EL Gobierno que tardó una semana en subir los impuestos a todos los españoles -a todos los que los pagan, para ser precisos- se ha tomado un año para retirarles el coche oficial a los subsecretarios. Pero las cosas de palacio aún pueden ir más despacio cuando se trata de reformar la Administración pública, cuya agilidad paquidérmica entra en estado artrítico a la hora de expurgarse a sí misma. Para esta tarea tan delicada ha sido imprescindible formar una comisión de expertos y otra de negociadores políticos, que se tomarán hasta el próximo verano antes de emitir sus sesudos dictámenes destinados a servir de base a los estudios de otras subcomisiones que a su vez habrán de formular los correspondientes borradores de anteproyectos. Como además toda esa gente tendrá a partir de ahora que desplazarse a pie o por sus propios medios resulta probable que los trabajos se dilaten hasta bien avanzada la legislatura mientras las instituciones que esperan su reducción continúan devorando recursos públicos a un ritmo que tal vez haga necesaria otra subida fiscal para poder sufragarlo. Por alguna misteriosa razón burocrática los ajustes tributarios se legislan, resuelven y aplican con una celeridad impropia de nuestra anquilosada maquinaria administrativa.
En eso debe de consistir la España asimétrica. No en el modelo territorial, que experimentó años atrás un sensible acelerón competencial tan vertiginoso que ha acabado derrapando en las curvas de la crisis, sino en el compás desigual con que las medidas de Gobierno toman cuerpo según afecten a las instituciones o a los contribuyentes que las sostienen con su dinero. Desde la legislación contenciosa, diseñada para disuadir a los ciudadanos de la tentación del litigio mediante la eternización procesal, a la simple rutina funcional de los aparatos oficiales, la arquitectura de la Administración se parece a la de un castillo kafkiano con miles de pasillos habitados por abstractas representaciones del absurdo. Cualquier intento de simplificación está condenado a la melancolía de un recorrido estéril por ese laberinto construido con la sofisticada ingeniería de la autoprotección. Sorprende, sin embargo, la operatividad con que un artefacto tan complejo puede desarrollar acciones-relámpago capaces de alterar en un nanosegundo las vidas y las haciendas de los administrados, toda esa muchedumbre peatonal cuya misión en el Estado parece ser la de hacerse cargo de las facturas.
Al bajar del Audi negro a una pléyade de altos funcionarios, el Gobierno ha articulado un gesto simbólico de austeridad tan plausible como nimio, y en todo caso destinado a una función cosmética. Son decenas de miles los cargos, empresas y organismos que esperan una amortización mucho más perentoria que la del parque móvil. Pero esa poda está en manos de una comisión de sabios acostumbrados a trabajar a baja cilindrada.
Ignacio Camacho
Félix Velasco - Blog
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