lunes, 31 de agosto de 2009

Frases Célebres de Aristóteles



  • La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas.
  • El ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona.
  • El sabio no dice todo lo que piensa, pero siempre piensa todo lo que dice.
  • La esperanza es el sueño del hombre despierto.
  • No basta decir solamente la verdad, mas conviene mostrar la causa de la falsedad.
  • Considero más valiente al que conquista sus deseos que al que conquista a sus enemigos, ya que la victoria más dura es la victoria sobre uno mismo.
  • Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.
  • Lo que con mucho trabajo se adquiere, más se ama.
  • La inteligencia consiste no sólo en el conocimiento, sino también en la destreza de aplicar los conocimientos en la práctica.
  • Algunos creen que para ser amigos basta con querer, como si para estar sano bastara con desear la salud.
  • Piensa como piensan los sabios, mas habla como habla la gente sencilla.
  • La sabiduría es un adorno en la prosperidad y un refugio en la adversidad.
  • Un amigo fiel es un alma en dos cuerpos.
  • No se puede ser y no ser algo al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto.
  • Es de importancia para quien desee alcanzar una certeza en su investigación, el saber dudar a tiempo.
  • La amistad perfecta es la de los buenos y de aquellos que se asemejan por la virtud.
  • Ellos se desean mutuamente el bien en el mismo sentido.
  • El amigo de todo el mundo no es un amigo.
  • Nunca se alcanza la verdad total, ni nunca se está totalmente alejado de ella.
  • Se piensa que lo justo es lo igual, y así es; pero no para todos, sino para los iguales. Se piensa por el contrario que lo justo es lo desigual, y así es, pero no para todos, sino para los desiguales.
  • El hombre solitario es una bestia o un dios.
  • El amor sólo se da entre personas virtuosas.
  • La verdadera felicidad consiste en hacer el bien.
  • Sólo hay felicidad donde hay virtud y esfuerzo serio, pues la vida no es un juego.
  • Adquirir desde jóvenes tales o cuales hábitos no tiene poca importancia: tiene una importancia absoluta.
  • El amigo es otro yo. Sin amistad el hombre no puede ser feliz.
  • Es ignorancia no saber distinguir entre lo que necesita demostración y lo que no la necesita.
  • En las adversidades sale a la luz la virtud.
  • El castigo del embustero es no ser creído, aun cuando diga la verdad.
  • No se puede desatar un nudo sin saber cómo está hecho.
    El alma es aquello por lo que vivimos, sentimos y pensamos.
  • Es un principio indiscutible que para saber mandar bien, es preciso saber obedecer.
    Tiempo es la medida del movimiento entre dos instantes.
  • Un estado es gobernado mejor por un hombre bueno que por unas buenas leyes.
  • Los que obran bien son los únicos que pueden aspirar en la vida a la felicidad.
  • La única verdad es la realidad.
  • Avaro es el que no gasta en lo que debe, ni lo que debe, ni cuando debe.
  • Así como los ojos de los murciélagos se ofuscan a la luz del día, de la misma manera a la inteligencia de nuestra alma la ofuscan las cosas evidentes.
  • El que posee las nociones más exactas sobre las causas de las cosas y es capaz de dar perfecta cuenta de ellas en su enseñanza, es más sabio que todos los demás en cualquier otra ciencia.
  • Se quiere más aquello que se ha conseguido con muchas fatigas.
  • Saber es acordarse.
  • La historia cuenta lo que sucedió; la poesía lo que debía suceder.
  • Los dialécticos y los sofistas, en sus disquisiciones, se revisten de la apariencia de filósofos.
  • Nuestro carácter es el resultado de nuestra conducta.
  • La finalidad del arte es dar cuerpo a la esencia secreta de las cosas, no el copiar su apariencia.
  • Sólo hay una fuerza motriz: el deseo.
  • Una definición es una frase que significa la esencia de una cosa.
  • Los grandes conocimientos engendran las grandes dudas.
  • Los tiranos se rodean de hombres malos porque les gusta ser adulados y ningún hombre de espíritu elevado les adulará.
  • La virtud es una disposición voluntaria adquirida, que consiste en un término medio entre dos extremos malos, el uno por exceso y el otro por defecto.
  • A fuerza de construir bien, se llega a buen arquitecto.
  • En realidad vivir como hombre significa elegir un blanco -honor, gloria, riqueza, cultura- y apuntar hacia él con toda la conducta, pues no ordenar la vida a un fin es señal de gran necedad.
  • El único Estado estable es aquel en que todos los ciudadanos son iguales ante la ley.
  • Los sabios tienen las mismas ventajas sobre los ignorantes que los vivos sobre los muertos.
  • El miedo es un sufrimiento que produce la espera de un mal.
  • La ciudad (polis) es una de las cosas que existen por naturaleza; y el hombre es, por naturaleza, un animal político.
  • Enseñar no es una función vital, porque no tienen el fin en sí misma; la función vital es aprender.
  • Aprendemos, o por inducción o por demostración. La demostración parte de lo universal; la inducción de lo particular.
  • El entendimiento es una tabla lisa en la cual nada hay escrito.
  • Hay la misma diferencia entre un sabio y un ignorante que entre un hombre vivo y un cadáver.
  • Es propio del filósofo poder especular sobre todas las cosas.
  • Si los ciudadanos practicasen entre sí la amistad, no tendrían necesidad de la justicia.
  • Las enseñanzas orales deben acomodarse a los hábitos de los oyentes.
  • Los discursos inspiran menos confianza que las acciones.
  • La mente siempre tiene razón, mientras que el apetito y la imaginación pueden equivocarse.
  • El hombre nada puede aprender sino en virtud de lo que sabe.
  • Todo acto forzoso se vuelve desagradable.
  • El movimiento no existe fuera de las cosas, pues todo lo que cambia, o cambia en el orden de la sustancia o en la cantidad, o en la calidad, o en el lugar.
  • El mando de muchos no es bueno; basta un solo jefe.
  • Como la vista es al cuerpo, la razón es al espíritu.
  • Cometer una injusticia es peor que sufrirla.
  • Si las acciones humanas pueden ser nobles, vergonzosas o indiferentes, lo mismo ocurre con los placeres correspondientes. Hay placeres que derivan de actividades nobles, y otros de vergonzoso origen.
  • La virtud resplandece en las desgracias.
  • Nada hay en la mente que no haya estado antes en los sentidos.
  • La ciencia es respecto del alma lo que es la luz respecto de los ojos, y si las raíces son amargas, los frutos son muy dulces.
  • Mercaderes e industriales no deben ser admitidos a la ciudanía, porque su género de vida es abyecto y contrario a la virtud.
  • Fuera de la sociedad, el hombre es una bestia o un dios.
  • La democracia ha surgido de la idea de que sí los hombres son iguales en cualquier respecto, lo son en todos.
  • La multitud obedece más a la necesidad que a la razón, y a los castigos más que al honor.
  • Cuanto más nos inclina la naturaleza a los placeres, tanto más propensos somos a la licencia que a la decencia.
  • El hombre es un animal político.
  • Es absolutamente imposible demostrarlo todo.
  • El verdadero discípulo es el que supera al maestro.
  • Si nada hay eterno, no es posible la producción ni la generación.
  • Todos los gobiernos mueren por la exageración de su principio.
  • Todo lo que se mueve es movido por otro.
  • Todo hombre, por naturaleza, desea saber.
  • Y es que la naturaleza no hace nada en vano, y entre los animales, el hombre es el único que posee la palabra.
  • No hay que empezar siempre por la noción primera de las cosas que se estudian, sino por aquello que puede facilitar el aprendizaje.
  • Platón es mi amigo, pero más amigo es la verdad.
  • La riqueza consiste mucho más en el disfrute que en la posesión.
  • Es preciso que la filosofía sea un saber especial, de los primeros principios y de las primeras causas.
  • Es preciso preferir la soberanía de la ley a la de uno de los ciudadanos.
  • Las ciencias tienen las raíces amargas, pero muy dulces los frutos.
  • La excelencia moral es resultado del hábito. Nos volvemos justos realizando actos de justicia; templados, realizando actos de templanza; valientes, realizando actos de valentía.
  • La bestialidad es un mal menor que la perversidad, pero es más temible.
  • Lo mejor es salir de la vida como de una fiesta, ni sediento ni bebido.
  • Si el espíritu es un atributo divino, una existencia conforme al espíritu será verdaderamente divina.
  • No todo término merece el nombre de fin, sino tan sólo el que es óptimo.
  • Los predicados del predicado se extienden también al sujeto.
  • No conviene hablar del pudor como de una virtud. Se parece más bien a una emoción que a una disposición adquirida. Se define, pues, como un miedo de dar de sí una mala opinión.
    Movimiento es el paso de la potencia al acto.
  • Las revoluciones no se hacen por menudencias, pero nacen por menudencias.
  • Las cosas se llaman equívocas cuando tan sólo tienen de común el nombre.
  • Lo que tiene alma se distingue de lo que no la tiene por el hecho de vivir.
  • La belleza del hombre está o en la sonoridad, o en el significado.
  • La verdadera causa final reside en los seres inmóviles.
  • Es necesario que haya uno o varios principios y aun, en caso de existir uno sólo, que éste sea inmóvil e inmutable.
  • La necesidad ha hecho aparearse a quienes no pueden existir el uno sin el otro, como son el varón y la mujer.
  • La naturaleza no hace nada en vano.
  • No hay que prestar atención a quienes nos aconsejan, so pretexto de que somos hombres, no pensar más que en las cosas humanas y, so pretexto de que somos mortales, renunciar a las cosas inmortales.
  • La poesía es más profunda y filosófica que la historia.
  • No hace falta un gobierno perfecto; se necesita uno que sea práctico.
  • Todos o casi todos distinguen el alma por tres de sus atributos: el movimiento, la sensación y la incorporeidad.
  • Todos los aduladores son mercenarios, y todos los hombres de bajo espíritu son aduladores.
  • Si tanto me alaban, será por alabarse a sí mismos, pues al alabarme dan a entender que me comprenden.
  • El ser inmóvil mueve como objeto del amor, y lo que él mueve imprime el movimiento a todo lo demás.
  • En parte, el arte completa lo que la naturaleza no puede elaborar y, en parte, imita a la naturaleza.
  • Gracias a la memoria se da en los hombres lo que se llama experiencia.
    Es evidente que todos los fines no son fines perfectos. Pero el bien supremo constituye, de alguna manera, un fin perfecto.
  • El género humano tiene, para saber conducirse, el arte y el razonamiento.
  • El fin de la ciencia especulativa es la verdad, y el fin de la ciencia práctica es la acción.
  • El hombre que se mantiene en el justo medio lleva el nombre de sobrio y moderado.
  • El instante es la continuidad del tiempo, pues une el tiempo pasado con el tiempo futuro.
  • El imitar es connatural al hombre.
  • Demasiado poco valor es cobardía y demasiado valor es temeridad.
  • Quien discute sobre si se puede matar a la propia madre no merece argumentos sino azotes.
  • Solamente haciendo el bien se puede realmente ser feliz.
  • No hay genio sin un gramo de locura.
Aristóteles

domingo, 30 de agosto de 2009

domingo, 23 de agosto de 2009

Tontos (y tontas) de pata negra


Uno comprende que tiene que haber tontos, como tiene que haber de todo. Me refiero al tonto social, o sea. Al que normalmente llamamos tonto del haba. Al imbécil de andar por casa. De diario. Son criaturas de Dios, como dijo San Francisco del hermano lobo, si es que lo dijo, y tampoco es cosa de pasarlos por el lanzallamas. O de pasarlos sin más. Tienen tanto derecho a existir como cualquiera. Incluso un tonto evidente, lustroso, bien cebado, de esos que da gloria verlos, tipo cuñado Mariano, hace su papelito en determinados lugares. Decora el paisaje. Sobre todo si, como ocurre a menudo, no tiene conciencia de lo tonto que es. O de lo que puede ser si se lo propone, en plan película de superación deportiva americana, con el entrenamiento y el esfuerzo adecuado.
Y es que un tonto en condiciones, situado en el lugar idóneo, el trabajo, la vida cultural, la política, completa la vasta y asombrosa obra de la Naturaleza. La armonía del Universo. Enriquece la vida, para que me entiendan. Sirve como referencia. Como tontómetro del entorno y como brújula para los demás. Por eso siempre he sido partidario de tener un tonto a mano. No demasiado cerca, ojo. Un tonto es como las escopetas: lo carga el diablo. Pero tenidos a distancia y bajo control razonable, se aprende mucho observándolos. La pega principal es que el tonto tiene una asombrosa capacidad reproductora. Se multiplica como una coneja. Y al menor descuido, te rodea como al general Custer. Ciertos ambientes, sobre todo los políticamente correctos, le son en extremo favorables. Y si además se trata de un tonto de aquí, español, con todos los complejos, inculturas, envidias y estupidez congénita propios de esta nacionalidad esplendorosa y autosatisfecha de la que gozamos, para qué les voy a contar. Si España exportara tontos al extranjero –a veces lo hace, pero sin organización ni método– seríamos la primera potencia mundial. Los tontos españoles son tontos conspicuos, de pata negra. Matizo, a fin de no avivar talibanismos feminazis: los tontos y las tontas. Para qué voy a mentir: en el fondo me hace ilusión. Si el tonto español desapareciera como especie, la cosa sería tan lamentable como la desaparición del toro de lidia, o la del tertuliano radiofónico que con la misma soltura analiza un resultado electoral que la teoría de campos de fuerza de Maxwell. Una de nuestras señas de identidad nacional se iría a tomar por saco. Cuando los últimos vínculos trimilenarios que unen a nuestra ruin tropa se aflojen del todo, y castellanos, catalanes, vascos, andaluces, inmigrantes y demás vayamos cada uno a nuestro aire, como realmente nos pide el cuerpo, sólo habrá dos cosas que nos sigan manteniendo unidos: el fútbol y lo tontos del ciruelo que somos, o que podemos llegar a ser cuando la Historia, la sociedad, la tele, la moda de turno, nos dan la oportunidad. Que suelen dárnosla.
En tal sentido, me preocupaba que las universidades españolas quedaran al margen del asunto. Perdieran el tren, para entendernos. A fin de cuentas, en sitios así lo que menudea es la inteligencia, la cultura y cosas por el estilo, y a la idiotez se le supone sólo un carácter mínimo, testimonial. Pero la Universidad de Zaragoza acaba de tranquilizarme mucho. El que más y el que menos prevé el futuro siniestro que espera a los universitarios españoles, y sabe que cuanto tiene que ver con progreso, innovación, ampliación de titulaciones, investigación, calidad en la docencia y nuevas tecnologías recae exclusivamente sobre el esfuerzo individual y el sacrificio de un profesorado que cobra menos de 2.500 mortadelos al mes, y eso cuando tiene 20 años de antigüedad. Con este paisaje, la última iniciativa de la docta institución cesaraugustana, de cara al próximo curso, ha sido apadrinar una campaña que, bajo el título Nombrar en femenino es posible. ¡Inténtalo!, y con los nombres y símbolos bien a la vista de la Universidad –cátedra sobre Igualdad de Género, nada menos– y del Gobierno de Aragón, que supongo soltaron la viruta apropiada, reparte a troche y moche folletos de cuatro páginas a color, para que los jóvenes universitarios zaragozanos dejen de invisibilizar a las mujeres mediante deliciosas construcciones en la línea del tópico habitual: el ser humano en vez del hombre, el alumnado sin empleo en vez de los estudiantes desempleados, profesionales en régimen laboral autónomo en vez de trabajadores autónomos, y otros brillantes hallazgos al uso. Con la siguiente –y confusa– afirmación final, que transcribo literalmente en toda su espléndida y analfabeta incongruencia gramatical: «Seguro que, con la práctica, prestas más atención al lenguaje y usas términos para que todos y todas seamos visibles en el discurso».
Por eso digo que estoy tranquilo con lo de las esencias. No hay como la estupidez institucional, con cátedra incluida, para asegurar el futuro. Y el nuestro está garantizado. Tenemos tontos y tontas para rato y para rata.
Arturo Pérez-Reverte

La habitación del hijo


Lo conoce mejor que a ella misma. O creía conocerlo, porque el joven silencioso y reservado que ahora vive en la casa le parece, en ocasiones, un extraño. El niño dejó de serlo hace tiempo. A veces, cuando está fuera, la madre se queda un rato en su habitación, callada, mirando los objetos, los libros –ella compró los primeros y los puso allí, soñando con el lector que alguna vez sería–, las fotos de amigos, de chicas. Las medallas que ganó en el colegio, tenaz, esforzado. Valiente como ella procuró enseñarle a ser. Con el ejemplo del padre: un buen hombre que nunca dice tres frases seguidas, pero que jamás faltó a su deber, ni hizo nada que no fuera honrado. Que educó al hijo con más ejemplos que palabras.
Inmóvil en la habitación, aspira su olor. Desde hace mucho es seco, masculino. Distinto del que tanto añora: aroma de cuerpecito menudo en pijama, olorcillo a carne tibia, casi a fiebre. A bebé y niño pequeño, que con el tiempo se desvanece y no regresa nunca. El crío que aparecía en la cama a medianoche con las mejillas húmedas, después de una pesadilla, para refugiarse a su lado, entre las sábanas. Quizá algún día recupere ese olor con un nieto, o una nieta. Con otro cuerpecito al que estrechar entre los brazos. Ojalá no esté demasiado mayor para entonces, piensa. Que aún tenga fuerza y salud para ocuparse de él, o de ella. Para disfrutarlos.
Libros. Hay muchos en la habitación, y jalonan veinticinco años de una vida. Infantiles, aventuras, viajes, textos escolares, materias universitarias, novela, ensayo, arte, historia. Desde niño, leyéndole cuentos e historietas, orientándolo con cautela, ella fue transmitiéndole el amor por la palabra escrita. La puerta maravillosa a mundos y vidas que acaban por multiplicar la propia: aspiraciones, sueños, anhelos cuajados en largas horas de lectura y templados en la imaginación. La intensidad de una mirada joven que explora el mundo en el descubrimiento de sí misma. Estos libros llevaron al muchacho a reconocerse entre los demás, a moverse con seguridad por el territorio exterior, a descubrir y planear un futuro. A estudiar una carrera bella y poco práctica, relacionada con la lengua, el pasado, el arte y la historia. A licenciarse en sueños maravillosos. En cultura y memoria.
Ahora ella, inquieta, se pregunta si hizo bien. Si la lucidez que estos libros dieron a su hijo no sirve más bien para atormentarlo. Lo sospecha al verlo salir de casa para entrevistas de trabajo de las que siempre vuelve hosco, derrotado. Cuando lo ve teclear en el ordenador buscando un resquicio imposible por donde introducirse y empezar una vida propia: la que soñó. Cuando lo ve callado, ausente, abrumado por el rechazo, la impotencia, la falta de esperanza que pronto sustituye, en su generación, a las ilusiones iniciales. Recuerda a los amigos que empezaron juntos la carrera animándose entre sí, dispuestos a comerse el mundo, a vivir lo que libros y juventud anunciaban gozosos. Cómo fueron desertando uno tras otro, desmotivados, hartos de profesores incompetentes o egoístas, de un sistema académico absurdo, injusto, estancado en sí mismo. De una universidad ajena a la realidad práctica, convertida en taifas de vanidades, incompetencia y desvergüenza. Pese a todo, su hijo aguantó hasta el final. Fue de los pocos: acabó los estudios. Licenciado en tal o cual. Un título. Una expectativa fugaz. Luego vino el choque con la realidad. La ausencia absoluta de oportunidades. El peregrinaje agotador en busca de trabajo. Los cientos de currículum enviados, el esfuerzo continuo e inútil. Y al fin, la resignación inevitable. El silencio. Tantas horas, días, años, de esfuerzo sin sentido. La urgencia de aferrarse a cualquier cosa. Hace una semana, cuando llenaba el formulario para solicitar un trabajo de dependiente en una tienda de ropa de marca, el consejo desolador de un amigo: «No pongas que tienes título universitario. Nadie emplea a gente que pueda causarle problemas».
Tocando los libros en sus estantes, la madre se pregunta si fue ella quien se equivocó. Si no tendría razón su marido al sostener que no está el mundo para chicos con sueños en la cabeza y libros bajo el brazo. Si al pretenderlo culto y lúcido no lo hizo diferente, vulnerable. Expuesto a la infelicidad, la barbarie, el frío intenso que hace afuera. Es entonces cuando, abriendo un libro al azar, encuentra unas líneas subrayadas –a lápiz y no con bolígrafo ni marcador, ella siempre insistió en eso desde que él era pequeño–: «En el mar puedes hacerlo todo bien, según las reglas, y aun así el mar te matará. Pero si eres buen marino, al menos sabrás dónde te encuentras en el momento de morir».
Se queda un instante con el libro abierto, pensativa. Releyendo esas líneas. Después lo cierra despacio, devolviéndolo a su lugar. Y sonríe mientras lo hace. Una sonrisa pensativa. Dulce. Tal vez no se equivocó por completo, concluye. O no tanto como cree. Puede que él forjara sus propias armas para sobrevivir, después de todo. Quizá mereció la pena.
Arturo Pérez-Reverte

España cañí

Vamos a llamarlo, si les parece bien, hospital del Venerable Prepucio de San Agapito. O, si lo prefieren, de los Siete Dolores de Santa Genoveva. Para más datos, añadiremos que está situado en una ciudad del sur de España. Y el arriba firmante –yo mismo, vamos– camina por el pasillo de una de sus plantas después de haber conseguido, tras arduas gestiones, intensas sonrisas y mucho hágame el favor, permiso para visitar a un amigo internado de urgencia, al que sus innumerables pecados y vida golfa dejaron el hígado y otros órganos vitales en estado lamentable.
Voy por el pasillo, en fin, pensando en un informe publicado hace poco: uno de cada diez trabajadores de hospital español sufre agresiones físicas por parte de pacientes o sus familiares, y siete de cada diez son objeto de amenazas o insultos ante la pasividad de los seguratas correspondientes. Que con frecuencia, según las circunstancias, prefieren no complicarse la vida. Y no deja de tener su lógica. Una cosa es decir no alborote, señora, caballero, a un ama de casa de Reus o a un jubilado de Úbeda cabreados con o sin motivo, y otra diferente, más peliaguda, impedir que un musulmán entre a la fuerza con su legítima en el quirófano, decirle a un subsahariano negro de color que no es hora de visitas, o informar a cuatro miembros de la mara Salvatrucha que la puñalada que recibió su amigo Winston Sánchez no se la podrán coser hasta mañana. Ahí, a poco que falle el tacto, sales en los periódicos.
Pienso en eso, como digo, mientras busco la habitación B-37. En éstas llego a una sala de espera con los asientos y el suelo cubiertos de mantas, papeles, vasos de plástico y botellas de agua vacías; y cuando me dispongo a embocar el pasillo inmediato, dos gitanillos que se persiguen uno a otro impactan, sucesivamente, contra mis piernas. Me zafo como puedo, mientras creo recordar que en los hospitales están prohibidos los niños, sueltos o amarrados. Luego miro en torno y veo a una señora entrada en carnes, con una teta fuera y dándole de mamar a una rolliza criatura que sorbe con ansia de superviviente. Slurp, slurp, slurp. A ver dónde me he metido, pienso con el natural desconcierto. Entonces miro hacia el pasillo y me paro en seco.
Imaginen un pasillo de hospital de toda la vida. Y allí, arremolinada, una quincena de personas vociferantes: seis o siete varones adultos, otras tantas mujeres y algunos niños parecidos a los que acaban de dislocarme una rótula en la sala de espera. Sobre los mayores, para que ustedes se hagan idea, tecleas juntas en Google las palabras García Lorca, Guardia Civil, Heredias, Camborios, primo y prima, y salen sus fotos: patillas, sombreros, algún bastón con flecos, dientes de oro y anillos de lo mismo. Sólo les falta un Mercedes del año 74. Los jóvenes visten de oscuro y tienen un aire desgarrado y peligroso que te rilas, a medio camino entre Navajita Plateá y las Barranquillas. En cuanto a las Rosarios, sólo echas de menos claveles en los moños. Las jóvenes tienen cinturas estrechas, pelo largo, negrísimo, y ojos trágicos. Una lleva un niño en brazos. Todas van de negro, como de luto anticipado. Y en el centro del barullo, pegado a la pared, un médico vestido de médico. Acojonado.
«Ha matao ar papa, ha matao ar papa», gritan las mujeres, desgañitándose. Insultan y amenazan al médico los hombres, más sobrios y en su papel. «He dihe que ze moría y za muerto», dice uno de ellos, inapelable. «Te vi a rahá.» El médico, pálido, más blanco que su bata, la espalda contra la pared, balbucea explicaciones y excusas. Que si era muy viejo, que si aquello no tenía remedio. Que si la ciencia tiene sus límites, y tal. «Lo habei matao, criminá», vocifera otro, pasando mucho del discurso exculpatorio. Una de las Rosarios salta con extraño zapateado, agitándose la falda. «Er patriarca», se desmelena. «Er patriarca.» Lloran y gritan las otras, haciendo lo mismo. «Pinsharlo, pinsharlo», sugiere una de las jóvenes. «Que ha matao ar papa.»
Me quedo donde estoy, prudente. Mejor el médico que yo, pienso. Que cada cual enfrente su destino. Algunas cabezas de enfermos y visitantes asoman por las puertas de las habitaciones, contemplando el espectáculo con curiosidad. Miro alrededor, buscando una ruta de retirada idónea. Los dos gitanillos continúan persiguiéndose sobre las mantas y las botellas vacías, y el mamoncete sigue a lo suyo, pegado a la teta. Slurp, slurp. En la máquina del café, dos guardias de seguridad, vueltos de espaldas a lo que ocurre en el pasillo, parecen muy ocupados contando monedas y buscando la tecla adecuada para servirse un cortado. Me acerco a ellos. ¿Hay capuchino?, pregunto, metiendo un euro. Ellos mismos pulsan mi tecla, amables. Estamos los tres en silencio mientras sale el chorrito.
Arturo Pérez-Reverte

Pascal a diario


En una de sus visitas a Combray, Swann, el célebre personaje proustiano, protagonista del primer tomo de En busca del tiempo perdido, despotrica contra «esos cargantes periódicos que nos creemos en la obligación de leer», postergando otras lecturas más provechosas. «Lo que a mí me parece mal –inicia Swann su diatriba– en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en nuestra vida. En el momento ese en que rompemos febrilmente todas las mañanas la faja del periódico, las cosas debían cambiarse y aparecer en el periódico, yo no sé qué, los... pensamientos de Pascal, por ejemplo. Y, en cambio, en esos tomos de cantos dorados que no abrimos más que cada diez años es donde deberíamos leer que la reina de Grecia ha salido para Cannes, o que la duquesa de León ha dado un baile de trajes.» Este anhelo de Swann, nacido del hastío y la perentoria sensación de pérdida de tiempo que a todos nos acomete cuando empleamos nuestras horas en futilidades, no excluye, sin embargo, algunas precisiones paradójicas: así, el distinguido y delicado Swann no se recata de especificar que rompe «febrilmente» la faja del periódico; señal de que, también en él, la ansiedad por enterarse de las noticias banales que trae el periódico triunfa sobre su aristocrático desdén por las cosas mundanas.
Semejante sentimiento contradictorio nos asalta a todos los que empleamos nuestras horas en la lectura de esas bagatelas que diariamente acarrean los periódicos, dignas hoy de trepar a los titulares y, sin embargo, sujetas a una caducidad casi inmediata. Con frecuencia, mientras nos enfrascamos en la entrevista de tal o cual ministro o ganapán áulico, o mientras seguimos los pormenores del fichaje de tal o cual estrellita o asteroide balompédico (que suelen aderezarse con pormenores de su historial venéreo), nos abruma una sensación de despilfarro e ignominia; y pensamos, abrasados por los remordimientos, que ese tiempo precioso deberíamos dedicarlo a otras lecturas de mayor fuste y enjundia. Pero hay algo dentro de nosotros que nos mantiene adheridos a esa lectura trivial; porque, del mismo modo que en el hombre existe un impulso de eternidad, concurre también en él la conciencia de que su andadura por la tierra necesita avituallarse de naderías efímeras (tal vez porque nos alivian la impresión de que a menudo nuestra vida está compuesta de las mismas naderías efímeras: y es que nada consuela tanto al enfermo como descubrir que otros padecen su misma afección). Aunque procuramos fijar la vista en un punto fijo del horizonte, para convencernos de que tenemos los pies en el suelo, también necesitamos zambullirnos en esa turbamulta aturdidora y perecedera que denominamos `actualidad´. El problema empieza cuando la inmersión en esa turbamulta aturdidora nos deja sin aire para llenar los pulmones con un impulso de eternidad; que sospecho que es lo que nuestra época intenta, manteniéndonos entretenidos con ese acopio de cosas insignificantes que tanto exasperaba a Swann.
¡Cuántas veces hemos soñado, como el personaje de Proust, en amueblar los anaqueles de nuestra biblioteca más injuriados por el polvo con mamotretos que compilen las nimiedades de la actualidad, mientras hojeamos un periódico que dedique su tipografía a los pensamientos de Pascal o de cualquier otro filósofo que expanda los territorios del alma! El día en que por fin se obrase ese milagro rasgaríamos la faja del periódico con dedos trémulos, tratando de adivinar los alborozos espirituales que se nos van a brindar; quizá, incluso, ese estado de sublime expectación nos embargaría durante meses. Pero, saturados de palabras eternas, no tardaría en abatirnos un cierto sentimiento de postración. Y entonces, a hurtadillas, como el niño que saquea una despensa, treparíamos a los anaqueles más injuriados por el polvo de nuestra biblioteca y abriríamos «febrilmente» esos mamotretos que compilan las nimiedades de la actualidad; y al leer que tal futbolista ha sufrido una lesión de espalda mientras se desbravaba con tal o cual pindonga, o que tal ganapán áulico ha sido pillado con las manos en la masa cuando concedía tal o cual licencia urbanística, experimentaríamos el alivio de sabernos completos. Porque no sólo de Pascal vive el hombre, sino también de una turbamulta aturdidora de cosas insignificantes. Recemos para que la turbamulta no nos devore.
Juan Manuel de Prada

sábado, 22 de agosto de 2009

domingo, 9 de agosto de 2009

La rebelión de las masas - 21


Los privilegios de la nobleza no son originariamente concesiones o favores, sino, por el contrario, conquistas. Y, en principio, supone su mantenimiento que el privilegiado sería capaz de reconquistarlas en todo instante, si fuese necesario y alguien se lo disputase. Los derechos privados o privilegios no son, pues, pasiva posesión y simple goce, sino que representan el perfil adonde llega el esfuerzo de la persona. En cambio, los derechos comunes, como son los «del hombre» y del ciudadano, son propiedad pasiva, puro usufructo y beneficio, don generoso del destino con que todo hombre se encuentra, y que no responde a esfuerzo ninguno, como no sea el respirar y evitar la demencia. Yo diría, pues, que el derecho impersonal se tiene, y el personal se sostiene.
Es irritante la degeneración sufrida en el vocabulario usual por una palabra tan inspiradora como «nobleza». Porque al significar para muchos «nobleza de sangre», hereditaria, se convierte en algo parecido a los derechos comunes, en una calidad estática y pasiva, que se recibe y se transmite como una cosa inerte. Pero el sentido propio, el etymo del vocablo «nobleza» es esencialmente dinámico. Noble significa el «conocido»: se entiende el conocido de todo el mundo, el famoso, que se ha dado a conocer sobresaliendo de la masa anónima. Implica un esfuerzo insólito que motivó la fama. Equivale, pues, noble, a esforzado o excelente.
La nobleza o fama del hijo es ya puro beneficio. El hijo es conocido porque su padre logró ser famoso. Es conocido por reflejo, y, en efecto, la nobleza hereditaria tiene un carácter indirecto, es luz espejada, es nobleza lunar como hecha con muertos. Sólo queda en ella de vivo, auténtico, dinámico, la incitación que produce en el descendiente a mantener el nivel de esfuerzo que el antepasado alcanzó. Siempre, aun en este sentido desvirtuado, noblesse oblige. El noble originario se obliga a sí mismo, y al noble hereditario le obliga la herencia. Hay, de todas suertes, cierta contradicción en el traspaso de la nobleza, desde el noble inicial, a sus sucesores.

José Ortega y Gasset

Limeña


Limeña que tienes alma de tradición
Repican las castañuelas de tu tacón
Pasito a paso vas caminando por la vereda
Que va entonando como si fuera un bordón
Son aires de marinera con tu tacón

Boquita de caramelo, cutis de seda

Magnolia que se ha escapado de la alameda
Y en tu alma hay un pañuelo
Que enamorado llega hasta el cielo
Perfumado de jazmín
Para bailar marineras por San Martín.
Augusto Polo Campos

sábado, 8 de agosto de 2009

Destrozando la memoria


Les hablaba la semana pasada de manipulaciones históricas y de museos desaparecidos, o pasados por el tamiz del pacifismo simplón, de telediario y foto de periódico, que tanto nos pone. Y al final, por falta de espacio, me quedé con ganas de mencionar también otra clase de museos, esta vez al aire libre: los escenarios de sucesos históricos. Alguna vez hablé aquí del magnífico trabajo de conservación que el Gobierno belga hace en Waterloo, escenario de la última batalla napoleónica. Menos el museo local y la colina artificial del León, desde donde puede abarcarse con la vista todo el terreno, el lugar está intacto. Ni una casa más, o casi, desde 1815. Eso hace posible un continuo ir y venir de visitantes: turistas, aficionados, historiadores, colegios y gente así.
En España, como saben, la situación suele ser la opuesta. Esas cosas tienen mala prensa; no sólo por confusiones ideológicas, sino también, y sobre todo, por ignorancia y desidia. Ni siquiera el franquismo, con todos sus trompeteos y fastos imperiales, se interesó por esos lugares. Excepto los monumentos y placas de la Cruzada contra los rojos malvados, lo demás importaba un carajo. Casi todos los monumentos conmemorativos de la historia de España los debemos a iniciativas cultas del si- glo XIX y principios del XX. Eso dura hasta hoy. El Ayuntamiento de Madrid, por ejemplo, pidió y obtuvo el año pasado, en plena demagogia del Bicentenario, textos para placas que señalarían lugares notables del 2 de Mayo; y que, año y pico después, ni están colocadas ni se las espera. Mientras que en París no hay apenas calle sin mención de que allí murió Fulanito Dupont luchando contra los nazis, las ciudades italianas están salpicadas de alusiones a los que cayeron sotto il piombo tedesco, y a los republicanos españoles se los recuerda más en Francia que en España.
Mucha gente, políticos analfabetos sobre todo, cree que se trata de recordar batallitas del abuelo Cebolleta. Por eso desprecian y degradan lugares que podrían servir como atracción turística y como lección viva de Historia y de memoria. Ahí están, entre muchos, los ejemplos de Las Navas de Tolosa, Arapiles, Bailén –chalets adosados por todas partes–, o la atrocidad que se está haciendo con el paisaje histórico de Numancia, con el proyecto de un polígono industrial que destrozará lo que en cualquier país decente sería de cuidado exquisito y visita obligada para escolares. O el parque eólico marino que se instalará, como si no hubiera otro lugar en toda la costa, exactamente en las aguas donde se libró el combate del cabo Trafalgar. Desparrame este, el de los molinos eólicos –subvencionados con fondos públicos y con mucho interés privado mojando en la salsa–, que pende sobre algunos de los pocos lugares de importancia histórica que nos quedan intactos. Como Uclés.
El caso de Uclés clama al cielo. Aparte de que el pueblo sea de una belleza espectacular con sus calles medievales, sus murallas y monasterio, y de que desde sus alturas pueda contemplarse un paisaje extraordinario, allí tuvieron lugar dos acontecimientos importantes en la historia de España. Uno fue la batalla famosa en la que, el año 1108, un ejército almorávide compuesto de murcianos, valencianos y cordobeses bajo el mando de Tamin Yusuf saqueó la ciudad después de hacer picadillo en la llanura a un ejército castellano, cortando tres mil cabezas cristianas entre las que se contaban las de García Ordóñez –el enemigo del Cid– y el infantito don Sancho, hijo del rey Alfonso VI. Y setecientos años más tarde, en 1809 y exactamente en el mismo sitio, las tropas francesas mandadas por los generales Ruffin y Villatte destrozaron al ejército español del Centro, que mandaban los zánganos incompetentes del general Venegas y el duque del Infantado, haciendo una carnicería de juzgado de guardia. Ese doble campo de batalla, bajo los muros mismos de Uclés, se encuentra milagrosamente intacto; igual que estaba, no hace dos siglos, sino nueve. Y acabo de enterarme de que hay un proyecto, apoyado por la Junta de Castilla-La Mancha, para instalar un parque eólico con torres de 121 metros de altura a tres kilómetros y medio de allí, sobre la sierra vecina. Reventando no sólo ese magnífico paisaje histórico y natural, sino también el del cercano parque arqueológico de Segóbriga. Con fondo de molinillos dando vueltas. Flop, flop. Imaginen la foto.
Confieso, de todas formas, que lo de Uclés lo tengo como asunto personal. Porque también en sus campos se libró una tercera pajarraca, ésta ficticia. O de pastel. Allí, debido precisamente a lo limpio del lugar y su belleza, se situó la escena de la batalla de Rocroi durante el rodaje de la película Alatriste. Así que calculen. Ponerle molinos de fondo al paisaje donde transcurre mi escena favorita, cuando Viggo Mortensen, hecho polvo como sus colegas, le dice al franchute: «Decid al señor duque de Enghien que agradecemos su oferta, pero éste es un tercio español». O sea. Me llevan los diablos.
Arturo Pérez-Reverte

Manejados por la nariz


La primera vez que tuve conciencia del extraño fenómeno que hoy quiero comentarles fue hace un año en Nueva York, en una tienda para niños pijos llamada Abercrombie & Fitch. A mí me divierte mucho observar los manejos subliminales de los que somos objeto en este mundo consumista y en lo primero que me fijé fue en lo estudiado que está todo en esta tienda. Estudiado para vender más, se entiende. Para empezar, todos los dependientes son extraordinariamente guapos, tanto que parecen modelos y, por supuesto, lucen con gran estilo esas prendas deportivas y a la vez bastante caras que hacen furor entre los jóvenes (y no tan jóvenes). Lo segundo en que reparé es en que la tienda está casi en penumbra, tal vez porque así el local parece más enrollado o, quién sabe, porque a oscuras todos los gatos son pardos. Pero lo que más llama la atención de Abercrombie es lo maravillosamente bien que huele la tienda. Yo no sabría describir exactamente qué es ese perfume tan delicioso, pero sí puedo describir lo que no es. No es ni demasiado dulce ni demasiado seco, ni demasiado masculino ni demasiado femenino, por eso no cansa, no molesta, no abruma. El resultado de tan sutil estímulo es que le pone a uno de muy buen humor y, ya se sabe, cuando uno está de buen humor y contento, consume más. Desde hace unos meses he notado que aquí, en Madrid, varias tiendas huelen exactamente igual que ese negocio que acabo de mencionar. Y, como yo debo de ser descendiente directa del perro de Pavlov, en cuanto entro en un local así perfumado, de inmediato me pongo a salivar –o mejor dicho a comprar todo lo que se me ponga por delante–. El otro día comenté este fenómeno con un amigo publicista y él me explicó que existen empresas que se dedican exclusivamente a «perfumar negocios». Sí, como lo oyen. Hay firmas que se ocupan de instalar un sistema de ambientación general acorde con el local y la mercancía que en él se venda. De este modo, tienen en su catálogo de olores no sólo ese delicioso perfume que a mí me incita a comprar como loca, sino otros muchos. Así, por ejemplo, para restaurantes disponen de un sofisticado sistema que expande el perfume por el aire acondicionado y que hace que el local huela a lo que más incite a comer. Por lo visto, lo que resulta más eficaz en estos casos es un olor a horno de leña que recuerda (a los que ya vamos peinando canas) a las cocinas tradicionales o de campo. Las tiendas de ropa para niños, por su parte, pueden perfumarse para que huelan a algo que nos retrotraiga a la infancia, la colonia Nenuco, por ejemplo, o el siempre evocador olor a goma de borrar. En tiempos de crisis estos listísimos señores se han dado cuenta de que lo mejor es recurrir a mensajes subliminales, y nada tan subliminal como el sentido del olfato. No sé ustedes, pero yo me pierdo por un olor, puesto que soy extremadamente sensible a todo lo que me llega por la nariz. No voy a recurrir a la obviedad de afirmar que me echa para atrás un olor desagradable (a quién no). Lo que digo es que un olor me predispone mucho a favor o en contra. De esto me di cuenta de la manera más imprevista hace años, cuando creí que me había enamorado de un tipo horrible. Yo no comprendía por qué me atraía tanto aquel fulano petulante, egocéntrico, tremendo, y pensaba que se debía a eso de que «el corazón tiene razones que la razón no entiende» hasta que me di cuenta de lo que pasaba. Y lo que pasaba era que aquel tipo ‘olía’ igual que un profesor de matemáticas del que yo estaba perdidamente enamorada a los doce años. Desde entonces, presto mucha atención a los aromas, los perfumes, los olores. Y es que, soy muy consciente de lo fácil que resulta que alguien me maneje, como quien dice, por la nariz. Por eso les recomiendo que cuando vayan a una tienda, un restaurante o un local cualquiera, preparen la pituitaria. Y es que en este mundo tramposo en el que vivimos, no sólo puede ser mentira lo que vemos y oímos, sino también lo que olemos y, por tanto, lo que sentimos. Inventos modernos que recurren al más irracional e intuitivo de nuestros sentidos, imbatible combinación, sin duda.
Carmen Posadas

lunes, 3 de agosto de 2009

Tontos (y tontas) de pata negra

Uno comprende que tiene que haber tontos, como tiene que haber de todo. Me refiero al tonto social, o sea. Al que normalmente llamamos tonto del haba. Al imbécil de andar por casa. De diario. Son criaturas de Dios, como dijo San Francisco del hermano lobo, si es que lo dijo, y tampoco es cosa de pasarlos por el lanzallamas. O de pasarlos sin más. Tienen tanto derecho a existir como cualquiera. Incluso un tonto evidente, lustroso, bien cebado, de esos que da gloria verlos, tipo cuñado Mariano, hace su papelito en determinados lugares. Decora el paisaje. Sobre todo si, como ocurre a menudo, no tiene conciencia de lo tonto que es. O de lo que puede ser si se lo propone, en plan película de superación deportiva americana, con el entrenamiento y el esfuerzo adecuado. 
Y es que un tonto en condiciones, situado en el lugar idóneo, el trabajo, la vida cultural, la política, completa la vasta y asombrosa obra de la Naturaleza. La armonía del Universo. Enriquece la vida, para que me entiendan. Sirve como referencia. Como tontómetro del entorno y como brújula para los demás. Por eso siempre he sido partidario de tener un tonto a mano. No demasiado cerca, ojo. Un tonto es como las escopetas: lo carga el diablo. Pero tenidos a distancia y bajo control razonable, se aprende mucho observándolos. La pega principal es que el tonto tiene una asombrosa capacidad reproductora. Se multiplica como una coneja. Y al menor descuido, te rodea como al general Custer. Ciertos ambientes, sobre todo los políticamente correctos, le son en extremo favorables. Y si además se trata de un tonto de aquí, español, con todos los complejos, inculturas, envidias y estupidez congénita propios de esta nacionalidad esplendorosa y autosatisfecha de la que gozamos, para qué les voy a contar. Si España exportara tontos al extranjero –a veces lo hace, pero sin organización ni método– seríamos la primera potencia mundial. Los tontos españoles son tontos conspicuos, de pata negra. Matizo, a fin de no avivar talibanismos feminazis: los tontos y las tontas. Para qué voy a mentir: en el fondo me hace ilusión. Si el tonto español desapareciera como especie, la cosa sería tan lamentable como la desaparición del toro de lidia, o la del tertuliano radiofónico que con la misma soltura analiza un resultado electoral que la teoría de campos de fuerza de Maxwell. Una de nuestras señas de identidad nacional se iría a tomar por saco. Cuando los últimos vínculos trimilenarios que unen a nuestra ruin tropa se aflojen del todo, y castellanos, catalanes, vascos, andaluces, inmigrantes y demás vayamos cada uno a nuestro aire, como realmente nos pide el cuerpo, sólo habrá dos cosas que nos sigan manteniendo unidos: el fútbol y lo tontos del ciruelo que somos, o que podemos llegar a ser cuando la Historia, la sociedad, la tele, la moda de turno, nos dan la oportunidad. Que suelen dárnosla. 
En tal sentido, me preocupaba que las universidades españolas quedaran al margen del asunto. Perdieran el tren, para entendernos. A fin de cuentas, en sitios así lo que menudea es la inteligencia, la cultura y cosas por el estilo, y a la idiotez se le supone sólo un carácter mínimo, testimonial. Pero la Universidad de Zaragoza acaba de tranquilizarme mucho. El que más y el que menos prevé el futuro siniestro que espera a los universitarios españoles, y sabe que cuanto tiene que ver con progreso, innovación, ampliación de titulaciones, investigación, calidad en la docencia y nuevas tecnologías recae exclusivamente sobre el esfuerzo individual y el sacrificio de un profesorado que cobra menos de 2.500 mortadelos al mes, y eso cuando tiene 20 años de antigüedad. Con este paisaje, la última iniciativa de la docta institución cesaraugustana, de cara al próximo curso, ha sido apadrinar una campaña que, bajo el títuloNombrar en femenino es posible. ¡Inténtalo!, y con los nombres y símbolos bien a la vista de la Universidad –cátedra sobre Igualdad de Género, nada menos– y del Gobierno de Aragón, que supongo soltaron la viruta apropiada, reparte a troche y moche folletos de cuatro páginas a color, para que los jóvenes universitarios zaragozanos dejen de invisibilizar a las mujeres mediante deliciosas construcciones en la línea del tópico habitual:el ser humano en vez del hombre, el alumnado sin empleo en vez de los estudiantes desempleados, profesionales en régimen laboral autónomo en vez de trabajadores autónomos, y otros brillantes hallazgos al uso. Con la siguiente –y confusa– afirmación final, que transcribo literalmente en toda su espléndida y analfabeta incongruencia gramatical: «Seguro que, con la práctica, prestas más atención al lenguaje y usas términos para que todos y todas seamos visibles en el discurso». 
Por eso digo que estoy tranquilo con lo de las esencias. No hay como la estupidez institucional, con cátedra incluida, para asegurar el futuro. Y el nuestro está garantizado. Tenemos tontos y tontas para rato y para rata.
Arturo Pérez-Reverte
Félix Velasco - Blog