas ilegales en el territorio.
La Constitución española de 1978 establece, en su disposición transitoria quinta, que "Las ciudades de Ceuta y Melilla podrán constituirse en Comunidades Autónomas si así lo deciden sus respectivos Ayuntamientos". Desde la aprobación del Estatuto de Autonomía de Melilla (Ley Orgánica2/1995, de 13 de marzo, de Estatuto de Autonomía de Melilla, BOE núm 62, de 14 de marzo de 1995), la ciudad es considerada Ciudad Autónoma. Antes de pasar a ser ciudad autónoma la ciudad pertenecía a la provincia de Málaga.
Este estatuto específico, aunque no le concede capacidad legislativa, sí que le permite proponer en las Cortes las iniciativas legislativas que considere oportunas. A diferencia de las Comunidades Autónomas, no tiene una asamblea legislativa autónoma propia.
Aunque el Gobierno de España no ha mantenido ninguna negociación al respecto, desde 1982 el Gobierno de Marruecos ha pedido la integración de Melilla y Ceuta en su territorio, junto con otras islas deshabitadas como la isla Perejil. 
El estatus de Ceuta y Melilla ha suscitado, fundamentalmente por parte de medios británicos y marroquíes comparaciones con la reivindicación de Gibraltar por España. Tanto el Gobierno español, como Ceuta y Melilla, y sus habitantes, rechazan estas comparaciones basándose en que Melilla y Ceuta son partes integrantes de España, y en que ha existido continuidad histórica y geográfica lo que no es aplicable en el caso de Gibraltar que es una colonia británica, y no es ni ha sido nunca parte del Reino Unido. Melilla está dividida en ocho barrios: Medina Sidonia; General Larrea; Ataque Seco; Héroes de España; General Gómez Jordana; Príncipe de Asturias; Del Carmen; Polígono Residencial de la Paz.
Se sitúa al noroeste del continente africano, junto al Mar de Alborán y frente a las costas de Granada y Almería. Se encuentra dispuesta en un amplio semicírculo en torno a la playa y el puerto, en la cara oriental de la península de cabo Tres Forcas, a los pies del monte Gurugú y en la desembocadura del río de Oro, a 1m. de altitud sobre el nivel del mar. El núcleo urbano originario era una fortaleza construida sobre un montículo peninsular de unos 30 m de altura.
El español es la lengua oficial. Algunos movimientos bereberes como la asociación Intercultura, se han unido a la causa del reconocimiento del tamazigh como lengua cooficial en Melilla.
Conviven tres religiones: cristiana, musulmana y judía, aunque la cultura predominante políticamente hablando es la peninsular (cristiano-occidental) y prácticamente la autóctona (berbero-musulmana). La cultura y tradiciones judías en Melilla no tienen repercusión social, siendo los festejos judíos de carácter más privado.
Cuenta con una ciudad amurallada que fue construida entre los siglos XVI y XIX, siguiendo modelos que van desde el Renacimiento, hasta los baluartes de la escuela hispanoflamenca que se construye durante el periodo borbónico. En el siglo XVIII, se reformaron sus murallas y se construyeron una serie de baluartes y edificios que reflejaban el interés de los reyes españoles por su defensa. Toda esta zona fue declarada Conjunto Histórico-Artístico, y actualmente presenta la máxima protección de la Ley de Patrimonio: Bien de Interés Cultural. 
En su interior existen monumentos como: Yacimiento púnico-romano (Casa del Gobernador); Museo Municipal; Museo del Ejército; Iglesia de la Purísima Concepción (1687, reconstruida en 1757), donde se venera una imagen de Nuestra Señora de la Victoria, patrona de la ciudad;  Aljibes de 1571; Almacenes del siglo XVIII, Hospital del Rey, siglo XVIII; Cuevas del Conventico; etc.
Desde finales del siglo XIX se inicia un período de esplendor que genera una ciudad moderna. En la segunda mitad del siglo XIX se construyen los fuertes exteriores, que son unas arquitecturas de tipo neomedieval de enorme interés: Rostrogordo, Cabrerizas Altas, Alfonso XIII, Camellos, Purísima, María Cristina y San Francisco.
Melilla es, después de Barcelona, una de las ciudades con mayor representación del arte modernista de España. Muchos edificios (hay catalogados casi 500 edificios) se reparten por el ensanche central y por sus barrios. Esta zona moderna también está protegida como Bien de Interés Cultural, y cuenta con numerosos edificios de un arquitecto de la Escuela de Barcelona afincado en Melilla, Enrique Nieto y Nieto, que produjo una amplísima obra modernista, como seguidor del arquitecto Luis Domènech Montaner.
Destacan sus edificios modernistas florales, como la Casa Tortosa, La Reconquista y la Casa Melul. Otros autores modernistas en Melilla fueron sobre todo Emilio Alzugaray Goicoechea y Tomás Moreno Lázaro. En los años treinta, el Art déco prende en la arquitectura de Melilla y arquitectos como Francisco Hernanz Martínez o Lorenzo Ros Costa realizan espectaculares edificios en los barrios de la ciudad.

lunes, 6 de diciembre de 2010

El soldadito de El Aaiún

Lo que voy a contarles ocurrió hace treinta y cinco años exactos, casi día por día, en diciembre de 1975; pero me acuerdo bastante bien. Es una historia que en su momento -yo era un jovencísimo reportero, enviado especial del diario Pueblo en el Sáhara desde hacía ocho meses- no me dejaron publicar. No eran buenos tiempos ni para la libertad de prensa ni para otras libertades, pero uno se las apañaba allí lo mejor que podía. Aunque en esta ocasión no pude. Recuerdo el episodio con mucho sentimiento, por varias razones. De una parte, los últimos sucesos en el Sáhara le dan, para mí, especial significado. De otra, algunos testigos fueron muy queridos amigos míos. Casi todos de los que tengo memoria están muertos, excepto el entonces capitán Yoyo Sandino, de la Policía Territorial, que creo estaba presente. Yo mismo viví la última parte del episodio; pero ya no recuerdo quién más estaba allí, aparte del teniente coronel López Huerta y el comandante Labajos, ya fallecidos. Acababa de morir Franco, y España entregaba el Sáhara a Hassán II. El Aaiún era una ciudad en estado de sitio, con toque de queda, cuarteles y barrios en poder de los marroquíes, y otros aún bajo autoridad española. Uno de éstos era Casas de Piedra, feudo del Polisario; la custodia de cuyo perímetro, rodeado de alambradas y caballos de Frisia, correspondía a la Policía Territorial. En sus sectores, la gendarmería real y las tropas marroquíes se comportaban con extremo rigor. Había innumerables detenidos. Y cada día, muchos jóvenes saharauis, así como veteranos de Tropas Nómadas y de la Territorial, huían al desierto para unirse a la guerrilla que ya combatía en las zonas abandonadas del este. 
Aquella noche, una patrulla marroquí que pasaba cerca de Casasde Piedra fue tiroteada desde el otro lado de la alambrada. Los dos soldaditos españoles de guardia a la entrada del barrio -reclutas de mili obligatoria, destinados forzosos al Sáhara como policías territoriales- se apartaron de la luz, inquietos, y se quedaron allí hasta que hubo ruido de motores con resplandor de faros, y varios vehículos se detuvieron en el puesto de control. De ellos bajó nada menos que el coronel Dlimi, comandante general de las fuerzas marroquíes en el Sáhara, acompañado por todo su estado mayor y una sección de soldados de las fuerzas reales. Todos, incluido Dlimi, venían armados con fusiles de asalto, y estaban dispuestos a entrar en Casas de Piedra y arrasar el barrio como represalia por los tiros de media hora antes. Imaginen la escena: la noche, los faros iluminando la alambrada, el coronel en contraluz con todas sus estrellas y galones, y los dos soldaditos con todo aquello encima. Acojonados. 
Lamento no recordar sus nombres, o tal vez no los supe nunca. Pero esto fue lo que hicieron: mientras uno de ellos echaba a correr hacia donde tenían la radio para avisar a sus jefes, el otro tragó saliva, se cuadró y les dijo a los marroquíes que no pasaban -yo conocí a su oficial superior, el eficaz y duro teniente Albaladejo, y estoy seguro de que el chico prefirió vérselas con ellos antes que con el teniente-. Como pueden ustedes suponer, Dlimi se puso hecho una pantera. A gritos, descompuesto, mandó al territorial que se quitara de allí o le iban a pasar por encima. Tengo órdenes de no dejar entrar a nadie, dijo éste. No sabes con quién estás hablando, etcétera, aulló el otro. Luego blandió su arma e hizo ademán de cruzar la alambrada, seguido por todos los suyos. Fue entonces cuando el soldadito dejó de ser lo que era, un humilde recluta forzoso que hacía la mili en el culo del mundo, para convertirse en otra cosa. En lo que juzguen ustedes que fue. Porque en ese momento, casi con lágrimas en los ojos y temblándole la voz, montó su fusil -clac, clac, chasqueó el cerrojo al meter una bala en la recámara- y le dijo en su cara al poderoso coronel Dlimi, jefe de las fuerzas marroquíes en el Sáhara, estas palabras extraordinarias: «Mi coronel, por mi pobre madre que, como alguien pase de ahí, le pego un tiro». 
El aviso me pilló en el bar del cuartel de los territoriales, y a Casas de Piedra me fui, quemando neumáticos en el Seat 600 con el cartelPrensa que teníamos alquilado a medias Pedro Mario Herrero, del diarioYa, y el arriba firmante. Tuve así oportunidad de asistir al último acto del episodio, cuando llegaron los jefes españoles y tras una tensa negociación lograron que Dlimi se retirase con su gente. En cuanto al soldadito que le paró los pies salvando el barrio de una represalia, no eran, como digo, tiempos para la lírica. Me temo que la única recompensa que obtuvo aquella noche fue el cigarrillo Coronas que el comandante Labajos le ofreció de su paquete, la palmada en la espalda del teniente coronel López Huertas y esta página en la que hoy lo recuerdo.
Arturo Pérez-Reverte
Félix Velasco - Blog

Otro tipo de maltrato del que pocos hablan

Hace poco, el fiscal general del Estado, Cándido Conde Pumpido,dirigió una circular a todos los fiscales de España con instrucciones sobre cómo debían actuar ante algo casi inédito hasta ahora: los casos de hijos que maltratan a sus progenitores. Las estadísticas reflejan que las denuncias -prácticamente inexistentes antes de la década de los 90- empezaron a aumentar a un ritmo alarmante a partir del año 2000. En 2007, por ejemplo, se abrieron cerca de 2.700 expedientes; al año siguiente la cifra había crecido a 4.200 y desde entonces no ha hecho más que aumentar. De las estadísticas se desprende, además, que no sólo se trata de toxicómanos que pegan a sus padres bajo los efectos de las drogas, como ocurría antes. Cada vez es mayor el número de adolescentes que agreden a uno o a ambos de sus progenitores por razones tan «de peso» como estas que se recogen en un informe reciente: «Es que la muy puta se negó a lavar mis pantalones vaqueros favoritos» o «Me raya mogollón la forma que tiene mi viejo de sorber la sopa, el muy cerdo». Los partidarios de explicaciones buenistas intentan justificar las cifras diciendo que todo se debe a un fenómeno de imitación. En otras palabras, que el niño copia lo que ve en casa y que de padres violentos salen hijos violentos. Sin embargo, las estadísticas contradicen esta idea. Curiosamente, este tipo de maltrato no es más común en familias desestructuradas, y solamente en un 30 por ciento de los casos se detectaron antecedentes de violencia machista. Además, y tal como señala el primer defensor del menor de la comunidad de Madrid, Javier Urra, este tipo de violencia no se da en el colectivo gitano, por ejemplo. Tampoco entre labriegos de bajo nivel cultural y la razón que él apunta es que, tanto en un caso como en otro, dicha conducta sería duramente sancionada por el entorno. Si esto es así y, contra todo pronóstico, el maltrato es más frecuente en la clase media e incluso en la alta. ¿Qué explicación se le puede dar? Según los entendidos, se trata de un problema de ricos. O mejor aún, de nuevos ricos, de padres que han tenido carencias en su infancia y quieren darles todo a sus hijos, incluso lo que no necesitan, por lo que acaban creando pequeños tiranos. Pero existe, además, otro fenómeno curioso. Está estudiado que aquellos que vienen de un entorno demasiado estricto e intransigente tienden a ser padres en exceso permisivos, una vez más, para redimir su propia infancia desdichada. Este tipo de relación se caracteriza por establecerse en un plano de igualdad con los hijos, uno en el que las normas y reglas no se imponen, sino que se «negocian», lo que hace que se borre la jerarquía y los roles, se trata de esos padres que intentan ser amigos de sus hijos. Normalmente no me gusta ponerme de ejemplo, sobre todo porque no creo serlo de nada. Sin embargo, me gustaría compartir con ustedes un consejo que me dieron hace muchos años y que me ha sido muy útil, sobre todo cuando me convertí en madre a la nada recomendable edad de 21 años. «Eres tan joven -me dijo aquella persona- que la tentación será convertirte, más que en madre, en colega de tus hijas. No lo hagas. Tus hijas te necesitan como referente, no como amiga, no estáis en planos iguales.» No fue ése el único consejo que me dio esa persona a la que tanto debo. Creo, además, que el segundo de ellos, aunque políticamente incorrecto, me ha sido todavía más útil. «La gente cree que la educación empieza a los cuatro años, más o menos, porque antes los niños no entienden y les da pena regañarlos -me dijo-, pero la educación empieza desde el minuto en que vienen al mundo; desde entonces hay que poner límites y reglas.» «¿Desde el minuto uno, no es un poco exagerado?», tercié yo. «Desde el minuto uno -sonrió él-. Si pones límites con cariño, pero con firmeza, cuando son muy pequeños, no tendrás que ponerlos cuando sean grandes. ¿No conoces ese proverbio chino que dice que así como no cuesta nada cimbrear una rama verde, intentarlo con una más vieja sólo logra troncharla... o hacerte daño?»
Carmen Posadas
Félix Velasco - Blog