Si esto era lo que pretendíamos, ya lo hemos conseguido: somos un país en cuyas universidades de mayor prestigio la conquista más innovadora es ahora mismo que en el paraninfo se presente un cocinero y dicte su lección magistral armado con una cazuela, cien gramos de cilantro y un soplete con el que carda un huevo. Nada de minería, ni siderurgia, que hacen ruido y echan humo. Tampoco importan los astilleros, ni la metalurgia, verdaderos nidos del viejo obrerismo ordinario, plural y levantisco. Somos un apático país de flojeras y de viejos en el que los hombres más vigorosos suelen ser mujeres de más de cincuenta años. El dueño de un antro me advirtió hace ya algunos años que al cabo de no mucho tiempo en los clubes de alterne la chica que más trabajaría sería el travesti, el tipo operado con grumosos injertos de pavo al que ahora vemos que carraspea y esgarra al fondo del local. Nos hemos convertido de paso en la plácida residencia de las mafias más burdas del este, la rusa, por ejemplo, que es una mafia alcoholizada y hortera que no tiene el sustento cultural de la ópera, como la italiana, o el sustrato pegadizo del cine, como los irlandeses que peleaban por el licor de contrabando en Chicago. Ni siquiera tenemos actores que pudiesen representar a personajes sólidos y contundentes, de modo que en un casting para revivir en el cine a Abraham Lincoln habría que recurrir probablemente a Pilar Bardem. Somos ya un país decrépito, sin tejido industrial y sin vigor social, una enorme cafetería repleta de tipos gomosos, perfumados y ambiguos que anulan con sus potingues el exquisito olor del postre y les producen verdaderas náuseas a sus perros. Si era eso lo que queríamos, ya lo hemos conseguido. El despilfarro, la especulación y la verbena nos han arrinconado en la costa. Pero es evidente que si nos arrojásemos al mar, nos devolvería con asco la marea.
José Luis Alvite
Félix Velasco - Blog
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