Engreído por la coba mediática y abducido por su propia propaganda, Mas dio por buenas las cifras de independentistas desfilando y extrajo sus conclusiones. Ante tal clamor soberanista, Convergencia podía al fin quitarse la careta y pelear por la que siempre ha sido su meta: la independencia (algún día lo aprenderemos: se llaman nacionalistas porque quieren construir su nación y romper la nuestra). Solo habían discurrido dos años del Gobierno de CiU y su hoja de servicios era calamitosa: rescatados de la quiebra por la Moncloa y con una subida del paro del 18% al 22%. Adelantar los comicios parecía un golpe maestro. Al plantear las elecciones como un plebiscito sobre la independencia se mataban tres pájaros de un tiro: se camuflaba el batacazo económico, se podía lograr la mayoría absoluta y se daría el banderazo para irse de España.
Artur Mas se embriagó con el ruido que él mismo había generado. Midió mal. Subestimó una de las mayores virtudes de los catalanes, su sentido común, su implacable poso práctico. Una cosa es barbullar contra España, comprar el bulo de que lastra el desarrollo catalán; pero otra muy diferente es querer vivir en la nueva Albania mediterránea. A eso conducía la aventura de Mas: expulsión inmediata de la UE, caídas del PIB del 15% y una terrible fractura sentimental (Cataluña siempre ha sido España y más de la mitad de la población se siente española).
Anoche, los que creemos que España es un proyecto solidario y moderno, más sano que el ombliguismo sectario y algo xenófobo de CiU y ERC, festejamos un hecho incontestable: Mas propuso un plebiscito sobre la independencia y ha perdido por goleada. Lo disfrazará. Se amparará en la inquietante subida de ERC y en una alianza soberanista con los republicanos. Pero los datos son demoledores: está lejísimos de la «mayoría excepcional» que reclamó. Ha sido severamente desautorizado por su pueblo y, si fuese un demócrata escrupuloso, y con fair play, que no lo es, debería haberse marchado anoche.
La suma de CiU y ERC ha bajado. Se ha salvado una bola de partido. Pero España tiene un problema hondísimo en Cataluña. El desafecto cala. El nacionalismo predica a tiempo completo, pero falta el andamiaje intelectual y mediático que le dé contestación. La presión es tal que algo tan elemental como decir «me siento catalán y español» resulta vergonzante. Paradójicamente, ocurre en la comunidad que dio mayor respaldo a la Constitución del 78.
Es hora de sacudirse los complejos. Si creemos que España es lo mejor para los catalanes, defendámoslo. Debe aumentarse la presencia en Cataluña del Estado, el Gobierno y la Corona. Urge facilitar un marco de juego igual para todos los medios de comunicación, frente a uno viciado por el maná de la Generalitat. Toca recurrir, mañana mismo, la insólita ley que prohíbe rotular en español, cuándo es la lengua más hablada allí y una de las dos oficiales. Hay que fomentar lobbys que hagan querida la idea de España y llevar a Cataluña eventos proscritos (partidos de la selección, la Vuelta...). Se debe airear desde el Gobierno la verdad contable de Cataluña (según recordó ABC en portada, en plena campaña recibió 1.800 millones de oxígeno del Estado, pues está en bancarrota por méritos propios). Es imprescindible hacer cumplir la ley ¿Cómo puede ser que la Generalitat se fume sentencias del Supremo sin que ocurra nada? ¿Por qué tolera el Gobierno tal insumisión, que hace trizas el Estado de Derecho? Por último, era verdad: hay que españolizar la escuela, vivero de rencor antiespañol.
(Por cierto: el sondeo de la Generalitat otorgó a Mas una holgada mayoría absoluta cuando el trabajo de campo no la sustentaba. Anecdotilla reveladora de la integridad moral del dirigente de la única formación de la UE con su sede embargada por corrupción).
Luis Ventoso
Félix Velasco - Blog
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