domingo, 22 de marzo de 2015

Arbeit Macht Frei

 
Hace un mes, dos parejas amigas nos fuimos de fin de semana a Múnich. Hubo nieve, cerveza, alimentación aerofágica, un castillo cursi en el que parecía que ibas a escalar una trenza, y muchas risas, como corresponde a gente que se lleva bien. El último día, casi como una improvisación porque sobraba tiempo y estaba en el camino del aeropuerto, decidimos pasarnos por el campo de concentración de Dachau, a apenas dieciséis kilómetros del bullicio de la Marienplatz y de las enormes cervecerías en las que habíamos visto confraternizar y chocar jarras a hombres que hasta tocaban el acordeón vestidos y emplumados al modo tirolés. A dieciséis kilómetros. Supongo que la escena festiva de la cervecería era idéntica a la de cualquier domingo de los años treinta, cuando, a dieciséis kilómetros, Dachau funcionaba.
Aún reíamos y hacíamos chistes mientras conducíamos hacia Dachau. Al salir, tardamos mucho rato en hablar siquiera. Y eso que Dachau no es Auschwitz, ni por tamaño, ni por el propósito casi exclusivo de exterminación del campo polaco, que en Dachau fue algo más paulatino. Dachau fue el primero de los campos nazis, el que sirvió como temprano modelo del Lager, y de hecho lo único que ahí dentro puede hacer un alemán para calmar la conciencia es recordar que fue abierto precisamente para encerrar a otros alemanes -disidentes políticos, homosexuales, católicos- a los que fueron incorporándose con el tiempo todas las etnias de los países conquistados. Con lo que ningún alemán puede aliviar la culpa es con la pregunta de cómo alegaron no haberse enterado de nada si el campo está encastrado en el pueblo, un muro con sus torretas orilla la carretera de ingreso, y el humo esparcido por la chimenea del crematorio debía de llenar las calles de un pésimo olor. El mantenimiento del campo es polémico. Algunos denuncian la banalización, la conversión en atracción turística. Otros, que se trata de un recordatorio inútil que prolonga el castigo en un país que ya hizo la penitencia. Lo cierto es que, para los escolares bávaros, la visita es obligatoria. Y, por tanto, el enfrentamiento brutal con lo que fue capaz de hacer la generación del abuelo. O del bisabuelo ya. Es como si continuara el castigo al que los soldados de la Vigésima División Acorazada y de la 42 Arcoíris, los liberadores, sometieron a la población de Dachau en la primavera de 1945, cuando los obligaron a limpiar con sus propias manos el campo de cadáveres esqueléticos y a pasarse por turnos por el cuartucho que aún existe en el que los nazis apilaban los cuerpos para la cremación en los hornos contiguos: se les agotó el carbón y dejaron decenas de ellos pudriéndose ahí dentro en una montonera espantosa, sólo superada en horror por el contenido de los vagones que encontraron en la terminal del campo y que transportaban cautivos remitidos desde los campos ya liberados. Murieron hacinados, con los cerrojos puestos, mientras los guardias huían. A los soldados americanos les brotó tal rabia que permitieron el linchamiento de algunos SS rezagados a los que alcanzaron los prisioneros capaces de mantenerse en pie. Más de mil morirían por enfermedad o agotamiento en los días posteriores a la liberación.
Vimos la reja de la puerta de ingreso al campo, de la que hace pocos años robaron la inscripción de 'Arbeit Macht Frei'. Vimos la sala de recepción de prisioneros, donde ya empezaba el trato brutal con el que hombres eran animalizados. Vimos los barracones con las literas de madera, el ala de los sádicos experimentos médicos sobre cobayas humanas. Vimos el enorme patio en el que los internos formaban con música a diario, a veces obligados a soportar durante horas el frío del invierno sin derecho a mover un músculo, y el soporte de madera y los ganchos que servían para practicar tortura. Estuvimos dentro de la cámara de gas, claustrofóbica con su techo bajísimo. Ahí dentro, una chica se arregló el pelo y posó para su novio sonriendo como si tuviera detrás el palacio de Sisí.


David Gistau
Félix Velasco - Blog

Apóstata de la vida sana

Hace poco, Warren Buffett -uno de los hombres más ricos y a la vez más generosos del planeta (no en vano junto con Bill Gates ha puesto en marcha una iniciativa por la que ambos se comprometen a dedicar la mayor parte de su fortuna a la filantropía)- incendió las redes sociales. Y no porque haya logrado que otros multimillonarios se sumen a su magnífica iniciativa, como en efecto ha hecho, sino por revelar su «régimen de vida eterna». Es decir, la dieta que sigue, según afirma, no solo para mantenerse joven a sus 84 años, sino, lo que es más importante, para no morirse.
«Desde siempre -explicó a la revista Forbes-, me tomo cinco refrescos de cola al día, cuatro light en el trabajo y, como premio, una Cherry-Coke al llegar a casa». También se atrevió a añadir que no es un devoto de las frutas ni tampoco de las verduritas y que, de vez en cuando, desayuna un tazón de helado con trocitos de chocolate. «La tasa de mortalidad más baja es la de niños de 6 años, de modo que he decidido comer como si tuviera esa edad; es lo más seguro», concluyó, dejando completamente turulato a su entrevistador. No es que yo haya decidido hacer la dieta Buffett, pero confieso que me encantó leer sus declaraciones, ya que desde hace un tiempo he apostatado de la vida ultra sana. Hasta ahora clamaba en el desierto, no lograba convencer a nadie de que apuntarse a triatlones con 50 años, triturarse las cervicales y los meniscos un día sí y otro también en largas sesiones de gimnasio y comer apio, nabo o alpiste no solo no podía ser muy sano, sino que es una innecesaria tortura.
Por suerte, otra noticia aparecida semanas atrás, y mucho más científica que la dieta del señor Buffett, ha venido a sacarme del ostracismo apóstata en el que me encontraba. El Colegio Americano de Cardiología ha demostrado que el ejercicio intenso es tan dañino como la vida sedentaria. En efecto, durante doce años, expertos de esta entidad se dedicaron a estudiar los hábitos de 1100 corredores y de cerca de 500 personas sedentarias, y llegaron a una sorprendente conclusión. Los deportistas que corren más de tres veces por semana a un ritmo superior a los 11 kilómetros por hora tienen una mortalidad igual o superior a la de los del grupo sedentario. Los más saludables, en cambio, son aquellos que practican ejercicio moderado y regular, es decir, corren unas dos horas y media a la semana o se dedican a andar media hora al día a buen ritmo.
A partir de los 35 años, añade el estudio, lo ideal es practicar ejercicios que permitan fortalecer los músculos y proteger las articulaciones, y eso no se consigue matándose a hacer pesas, por ejemplo, sino ejercitándose con pesitas de un máximo de kilo y medio. Otra interesante conclusión del estudio es la relación que existe entre el cáncer y una actividad física exagerada. Se ha descubierto que el deporte extremo debilita el sistema inmune. Esto ocurre porque, en las dos horas siguientes a la práctica de un ejercicio violento, mientras el cuerpo se recupera del esfuerzo, el sistema inmune se deprime. Así, durante ese rato, queda uno expuesto a todo tipo de infecciones que no harán más que empeorar al día siguiente, cuando el esforzado deportista vuelva al gimnasio. Dicha depresión física y mental favorece, por tanto, la aparición incluso de algunos tipos de cáncer. Consultados otros médicos, todos están de acuerdo en que la virtud está en el punto medio, al tiempo que añaden que es importante que el ejercicio no produzca obsesión, sino placer, lo que, de alguna manera muy políticamente incorrecta, me hace pensar de nuevo en la dieta de la vida eterna de Warren Buffett.
¿No será que el señor Buffett -exagerando bastante la nota, sin duda- está diciéndonos algo también interesante? Que frente al rigor espartano y masoquista de aquellos que creen que vivirán cien años poniendo su cuerpo al límite, existe también la teoría de que se puede llegar en plena salud a la vejez dándose ciertos caprichos. No me gusta nada la Cherry-Coke, así que creo que tomaré un vino blanco con hielo a su salud. Me lo merezco; además, hoy he sido buenísima, caminé media hora por el Retiro. La primavera parece que madruga este año y estaba espectacular.

Carmen Posadas
Félix Velasco - Bog