sábado, 30 de mayo de 2009

Vacaciones en el mar

Mediterráneo


Amarrar un barco bajo la lluvia, en la atmósfera gris de un puerto mediterráneo, suscita a veces una melancolía singular. Es lo que ocurre hoy. No hay sol que reverbere en las paredes blancas de los edificios, y el agua que quedó atrás, en la bocana, no es azul cobalto a mediodía, ni al atardecer tiene ese color de vino tinto por cuyo contraluz se deslizaban, en otro tiempo, naves negras con ojos pintados en la proa. El mar es verde ceniciento; el cielo, bajo y sucio. Las nubes oscuras dejan caer una lluvia mansa que gotea por la jarcia y las velas aferradas, y empapa la teca de la cubierta. Ni siquiera hay viento.
Aseguras los cabos y bajas al pantalán, caminando despacio entre los barcos inmóviles. Mojándote. En días como hoy, la lluvia contamina de una vaga tristeza, imprecisa. Hace pensar en finales de travesía, en naves prisioneras de sus cabos, bolardos y norays. En hombres que dan la espalda al mar, al final del camino, obligados a envejecer tierra adentro, recordando. Esta humedad brumosa, impropia del lugar y la estación, aflige como un presentimiento, o una certeza. Y mientras te vas del muelle no puedes evitar pensar en los innumerables marinos que un día se alejaron de un barco por última vez. También, por contraste, sientes la nostalgia del destello luminoso y azul: salitre y pieles jóvenes tostadas bajo el sol, rumor de resaca, olor a humo de hogueras hechas con madera de deriva, sobre la arena húmeda de playas desiertas y rocas labradas por el paciente oleaje. Memoria de otros tiempos. De otros hombres y mujeres. De ti mismo, quizás, cuando también eras otro. Cuando estudiabas el mar con ojos de aventura, en los puertos sólo presentías océanos inmensos e islas a las que nunca llegaban órdenes judiciales de busca y captura, y aún estabas lejos de contemplar el mundo como lo haces hoy: mirando hacia el futuro sin ver más que tu pasado.
En el bar La Marina –reliquia centenaria, sentenciado a muerte por la especulación local–, Rafa, el dueño, asa boquerones y sardinas. A un lado de la barra hay tres hombres que beben vino y fuman, junto a la ventana por la que se ven, a lo lejos, los pesqueros abarloados en el muelle próximo, junto a la lonja. Los tres tienen la misma piel tostada y cuarteada por arrugas como tajos de navaja, el aire rudo y masculino, la mirada gris como la lluvia que cae afuera, las manos ásperas y resecas de agua fría, salitre, sedales, redes y palangres. A uno de ellos se le aprecia un tatuaje en un antebrazo, semioculto por la camisa: una mujer torpemente dibujada, descolorida por el sol y los años. Grabada, supones, cuando una piel tatuada –mar, cárcel, milicia, puterío– todavía significaba algo más que una moda o un capricho. De cuando esa marca en la piel insinuaba una biografía. Una historia singular, turbia a veces, que contar. O que callar.
Sin preguntarte casi, Rafa pone en el mostrador de zinc un plato de boquerones asados, grandes de casi un palmo, y un vaso de vino. «Vaya un tiempo perro», dice resignado. Y tú asientes mientras bebes un sorbo de vino y te llevas a la boca, cogiéndolo con los dedos y procurando no te gotee encima el pringue, un boquerón, que mordisqueas desde la cabeza a la cola hasta dejar limpia la raspa. Y de pronto, ese sabor fuerte a pescado con apenas una gota de aceite, hecho sobre una plancha caliente, la textura de su carne y esa piel churruscada que se desprende entre los dedos que limpias en una servilleta de papel –un ancla impresa junto al nombre del bar– antes de coger el vaso de vino para llevártelo a los labios, dispara ecos de la vieja memoria, sabores y olores vinculados a este mar próximo, hoy fosco y velado de gris: pescados dorándose sobre brasas, barcas varadas en la arena, vino rojizo, velas blancas a lo lejos, en la línea luminosa y azul. Tales imágenes se abren paso como si en tu vida y tus recuerdos alguien hubiera descorrido una cortina, y el paisaje familiar estuviese ahí de nuevo, nítido como siempre. Y comprendes de golpe que la bruma que gotea en tu corazón sólo es un episodio aislado, anécdota mínima en el tiempo infinito de un mar eterno; y que en realidad todo sigue ahí pese al ladrillo, a la estupidez, a la desmemoria, a la barbarie, a la bruma sucia y gris. El sabor de los boquerones y las sardinas que asa Rafa en el bar es idéntico al que conocieron quienes, hace nueve o diez mil años, navegaban ya este mar interior, útero de lo que fuimos y lo que somos. Comerciantes que transportaban vino, aceite, vides, mármol, plomo, plata, palabras y alfabetos. Guerreros que expugnaban ciudades con caballos de madera y luego, si sobrevivían, regresaban a Ítaca bajo un cielo que su lucidez despoblaba de dioses. Antepasados que nacieron, lucharon y murieron asumiendo las reglas aprendidas de este mar sabio e impasible. Por eso, en días como éste, reconforta saber que la vieja patria sigue intacta al otro lado de la lluvia.

Arturo Pérez-Reverte

Las palabras no delinquen


¿Por qué tenemos tanto miedo a las palabras? ¿Por qué hemos introducido en nuestras conversaciones una especie de ‘censura simultánea’ que nos impide referirnos a las cosas por su nombre y nos obliga a recurrir a circunloquios y eufemismos? ¿Por qué hemos convertido el diccionario en un territorio sembrado de minas por el que discurrimos en zigzag? Hace unas semanas participaba en un tumulto vociferante que se pretendía discusión razonada y, un poco harto de aquel batiburrillo discorde, exclamé: «Basta. Esto parece una merienda de negros». Uno de los que participaban en el pandemónium me rectificó, con una sonrisita melindrosa (porque la corrección política gusta mucho de los melindres) en los labios: «Querrás decir `una jaula de grillos´, supongo». Lo fulminé con mi desprecio: «No, he querido decir una merienda de negros, y además de distintas tribus aborígenes del África profunda, cada cual hablando en su dialecto autóctono; los grillos, aunque ruidosos, se entienden perfectamente frotando sus élitros». Se hizo uno de esos silencios afilados, como de patíbulo donde se prepara una ejecución, e intuí que mis contertulios hubiesen deseado poseer en ese momento una guillotina portátil, para rebanarme la lengua.
La censura del lenguaje alcanza extremos irrisorios que desafían la propia lógica del lenguaje. Todos sabemos que los topónimos deben pronunciarse en castellano, cuando utilicemos esta lengua para comunicarnos y el topónimo esté consagrado por el uso. Así, decimos `Londres´ y no `London´; o `Milán´ y no `Milano´. En cambio, se considera ofensivo para las ‘comunidades de factor diferencial’ (permítaseme emplear la jerga de la corrección política) decir `Lérida´ en lugar de `Lleida´. Y es que hay gente que utiliza el idioma como aquellas chachas de sainete que, en ausencia de su señorito, aprovechaban para esconder las barreduras debajo de una alfombra. No saben que las palabras que se sepultan debajo de una alfombra no se extinguen por arte de birlibirloque: la falta de oxígeno las hace fermentar y lo que al principio era un mero rosario de fonemas inofensivos se convierte en un emblema de beligerancia. La represión gratuita o esnob o pudibunda del lenguaje, su enterramiento bajo la alfombra de la corrección política, sólo engendra monstruos de bilis y revanchismo.
Naturalmente, tras la represión semántica suelen subyacer sórdidas razones de conveniencia ideológica. España es ese país donde uno puede decir «soy de izquierdas» como formulación orgullosa; en cambio, a nadie se le ocurre decir «soy de derechas», porque sería tan oprobioso como decir «padezco lepra» o «tengo fimosis». Y así, desde hace años, la gente de derechas en España anda inventándose rocambolescas designaciones que disfracen su adscripción ideológica: que si liberal, que si reformista, que si patatín, que si patatán. Pero la batalla de las ideas empieza a perderse en la batalla de las palabras; y desde que la derecha española admitió que declarar sin ambages su adscripción era un baldón o una ignominia, cedió a su contrincante un terreno que le será muy difícil recuperar. Una vez cedido ese terreno, resultan más bien patéticos sus esfuerzos por «conquistar el centro», por la sencilla razón de que el llamado ‘centro’ es una región brumosa, cuyas coordenadas las establece quien maneja el cotarro. En España el cotarro lo maneja la izquierda, que puede situar el centro donde le pete; y, así, el esfuerzo de la derecha por acercarse al centro es tan estéril y conmovedor como el del gozquecillo que corre en pos de un hueso que nunca puede alcanzar, porque la izquierda lo acerca a su terreno tirando de un hilo. Y, mientras tira del hilo, la izquierda se descojona del gozquecillo.
Los cirujanos del lenguaje creen que la eliminación de esas palabras presuntamente culpables actúa como un exorcismo sobre los problemas que asedian nuestra convivencia; cuando lo cierto es que constituyen una manifestación hipócrita de nuestra incapacidad para remediarlos. Las palabras no son bochornosas ni delictivas: es nuestro trato vergonzante con ellas lo que las convierte en diana de sórdidos mercadeos y puritanismos ideológicos. Quizá, cuando volvamos a hablar con la misma naturalidad con que respiramos, nos demos cuenta de que las únicas palabras que ponen en peligro nuestra convivencia son aquellas que escondemos debajo de la alfombra.
Juan Manuel de Prada

Historia del donuts


El donut se inventó en el siglo XVI en Holanda, donde era conocido como “bollo de aceite”, "olykoek". Se elaboraba con una pasta azucarada que luego se freía. A principios del siglo XVII fue llevado a los Estados Unidos, donde los colonos ingleses lo denominaron "dough nut", o pasta de nueves. Aunque el sabor era muy agradable, tenía un problema, al tratarse de una masa densa, el centro no se freía bien. Dándole vueltas al asunto, un americano, el marinero Hanson Gregory, hizo un agujero en el centro de algunos donuts que estaba friendo su madre, y el resultado fue extraordinario: el Donet estaba tan bien frito que ello mejoraba el sabor. Era el año 1847. Un monumento en la ciudad de Rockport, estado de Maine, recuerdael hecho. No tardó en comentarse en la prensa local que en Norteamérica era posible alcanzar la fama por…nada, por inventar un agujero, es decir, por inventar el espacio vacío.
En la España del siglo XIV ya se conocía con otro nombre: el buñuelo. Tanto la masa frita, algo dulce, como el agujero en el centro, ya estaban inventados en Castilla a finales de la Edad Media. Se comía caliente y se bañaba en miel, siendo un dulce propio de los meses fríos de invierno en sus dos versiones de con y sin agujero. También solían hacerse salados. En los lugares colonizados por los españoles se hicieron buñuelos con los ingredientes típicos del lugar (también con su agujero correspondiente) de yuca, cardamomo,...
Félix Velasco

Historia del croissant


Los turcos habian penetrado en Europa a lo largo de la edad media y habian avanzado a través de los balcanes, siguiendo el Danubio, conquistaron Hungría hasta llegar a las puertas de la ciudad de Viena en el 1529, último bastión oriental de la cristiandad, donde fuero detenidos y rechazados una y otra vez.
Fue en el año 1683 cuando los soldados otomanos, al mando del gran visir Mustafá Pachá, intentaron cavar unas trincheras por debajo de las murallas y que desembocaran en el centro de la ciudad.
Trabajaban de noche para no despertar sospechas, pero no sabían que los panaderos vieneses también trabajaban a esas horas para tener listas sus viandas al amanecer, y fueron los que dieron la alarma a los soldados de guardia, al escuchar el ruido de picos y palas, quienes sorprendieron a los turcos, obligándoles a levantar el sitio en desorden, dejando atrás sus enseres y pertenencias. Posteriormente, la caballería al mando del rey de Polonia Jan (III) Sobiesky relegó a los turcos más allá de las fronteras del estado austríaco.
Así, pues, Viena fue salvada gracias a sus panaderos, los cuales fueron recompensados. El emperador de Austria, Lepoldo I, concedió honores y privilegios a los panaderos; el derecho de usar espada al cinto fue el más apreciado. Los panaderos, a su vez, inventaron dos panes: uno al que le pusieron el nombre de "emperador", y otro, al que llamaron "croissant", o sea "media luna" ("Halbmond" en alemán), este último frágil, como mejor mofa del emblema de los musulmanes turcos.
El primer nombre asociado al croissant es el de Kolschitsky o Kolczycki, cafetero vienés de origen polaco, el cual recibió por su valeroso comportamiento durante la contienda unos sacos de café tomados al enemigo y este hombre tuvo la idea de servir el café con un bollo en forma de media luna y parece ser que fue cuando se abrió el primer café vienes que impuso la moda para el resto de la Europa cristiana, este café se llamo Zur Blauen Flasche “La botella Azul”, allí se servía un café más suave que el preparado por los otomanos, estaba filtrado, se eliminaban los posos y se le añadía crema de leche.
Luego se elaborarían otros tipos de croissant, conservando la forma como el Vanillekipferl, un croissant aromatizado a la vainilla, el Mandelbögen aunque más pequeño pero aromatizado a la almendra, el Mohnbeugel a base de una pasta rica en semilla de amapola, o el Nussbeugel con pasta con nueces y miel.
Fue la reina Maria Antonienta de Austria que se casó con Luís XVI la que popularizó el "croissant" en Francia a partir del 1770, convirtiéndolo en el desayuno típico francés con el nombre de "Lune croissant", que el uso común acortó. Así pues, "croissant" es una palabra francesa que tiene su traducción al castellano como "Creciente", aunque hay quien la traduce como "santa cruz o cruzada", haciendo derivar la etimología de la palabra "Croix-santé".
Félix Velasco

jueves, 28 de mayo de 2009

Jamacuco


Es un andalucismo que hace referencia a una indisposición repentina, pasajera y sin gravedad. Se puede utilizar como sinónimo de malestar, tabardillo, telele, patatús, soponcio o yuyu.
También es posible que esta palabra tenga su origen en la palabra árabe "zamacuco", embriaguez o borrachera, y el posterior mareo que se produce.
Félix Velasco

domingo, 24 de mayo de 2009

Gracias a la vida


Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me dio dos luceros que, cuando los abro,
perfecto distingo lo negro del blanco,
y en el alto cielo su fondo estrellado
y en las multitudes el hombre que yo amo.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me ha dado el oído que, en todo su ancho,
graba noche y día grillos y canarios;
martillos, turbinas, ladridos, chubascos,
y la voz tan tierna de mi bien amado.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me ha dado el sonido y el abecedario,
con él las palabras que pienso y declaro:
madre, amigo, hermano, y luz alumbrando
la ruta del alma del que estoy amando.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me ha dado la marcha de mis pies cansados;
con ellos anduve ciudades y charcos,
playas y desiertos, montañas y llanos,
y la casa tuya, tu calle y tu patio.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me dio el corazón que agita su marco
cuando miro el fruto del cerebro humano;
cuando miro el bueno tan lejos del malo,
cuando miro el fondo de tus ojos claros.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me ha dado la risa y me ha dado el llanto.
Así yo distingo dicha de quebranto,
los dos materiales que forman mi canto,
y el canto de ustedes que es el mismo canto
y el canto de todos, que es mi propio canto.
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Violeta Parra

Los quemalibros


Quemar libros es, qué duda cabe, uno de los placeres psicóticos predilectos de toda clase de fundamentalistas religiosos, nacionalistas o de cualquier índole, como paladear el más delicioso caviar para un gourmet. Para dichas mentes estrechas en su visión del mundo, la aniquilación por el fuego de aquellas obras transgresoras no es sólo una labor pía o necesaria para hacer predominar sus concepciones inherentemente justas y virtuosas (según ellos, claro, miren qué casualidad), sino además les proporciona el placer moral de ver arder simbólicamente a sus enemigos (cuando no hacen arder a los escritores o lectores de esos libros también, por supuesto). En Siglos Curiosos, hacemos un brevísimo repaso de quienes han pretendido iluminar al mundo con la vibrante luz de sus hogueras alimentadas por los libros que pecan en la indelicadeza de... no ser de su egregio e inspirado gusto.
Hacia 429 a.C. En la civilizadísima Atenas, la obra del agnóstico Protágoras de Abdera es condenada por impiedad, y una sentencia judicial ordena quemarla. En la actualidad no se conserva ninguna de estas obras, salvo por citas y referencias de segunda mano.
Hacia el año 213 a.C. Tsin Shi Huangti, Primer Emperador de China, decide que la cultura china va a recomenzar entera desde cero. Y ordena quemar todos los libros antiguos. Sólo se salvan los de Medicina y Astrología, por ser conocimientos útiles para la nueva sociedad. El libro chino de Historia más antiguo conocido, es posterior en casi tres cuartos de siglo.
Hacia 168 a.C. El monarca seléucida Antíoco IV, como parte de su persecusión contra los judíos, ordena quemar libros rabínicos (fundamentalmente la Torá).
Hacia 390 d.C. El Emperador romano Teodosio, fanático cristiano y acérrimo perseguidor de paganos, en convenio con el Obispo Teófilo de Alejandría, ordena el asalto de la Biblioteca de Alejandría, quemándose los libros que pudieran contribuir a la perpetuación de la cultura pagana.
640 d.C. El Califa Omar conquista Alejandría. Consultado sobre qué hacer con los libros que quedaban de la celebérrima Biblioteca de Alejandría, dice: "si están en contra del Corán son heréticos, y si están a favor del Corán son superfluos". Los rollos que son herencia cultural de más de un milenio de civilización, son utilizados como combustible para calentar el agua en las calderas de los baños públicos de la ciudad.
1210 d.C. y después. Los católicos ordenan diversas quemas de libros que hacen apología del Catarismo. Y como parece poca diversión ver turros de páginas arriscándose por el fuego, asan a los cátaros mismos también, combo doble por el mismo precio.
1497 d.C. Girolamo Savonarola, fraile dominico y a la sazón amo de facto de Florencia, decide purificar la ciudad quemando todo lo que pueda ser considerado como pecaminoso, incluyendo libros. El incinerador acabará incinerado a su vez, un año después, por emprenderlas contra el Papa.
1553 d.C. Calvino, el rigorista teólogo devenido en déspota de Ginebra, ordena la quema de los libros del católico Miguel Servet, por herejía. Y en sabia prevención de que quizás siguiera escribiendo en el futuro, ordena quemarle a él también.
1563 d.C. El piadoso Obispo de Yucatán, Diego de Landa, ordena quemar todos los códices de la cultura maya, como resabios de la barbarie y el paganismo que no tienen cabida en una civilización cristiana como Dios manda. Pero no sin antes utilizar mucho de este material para escribir su propio libro, la "Relación de las cosas del Yucatán"...
1793 d.C. Durante la Revolución Francesa, el abogado Maximiliano Robespierre considera que el mejor expediente para defender la Razón y los ideales ilustrados, es ordenando la quema de libros que defiendan el Catolicismo, el clericalismo o el Absolutismo. Por alguna razón, no hay réplica en el muy racional debate.
1933 d.C. Una serie de obras literarias, científicas y artísticas son quemadas por el Tercer Reich. Se incluyen las obras del "degenerado" de Sigmund Freud, y muchas obras judías.
1966 d.C. En el seno de la Revolución Cultural ordenada por Mao Tsé Tung en China, se llevan a cabo varias quemas de libros. Se reporta que en la región de Xinjiang, donde existen comunidades musulmanas, se queman los Coranes que se encuentran.
Y no olvidemos las quemas de textos literarios varios, organizadas de manera más o menos espontánea por comunidades de todo tipo: los musulmanes quemando los "Versos satánicos" de Salman Rushdie, los cristianos integristas quemando ejemplares de Harry Potter... Tiene su ironía que, suponemos, viviendo en una moderna civilización como la nuestra, tuvieron que haberlo comprado (y enriquecido a la editorial y al escritor con ello) antes de quemarlos...
Tomado del blog "Siglos Curiosos"

Historia del mundo sin trozos aburridos

Os recomiendo el libro "Historia del mundo sin trozos aburridos" de Fernando Garcés, está lleno de anécdotas y comentarios interesantes que enriquecerán nuestra cultura personal.
Pongo un ejemplo: "Desde hace unos 440 millones de años, se han sucedido, al menos, cinco extinciones especialmente letales. El 99 % de las especies que han poblado el planeta han desaparecido tarde o temprano. Nosotros y todo lo que vive hoy en la Tierra somos descendientes del 1 % restante…"
Félix Velasco

Piénselo dos (o tres) veces


Permítame un consejo, caballero. Si se tropieza con un fulano que le está dando una felpa a su legítima, o sucedáneo, piénselo dos veces, incluso tres, antes de meterse en jardines. Estoy de acuerdo en que esas cosas no deben tolerarse. Admito, además, que no permiten reflexión previa, pues actúa el piloto automático. Todo depende de la casta y virtud de cada cual. En principio, ante tales situaciones se es un mierdecilla o un tío decente. Ésa es la teoría ética. Pero estamos en España. Si defiende a señoras maltratadas, sepa a qué se expone. Una juez de Vigo nos lo recordó hace unas semanas, calzándole 3 meses de cárcel y 15.550 euros de multa a un joven de allí. Éste había cometido la ingenuidad de impedir que un pavo maltratase a su pareja. Le afeó la conducta y recibió un cabezazo. Entonces se lio la pajarraca, y el defensor de la moza le dio al otro una patada en la cara, rompiéndole la mandíbula. Lo instructivo no es que el juicio se haya celebrado tres años después, ni que la defendida –como es frecuente– defendiera al que le zumbaba, en plan soy de mi Paco y puede darme hasta con la hebilla, si quiere. La lección cívica del asunto reside en que la juez, aun admitiendo que la defensa fue oportuna y que el primer leñazo lo sacudió el maltratador, empitonó al defensor de doncellas pese a que la sentencia reconocía que su reacción inicial «fue legítima», que el otro le dio el cabezazo «con ánimo de menoscabar su integridad física» y que el joven largó la patada «para repeler la agresión y evitar que continuase». Pese a lo cual, la juez estimó que la patada en el careto fue, sin embargo, «un exceso defensivo que no puede estar ya justificado por una notoria desproporción en el mismo». Dicho en cristiano, que el joven tenía que haberse defendido, pero menos. Con la puntita nada más. Dando unas pocas bofetadas con la mano abierta, o con unos calculados puñetacitos en el hombro. Una pelea civilizada, vamos. Políticamente correcta. De esa manera, el otro, acojonado, habría dejado de darle cabezazos. Seguro.
Me va a perdonar la juez de Vigo. De tribunales sabrá mucho, pero de peleas no tiene ni puta idea. Tampoco es que yo sea un experto. Me apresuro a matizarlo, por si acaso. Siempre fui –lo juro por el cetro de Ottokar– un cruce de osito Mimosín, Bambi y conejillo Tambor. Más o menos. Pero cualquiera que haya visto atizarse de verdad a dos tíos –la calle no es el cine– sabe que cada cual se las arregla como puede, y una vez metido en faena no anda calculando con qué da y dónde lo hace. La defensa con manos desnudas sólo es excesiva o desproporcionada si te ensañas cuando ya tienes al otro en el suelo. Mientras, se pelea para tumbarlo, con la sangre caliente y con la pericia y el coraje disponibles, procurando dejar fuera de combate a un adversario que, mientras colee, se revolverá contra ti. Y eso es lo que hay que evitar: que colee. Hasta ahí es razonable. Cuando se esparrama de tú a tú, con dos jambos dándose estiba, la desproporción viene si uno de ellos echa mano de herramientas que desequilibran la cosa, como un objeto contundente o una navaja empalmada. E incluso en tales casos lo desproporcionado es relativo. No es igual vérselas con uno de tu misma edad y calibre, que ser un tirilla de sesenta kilos delante de un animal de dos metros de largo por uno de ancho, o tener que zafarse de cuatro o cinco que te están breando o te van a brear. Ahí, a veces hay que echar mano a algo: una silla, una botella. En cualquier caso, y con permiso de la juez de Vigo, del Código Civil y del Código Da Vinci, lo aconsejable siempre es madrugar. Ser rápido, brutal y eficaz en la medida de las posibilidades que ofrezca tu forma física y tu propio cuerpo. Tu edad y tu destreza. Quien pelea lo hace para ganar, no para que lo inflen, si puede evitarlo. Si no, lo mejor es no meterse. Así que ya me dirán ustedes, en ese contexto, si va a andar uno calculando dónde pega la patada, si el golpe lo da con el puño o con la palma, si la fuerza que aplicas al leñazo que consigues colocarle al otro para menoscabar su integridad física es proporcionada, o si vulnera el artículo 33, apartado 48 bis, de la ley integral de Hostias Callejeras.
Resumiendo: cuando ayudas a una mujer, asumes una posible pelea. Y, de igual a igual, ésta no hay forma de ganarla si no es rompiéndole la cara al otro. Así que en Vigo han hecho mal tercio a las maltratadas y a los pardillos que aún las defienden. La letra de la Ley es imperfecta, y el sentido común de quienes juzgan debe templar sus errores y lagunas. Puesto que a ningún maltratador se lo disuade con palabras o una simple bofetada, la sentencia de Vigo sitúa el problema en un punto imposible. O te dejas machacar y pierdes la pelea, como el profesor Neira, o te buscas la ruina si la ganas. Hagas lo que hagas te la endiñan, y sólo aplauden si entras en coma. Eso es un disparate. Uno más de esta absurda Justicia nuestra, que siempre privilegia al canalla sobre las personas decentes. Quizás algunos jueces deberían darse una vuelta por la calle. Por la vida.
Arturo Pérez-Reverte

Hinchada retórica


Ando leyendo en estos días un libro hermoso y terrible, Los cuadernos de Rusia, que es un diario de campaña de Dionisio Ridruejo en el que narra su experiencia en la División Azul. El libro, que tiene algo de crónica de una desilusión, está preñado de estampas de una belleza sangrante, meditaciones traspasadas de un dolor escueto y poemas escritos a vuelapluma, añorantes de un cielo donde no impere la muerte. También intercala Ridruejo, aquí y allá, observaciones vivísimas, como la que hace, mientras los divisionarios españoles avanzan hacia el frente ruso, a propósito de unos periódicos españoles atrasados: «Los tomo con ilusión y los leo con extrañeza: ante todo, esta retórica nuestra es demasiado hinchada y manifiesta, al menos para ser leída aquí. Nuestros ideales, aquí, se hacen mucho más sencillos e, incluso, un tanto tenues: están anegados, aunque hondamente ciertos, en nuestro presente elemental de soldados que están en sus pequeñas cosas, en sus primarias alegrías y necesidades. Luego me extraña también el comercio normal de los intereses y las preocupaciones de la vida política, de la vida literaria, de la vida de sociedad: elogios civiles, condecoraciones, críticas, teorías, polémicas. Todo es lejano y como de otro mundo abandonado sin mucha nostalgia. Aunque es el mundo mío y bien lo sé».
¿Quién no ha experimentado alguna vez esta misma impresión de desasimiento o lejanía, de música cuyos compases conocemos bien pero que, oídos con la debida distancia, nos suena a fanfarria ampulosa? Esa «hinchada retórica» de la que nos habla Ridruejo, ¿acaso no es la misma que sigue lastrando nuestra vida pública, tal como nos la describe la prensa? Puedo imaginarme la sensación de hastío y fatiga que en el soldado enviado en misión militar a tal o cual paraje extramuros del atlas provocará la lectura de los periódicos donde se detallan las disputas de nuestros políticos, a propósito de la duración o la pertinencia de tal misión. Puedo imaginarme la exasperación del misionero, inmerso en los océanos de miseria que anegan continentes enteros, cuando lee los parlamentos y arengas que se sueltan en los organismos internacionales presuntamente creados para combatir tal miseria. Y puedo hacerlo porque yo mismo –¿y quién no?– he llegado a experimentar algo parecido cuando, poniendo tierra de por medio, me asomo a los afanes que ocupan portadas en los diarios y abren los noticieros televisivos.
Suele ocurrirme cada vez que viajo fuera de España. Durante unos días, ocupado en mis asuntos o entregado a la observación de paisajes y de gentes, permanezco desconectado de lo que está sucediendo por estos pagos. Y, de repente, al pasar por un kiosco donde venden periódicos españoles, sucumbo a la tentación de comprarlos y echarles un vistazo. La primera impresión que me golpea es de ‘suspensión temporal’: han transcurrido diez o quince días desde que abandonamos nuestro país, pero los asuntos que siguen enconando la vida nacional siguen siendo los mismos: idénticas las trifulcas de nuestros politiquillos, idénticas las diatribas de nuestros analistas, idénticas la estulticia y la pompa de quienes debieran mostrar algo más de inteligencia y humildad. ¿Idénticas? No del todo. Porque todo ese pandemónium de vanidades y estridencias, mientras participábamos de su confusión cotidiana –aunque sólo fuera por proximidad física–, nos parecía el pan nuestro de cada día, incluso llegaba a atraparnos en su telaraña viscosa, provocando en nosotros una suerte de asquerosa complicidad; y, casi sin darnos cuenta, pasábamos a formar parte del embrollo, reproducíamos a pequeña escala –entre nuestros familiares y amigos, entre los compañeros de la oficina– las mismas trifulcas en las que se enfangan nuestros politiquillos, las mismas diatribas en las que se enzarzan nuestros analistas. Pero, contempladas desde la atalaya de la distancia, esas mismas trifulcas y diatribas se nos antojan ‘hinchada retórica’, pataleos de chiquilines rabiosos, aspavientos de charlatanes. Y sentimos entonces que todo ese zurriburri ni siquiera nos roza; sentimos el desapego grimoso que en nosotros provoca la cháchara ajena a nuestras primarias alegrías y necesidades. Es apenas un lapso de lucidez, porque sabemos que ese mundo que se nos antoja ridículo es el nuestro; pero esa conciencia de ridiculez no nos abandonará ya nunca. Y, aunque luego, de regreso al hogar, volvamos a participar del encono que lastra la vida nacional, sabemos –irremediable, dolorosamente– que estamos participando de una farsa.
Juan Manuel de Prada

Arenas movedizas


Algunas autoridades autonómicas despliegan una extraña ojeriza contra el idioma castellano que resulta, como poco, de difícil explicación. Como si el idioma fuese, por sí solo, culpable de alguno de los males que supuestamente han pasado en su imaginario personal, en determinadas comunidades autónomas se ha desplegado concienzudamente un estado oficial de antipatía administrativa por el idioma común. La reciente Ley de Educación aprobada en Cataluña corrobora lo antedicho. La política educativa del Gobierno balear, más o menos por el estilo. El desalojado Gobierno gallego anterior a la victoria de Núñez Feijoó, tres cuartos de lo mismo. Siempre con el PSOE de por medio, por cierto. El mismo PSOE, en cambio –mediante un pacto con el PP, evidentemente–, es el que en la Comunidad Autónoma Vasca ha equilibrado el ansia exterminadora del PNV y sus mariachis y ha garantizado una enseñanza en equilibrio. En las calles de Barcelona, Palma o Santiago se habla castellano con absoluta normalidad, se alterna esta lengua con la que se considera propia –todas ellas muy similares– y se crea un espacio común de convivencia que la ciudadanía desarrolla con perfecta normalidad desde hace tantos años como existe el habla. ¿Por qué ese empeño, pues, en estigmatizar el uso de una lengua que es propia desde el momento que es usada por, al menos, la mitad de la población?
La lectura de las principales disposiciones de la ley catalana sorprende por su contumacia en disponer del catalán en todos los ámbitos de la vida estudiantil. Resulta esperanzador tan sólo que la enseñanza del castellano sea impartida en castellano, que a punto estuvieron de evitarlo; el inglés, parece, tendrá el mismo o mayor número de horas a la semana. Las autoridades catalanas entienden que los niños llegan al colegio con el castellano aprendido de casa: «Eso ya lo hablas con tu papá, nene, que es de Badajoz y así lo aprendes tranquilamente». En la escuela se vigilará que todo, absolutamente todo, sea en catalán. Comprensible que se pretenda que el uso del catalán, de considerarse tan mayoritario como único en un futuro, se corresponda con un dominio absoluto por parte de los hombres y las mujeres del mañana, pero ¿hasta el punto de inculcar al alumnado una especie de menosprecio institucional por una lengua que tendrán que utilizar con más frecuencia de la deseable para las autoridades? ¿O creen de verdad que lo que espera dentro de cien años es una arcadia aparte en la que catalanes y baleares no tengan que relacionarse en absoluto con el resto de los españoles? ¿Tal vez esperan que sus negocios con los aragoneses se realicen en inglés?
Batallar contra el castellano es una labor absurda: guste más o menos, su salud y vigor social están en expansión. Se entienden prioridades idiomáticas, incluso el uso vehicular de una lengua por encima de la otra –castellano, gallego y catalán son tan semejantes que pasar de una a otra no debe suponer ningún sacrificio lingüístico–, pero inculcar ojerizas normativas sólo lleva a sus impulsores al ridículo. La gente, lo admita con más o menos disgusto, hablará lo que quiera, aunque el uso de un idioma concreto sea imprescindible para relacionarse con la Administración. Y lo hará por muchos comisarios que le pongan sobre el hombro. Sólo que no dotarán a varias generaciones de ciudadanos de un arma estratégica de primer orden: hablar castellano tan sumamente bien como hablan gallego, vasco o catalán. Los jóvenes que viven en esas comunidades deben hablar esos idiomas a la perfección –no encontrarán en este articulista a alguien que crea menor el conocimiento de esas lenguas, antes al contrario–, pero no es bueno que vayan a conocer el castellano a través de Gran Hermano o de Operación Triunfo. Los odios a los idiomas se pagan muy caros a largo plazo. Díganmelo a mí, que no sé escribir bien el catalán debido a que, en mi edad de escuela, también lo aprendí en la calle.
Carlos Herrera

El "efecto mirón"


La Policía llama ‘efecto mirón’ a ese fenómeno que se produce tras un accidente de tráfico cuando el resto de los conductores aminora la marcha con ánimo de ver a los heridos y también a los muertos. Por lo visto, todos somos víctimas potenciales de ese efecto que, en principio, puede relacionarse con un deseo de ayudar a los accidentados, pero que no siempre es así, puesto que se produce igualmente (o incluso más) cuando ya los heridos están al cuidado de los servicios médicos. ¿Qué es lo que hace que personas como usted y como yo se sientan atraídas por la visión de algo tan terrible? ¿A qué se debe que el dolor o la adversidad ajena se convierta tan fácilmente en espectáculo y cuál es la irresistible atracción de lo horrendo? Doctores tiene la Iglesia y supongo que el fenómeno estará más que estudiado desde el punto de vista psicológico, pero no es exactamente de este `efecto mirón´ del que quiero hablarles hoy, sino de otro similar y aún más extendido. Me refiero a la atracción que ejerce en nuestras vidas la llamada `telebasura´. Con la telebasura ocurre como con tantas otras cosas pelín vergonzosas: nadie reconoce consumirla. Si hacemos caso de lo que cuenta la gente en entrevistas públicas o en comentarios en la calle, aquí todo el mundo es espectador del canal historia, de los documentales de focas o del canal cocina. Mentira podrida, claro. Los programas más vistos son esos engendros que todos conocemos y que no vale la pena enumerar aquí. Yo, que llevo años dedicada a la inacabable tarea de tratar de descifrar mi lado oscuro y mis pulsiones más bajas, creo que sé, en mi caso, a qué se debe la atracción. He de explicar, antes que nada, que hay cierto tipo de bazofia televisiva que, pese a todo, no soy capaz de consumir. Odio los Gran Hermano en todas sus modalidades, también las Operaciones Triunfo en las suyas y se me atragantan bastante los realities en los que la gente ventea sus miserias sexuales y cosas así. En cambio, no puedo resistir quedarme enganchada varios minutos cuando veo a dos pseudoperiodistas discutir sobre los novios/infidelidades/traiciones/etcétera de ciertos famosos por los que no siento interés alguno. ¿Y qué hace que me quede ahí atrapada como una mosca en tan pegajosa telaraña oyendo hablar de gente que me importa un rábano? Mi conclusión es que se trata del antes mencionado `efecto mirón´, en otras palabras, de la atracción de lo horrendo. A diferencia de los pesimistas irredentos que piensan que el ser humano no tiene arreglo, a diferencia también de los optimistas irreductibles que creen que somos unos seres miríficos y buenísimos, yo creo que somos las dos cosas a la vez. Abyectos y maravillosos, capaces de lo más sublime y también de lo más infame. De ahí que nos sintamos atraídos tanto por lo bello como por lo abominable, por una grandiosa puesta de Sol y por el más desagradable de los espectáculos, como puede ser un cuerpo mutilado en una cuneta o dos papanatas discutiendo sobre las capacidades amatorias de Ana Obregón. Por eso pienso que es una falacia ese argumento de que la telebazofia existe porque es lo que el público quiere ver. Ese público, al que tanto menosprecian, consumiría iguales cantidades de horas televisivas si le ofrecieran programas de gran calidad como demuestran, por cierto, los shares que alcanzan varias series que se emiten ahora en un par de cadenas. Creo que así como todos llevamos dentro un voyeur, una marujona y hasta un sadomaso, si me apuran, también llevamos un artista, un poeta y un samaritano. De ahí la responsabilidad de los que hacen las programaciones de no servirse sólo de nuestro lado oscuro para hacer sus productos televisivos. El verdadero problema de los contenidos en televisión no es que la gente sea tonta y cotilla y por eso le dan lo que pide. El problema es que es mucho más barato invitar a un famosillo para que cuente los secretos de su entrepierna (aunque le paguen un pastón) que producir una serie televisiva de calidad. De ahí el éxito del `efecto mirón´. La culpa de todo: el maldito parné, como siempre.

Carmen Posadas

sábado, 16 de mayo de 2009

Apatrullando el Indico


Imperativos de las artes gráficas obligan a escribir esta página un par de semanas antes de la fecha en que se publica. Lo aclaro porque es posible –poco probable, pero posible– que, cuando lean estas líneas, la fragata española destacada en el Índico haya destruido a cañonazos a toda una flotilla de piratas somalíes, o que nuestros comandos de la Armada, tras recibir vigorosa luz verde del implacable Ministerio de Defensa español, hayan liberado heroicamente a varios rehenes españoles o extranjeros, liándose a tiros, bang, bang, bang, y dándoles a los malandrines las suyas y las del pulpo sin pagar rescate ni pagar nada. Que no creo, la verdad. Aquí eso del bang bang se mira mucho, no vayamos a darle a alguien, que encima es negro y desnutrido, aunque lleve Kalashnikov, y a ver qué dicen luego la prensa, las oenegés y las estrellas del cine español. Pero nunca se sabe.
Hoy quiero hablar de una foto. En ella aparece la titular de Defensa, señora Chacón, con varios portavoces parlamentarios –el señor Anasagasti, la señora Rosa Díez y algún otro padre y madre de la patria– a los que invitó al océano Índico para retratarse a bordo de la fragata Numancia; que como saben forma parte del dispositivo internacional que allí protege, o lo intenta, el tráfico mercante. En la foto, los portavoces varones y hembras sonríen felices, cual si acabaran de cantarle a la marinería lo de «Soldados sin bandera/soldados del amor», satisfechos por llevar al cuerno de África un mensaje de compromiso y firmeza. Mucho ojito, piratas malvados, que con España no se juega. Aquí estamos todos, unidos como una piña colada, para dar aliento a nuestros tiradores de élite. Cuidadín. Etcétera. Estoy seguro de que, después de verlo en el telediario, las familias de los tripulantes de atuneros, petroleros, portacontenedores y otros barcos españoles duermen tranquilas. Relajadísimas. Nuestra Armada está ojo avizor, y nuestros políticos la apoyan. El protocolo operativo contempla el uso de la fuerza, siempre y cuando no peligre la vida de secuestrados ni de secuestradores. O algo así. A ver qué pirata le echa huevos y se atreve ahora.
Debo confesar algo inconfesable. Y, por tanto, lo confieso. Habría dado mi colección completa de primeras ediciones en gabacho de Corto Maltés –blanco y negro, editorial Casterman– porque, en el momento mismo de la foto, una docena de piratas somalíes hubiesen decidido sumarse por su cuenta al homenaje. Me tiembla el dedo de placer, dándole a la tecla, al imaginar a una docena de Isas y Mojamés abordando la Numancia con su cayuco mientras todo el mundo estaba pendiente del fotógrafo. Hola, buenas. Aquí mi cuñado, aquí mi primo. El del lanzagranadas es mi suegro. De momento nos van a pagar ustedes veinte kilos en billetes nuevos. Si no es molestia. Y díganle a la rubia de las gafas y los piños que deje de hablar por el móvil pidiendo auxilio y se siente, coño.
Y luego el operativo. Gabinete de crisis en Moncloa. Café y expertos. Ese presidente Zapatero telefoneando a Obama para preguntarle qué haría él en un caso similar, y el otro respondiendo que ya lo hizo: no pagar un duro y cargarse a los malos. Eso es totalitario, responde Zapatero. Indigno de un presidente afroamericano de color. Entre Sarkozy y tú me vais a desmontar el chiringuito con vuestros putos pistoleros. Nosotros tenemos Alianza de Civilizaciones, chaval. Somos líderes en eso. Además, te informo de que la violencia sólo engendra violencia. La piratería está tocando fondo, dentro de un par de meses empezará a disminuir, y mi gobierno ya toma medidas para que cuando desaparezca del todo, que será pronto, África y sus habitantes encuentren a España preparada para convertir aquello en Hollywood. Que no te enteras, tío.
Y después, tatatachán, el desenlace. Al alba y con viento de levante, tras arduas y enérgicas negociaciones a través de la embajada de Cataluña en Mogadiscio, el ministro Moratinos anuncia otro éxito diplomático y humanitario sin precedentes: «Hemos pagado enérgicamente –dice sin despeinarse– el rescate en un tiempo récord, cosa nada fácil con las transferencias, los horarios de bancos y demás. En cuanto a lo que de verdad preocupa a los españoles, la salud de los piratas, diré que todos se encuentran bien; excepto uno que, al abalanzarse a robarle el reloj al señor Anasagasti, resbaló y se hizo pupita en un dedo. La ministra de Defensa ha fletado un avión para trasladarlo a un hospital de Madrid –ella misma le sostiene el gota a gota de plasma–, y confiamos en su recuperación. Son daños colaterales inevitables en estas operaciones de precisión y alto riesgo. Por otra parte, el cabo primero de infantería de marina Manolo Gómez Cascajo, que en un momento dado sugirió coger los Cetmes y achicharrar por el morro a los piratas, ha sido seriamente amonestado por Defensa, y su próximo destino será censar focas en Chafarinas. Por querer matar negros y por fascista».
Arturo Pérez-Reverte

Amnesia selectiva


Unos neurólogos americanos andan experimentando con una droga que inhibe la secreción de una enzima asociada a la memoria. Su propósito, según nos revelan, consiste en lograr una suerte de ‘amnesia selectiva’ que permita a los consumidores de la droga en cuestión olvidar traumas del pasado, adicciones vergonzantes y, en general, ‘mejorar la memoria’, despojándola de recuerdos embarazosos o aflictivos, asociados a las atrocidades o meros deslices cometidos en algún pasaje recóndito de su biografía. Aunque la noticia haya trepado a los titulares de los periódicos más pretendidamente serios del mundo, salta a la vista que esta búsqueda de ‘amnesia selectiva’ constituye una de esas supercherías científicas con las que periódicamente nos embaucan; pues, suponiendo que la memoria se pueda en efecto manipular mediante la inhibición de una enzima, parece bastante improbable que un producto de laboratorio pueda completar el escrutinio de nuestros recuerdos y extirpar aquellos que nos resulten enojosos, como haría el bisturí de un cirujano con las verrugas que afean nuestro cutis. Pero que tal superchería haya obtenido la atención mediática nos revela que responde a un anhelo cierto de los hombres de nuestro tiempo; anhelo tal vez inconfesable que la coartada cientifista adecenta o prestigia.
Tal anhelo no es otro que la abolición de la conciencia moral, aunque se disfrace de propósitos salutíferos. ¿Y qué es la conciencia moral? Pues es la capacidad del hombre para razonar sobre la ética, para discernir lo que es bueno y lo que es malo, lo que es justo e injusto; y, por extensión, la capacidad para pensar y obrar según tales patrones de juicio, de tal modo que el hallazgo de verdades morales objetivamente válidas guíe nuestra conducta, de tal modo que cuando nos apartamos de tales verdades nuestra naturaleza se rebele, sintiéndose culpable. Este ‘sentimiento de culpa’ es lo que permite combatir el mal en sus fundamentos, independientemente del perjuicio que nos ocasione (a nosotros mismos o a un tercero), pues califica éticamente nuestra conducta; cuando ese sentimiento de culpa o conciencia del mal cometido desaparece –como ocurre en nuestra época–, el mal sólo puede combatirse en sus consecuencias; esto es, en la medición del perjuicio que causa a terceros. Así, por ejemplo, nuestra época no califica moralmente las aberraciones sexuales, puesto que el pensamiento, al no infligir daño a terceros, no delinque; y sólo actúa cuando tales aberraciones son ejecutadas a costa de un tercero. Pero desde el momento en que la conciencia moral se oscurece, dimitiendo de calificar tales aberraciones, desaparece el freno que las atacaba en su fundamento, y las consecuencias de tales aberraciones no hacen sino crecer, hasta el extremo de que la ley no se basta para frenarlas. Y, con el oscurecimiento de la conciencia moral, incluso ese perjuicio causado a terceros puede tener mayor o menor gravedad, o incluso carecer de gravedad alguna, dependiendo de nuestros intereses: así, por ejemplo, una mayoría social puede determinar interesadamente que enriquecerse sin tasa, aunque sea a costa de expoliar a otros, no debe combatirse; o también que se aborte a mansalva; o que la palabra dada no nos obligue, etcétera. Ejemplos de este peligroso deslizamiento de la conciencia moral los tenemos por doquier.
Nuestra época pretende que el sentimiento de culpa asociado a la conciencia del mal cometido no es algo intrínseco a la naturaleza humana, a su capacidad para razonar sobre la ética, sino un instrumento fiscalizador de las religiones que conviene erradicar, para que el hombre adquiera mayores cúspides de libertad. Pero libre sólo es quien es capaz de calificar en conciencia su conducta; la libertad de quien carece de conciencia es expresión de una esclavitud o debilidad absoluta, que es la de quien ha renunciado a enjuiciar su conducta. Ocurre, sin embargo, que el hombre es racional por naturaleza; y todo intento de amputar su conciencia moral es como exhortarlo a caminar a cuatro patas. El hombre animalizado puede llegar, en último extremo, a caminar a cuatro patas, pero seguirá teniendo nostalgia de aquella edad dichosa en que lo hacía sobre los pies; y el hombre al que se le ha invitado a dimitir de su conciencia moral sigue teniendo una memoria aflictiva de aquellos actos que realizó o pensamientos que concibió contrariándola. Y para que esta agresión a su verdadera naturaleza no lo atormente anhela una droga que anestesie selectivamente su memoria. ¡Pobres hombres desnaturalizados!
Juan Manuel de Prada

Obama, candidato a Bruselas


Discursito de instituto. La campaña socialista para el Parlamento europeo puede calificarse talmente: hay elecciones a delegado de curso que contienen mensajes más engrasados, atinados y consistentes que el que el comité electoral socialista ha puesto en marcha para publicitar la candidatura que encabeza el canario López Aguilar, hombre normalmente templado y sereno al que sólo puede achacársele un excesivo y arborescente desparrame verbal realmente agotador. Viendo el primer vídeo de campaña, uno no sabe si Obama ha abierto delegación de su partido en España, si sorprendentemente se presenta él a las elecciones europeas o si el PSOE se presenta al Senado norteamericano. Incluso cabe la duda de que el presidente norteamericano tenga derecho a reclamar una compensación por el uso de su imagen publicitaria.
Ya sabe usted que todos los españoles, por lo visto en este anuncio, estaban como locos por votar en las elecciones estadounidenses del pasado noviembre. Y todos, evidentemente, por Obama. Algunos, incluso, reclamaban el derecho de los ciudadanos mundiales a poder elegir inquilino de la Casa Blanca debido a la repercusión en las vidas de todos de un cargo como aquél. Parece que el PSOE lamenta no haber podido votar y, en consecuencia, pide que lo hagamos ahora. Según lo visto y oído en el discurso electoral socialista, nos podemos sacar esa espina votando a Juanfer López Aguilar, que es lo más parecido a Obama que tienen en el partido. Conecte usted cuando quiera con el discurso del candidato y comprobará que está hablando de Obama: como dice Obama, como piensa Obama, como haría Obama, como ha decidido Obama, como sugiere Obama... ¡Santo Obama!, si no fuera por el laicismo militante y estatutario de la izquierda española...
Podemos establecer muchas conclusiones a cuento de este machacón mensaje electoral. Una de ellas es que algunos no acaban de salir de Barrio Sésamo. Otra, menos pintoresca, es que nos toman por débiles mentales. Y otra, que son unos gorrones. ¿Cómo capitalizar el éxito ajeno?: haciendo creer que somos lo mismo que el que ha ganado. Barack Obama triunfó mediante una campaña electoral inteligente, innovadora y que obtenía provecho yendo a favor de la corriente de hartazgo que había dejado su antecesor en el cargo. Pretender que aquella fascinación que recorrió el país, el de ellos, va a tener paralelismo en el nuestro mediante la comparación insostenible de unos y otros se me antoja un tanto arriesgado: da la sensación de que tienen en baja estima la preparación política de los españoles. Como escribió el gran Santiago González en su incomparable blog –www.santiagonzalez.blogspot.com–, a eso se lo llama votar con memoria histórica, votar con efectos retroactivos, votar para ganar a Bush, aunque Bush no se presente. Puede usted elegir entre el bien y el mal, y Obama es el bien. Luego nosotros, los socialistas candidatos a un escaño en Bruselas, también somos el bien.
El PSOE quiere rentabilizar a otros, sacar provecho de la fortuna política de una candidatura norteamericana, con lo que tendremos Obama hasta en la sopa de ideas tibias que suele alumbrar este tipo de campañas, este tipo de elecciones. Sabremos qué piensa Obama sobre todos y cada uno de los problemas mundiales o locales, e inmediatamente comprobaremos que los zapateristas piensan lo mismo. Es como si la candidatura de Mayor Oreja utilizara imágenes de Sarkozy para propagar su mensaje electoral: ya que no pudiste votarlo cuando se enfrentaba a Ségolène, vótanos para que seamos líderes europeos como el presidente francés y hagamos como españoles lo que nos hubiera gustado hacer como franceses.
Ignoro qué más nos deparará la campaña socialista, pero todo es contemplable. De momento, nos proponen que soñemos con ser norteamericanos. Como aperitivo no está mal, habida cuenta de ese cierto tufo antinorteamericano que se ha desprendido hasta hace bien poco de su pensamiento y obra.
Carlos Herrera

¿Defecto o virtud?


Como buena leo, mi gran defecto es el orgullo. No es que yo crea demasiado en el horóscopo, pero desde luego en esto da en el clavo; tengo un orgullo de esos que antiguamente se denominaban `demoniacos´. En otras palabras, soy capaz de hacer verdaderas estupideces cuando alguien hiere mis sentimientos o me siento ninguneada. Hasta ahora siempre había considerado este rasgo de mi carácter como algo muy negativo (ni se imaginan las cosas que he hecho por orgullo magullado), por eso ha sido una sorpresa encontrar un artículo en un periódico norteamericano que descubre que el orgullo no sólo es positivo, sino que es una inestable virtud.
Por lo visto, con esto de la traída y llevada crisis, psicólogos de diversas universidades se han dedicado a estudiar las distintas actitudes de las personas que se quedan sin trabajo. «Mire usted a su alrededor en las plataformas de los trenes de cercanías, en la parada del autobús, en la calle», dice uno de esos estudios. «Es muy posible que lo que estén haciendo muchos yuppies que vea por ahí con trajes de Armani, tirantes superfashion y cara de muy ocupado es apresurarse, no hacia sus carísimos despachos, sino hacia la cafetería de la esquina.» ¿Engaño? ¿Una forma patética de ocultar que están en la calle? Según los psicólogos, esta actitud, lejos de ser frívola y engañosa, es una muy eficaz estrategia que remite a mecanismos mentales perfectamente justificados, que podríamos llamar ‘la estrategia del orgullo’. Hasta ahora, el orgullo, como estrategia social, no había sido especialmente estudiado. Frente al miedo, el júbilo y otras pulsiones humanas, el orgullo se consideraba demasiado variable según las diversas culturas como para medir su eficacia.
Se ha descubierto, sin embargo, que, contrariamente a lo que se cree, las expresiones de orgullo –elevar la barbilla o poner los brazos en jarras, por ejemplo– son idénticas en todas partes del mundo. Durante las Olimpiadas de 2004 se estudió, además, que las demostraciones de triunfo (alzar los brazos, golpes en el pecho con los puños cerrados, etcétera) eran idénticas en atletas de los cinco continentes y también las manifestaban los atletas ciegos paralímpicos. El estudio fue más allá y descubrió algo completamente inesperado: que la gente asocia una expresión de orgullo al éxito, aun cuando quien la realice sea una persona de menor consideración social, mientras que a un supuesto líder que se muestre avergonzado se tiende a despreciarlo. Todas estas interesantes observaciones se han puesto ahora en relación con la actitud que las personas adoptan ante la adversidad, ante la pérdida del empleo, por ejemplo, o ante la ruina económica o un revés amoroso. Y al hacerlo se ha comprobado que poner «al mal tiempo buena cara» no es sólo una bonita frase, sino una muy eficaz estrategia. Lo es porque el orgullo (hablamos siempre del orgullo sano, no de la soberbia o la arrogancia) no sólo proyecta una imagen positiva, sino que actúa como un imán sobre los demás. En efecto, según estos recientes estudios, una imagen de orgullo denota una sensación de seguridad, de valía personal. Además, los psicólogos han descubierto que fingir una actitud de orgullo irradia una imagen de seguridad que, a su vez, hace sentir más seguro al fingidor. Todo esto se debe, por lo visto, a que el orgullo engendra perseverancia. Y la perseverancia es, por lo menos en mi experiencia, mucho más útil que la inteligencia, e incluso que la preparación, a la hora de alcanzar cualquier objetivo. Tal vez por eso yo, a pesar de que siempre he considerado mi orgullo un gran defecto, si soy sincera y miro para atrás en mi vida, me doy cuenta de que, así como me ha hecho cometer algunas tonterías, también me ha ayudado muchísimo. Como ya les he contado alguna vez, ni se imaginan la de metas que he alcanzado sólo por darles en las narices a unos cuantos.
¿Orgullo hipertrofiado el mío? Sin duda, pero ahora por fin comprendo eso que tanto se dice de que todo el mundo tiene los defectos de sus virtudes (y viceversa).
Carmen Posadas

Sin pelos en la lengua (2)


En el debate sobre el Estado de la Nación, la portavoz de UPyD, Rosa Díez, acusó a Zapatero, de "fracasar" estrepitosamente en su lucha contra la crisis económica y de estar más preocupado por los votos que por los parados. Con su promesa de "ofrecer plena cobertura de desempleo a los parados (...), usted sólo aspira a tener cautivos a los más de cuatro millones de parados".
Hizo una defensa cerrada de la "unidad de la nación española como único instrumento capaz de garantizar la igualdad de todos los españoles ante la ley" y reprochó a Zapatero una política de "fragmentación del Estado" que ha acabado convirtiendo al Gobierno en un "mero coordinador de las comunidades autónomas".
Criticó que las afirmaciones sobre el final de la crisis económica no estuvieran basadas en datos reales y que sólo resustaran "puro voluntarismo, pura retórica hueca, puro márkeking".
Díez consideró que el "manguerazo generalizado de dinero público" demuestra que el Gobierno "no tiene prioridades".
Exigió que se adapte el sistema de financiación autonómica a las condiciones de población y de servicios esenciales de cada territorio; que en 2010 no se prorrogue la deducción de los 400 euros en el IRPF y que destine los 6.000 millones de euros resultantes a hacer una oferta atractiva a los investigadores españoles que trabajan en el extranjero y promover un modelo productivo basado en empresas innovadoras.
"Esa es la salida progresista a la crisis, no las promesas de cobertura para los parados a costa de aumentar sideralmente el déficil público con inversiones no productivas", aseguró antes de pedirle que convoque a partidos y agentes sociales superando "dogmatismos partidistas" y, "si no es capaz de gobernar, déjenos a los españoles que decidir quien nos gobierna".

Rosa Díez

Sin pelos en la lengua


"España es más que la suma de 17 comunidades autónomas porque la garantía de los derechos es más que la suma de las 17. Europa es más que la suma de los estados. Nació hace 59 años después de la Guerra Mundial. Aquel sueño europeo sigue siendo necesario, aunque el reto hoy no es el hambre sino la seguridad, la inmigración, el transporte, la energía. Cuestiones que ninguno de los estados miembros puede abordar por sí solo; necesitan instituciones más fuertes y políticas que representen voz en el mundo".
Rosa Diez

martes, 12 de mayo de 2009

Cómo buscarse la ruina


Me despierta un ruido y miro el reloj de la mesilla de noche. Ha sonado en la planta de abajo. Así que cojo la linterna y el cuchillo K-Bar de marine americano –recuerdo de Disneylandia– y bajo las escaleras intentando ir tranquilo y echar cuentas. Cuántos son, altos o bajos, nacionales o de importación, armados o no. Si estuviera en un país normal, este agobio sería relativo. Bajaría con una escopeta de caza, y una vez abajo haría pumba, pumba, sin decir buenas noches. Albanokosovares al cielo. O lo que sean. Pero estoy en la sierra de Madrid, España. Tampoco me gusta la caza ni tengo escopeta. Sólo un Kalashnikov –otro recuerdo de Disneylandia– que ya no dispara. Por otra parte, una escopeta no iba a servirme de nada. Estoy en la España líder de Occidente, repito. Aquí el procedimiento varía. Mientras bajo por la escalera –de mi casa, insisto– con el cuchillo en la mano, lo que voy es haciendo cálculos. Pensando, si se lía la pajarraca, si no me ponen mirando a Triana y si tengo suerte de esparramar a algún malo, en lo que voy a contar luego a la Guardia Civil y al juez. Que tiene huevos.
Lo primero, a ver cómo averiguo cuántos son. Porque si encuentro a un caco solo y tengo la fortuna de arrimarme y tirarle un viaje, antes debo establecer los parámetros. Imaginen que descubro a uno robándome las películas de John Wayne, le doy una mojada a oscuras, y resulta que el fulano está solo y no lleva armas, o lleva un destornillador, mientras que yo se la endiño con una hoja de palmo y pico. Ruina total. La violencia debe ser proporcionada, ojo. Y para que lo sea, antes he de asegurarme de lo que lleva el pavo. Y de sus intenciones. No es lo mismo que un bulto oscuro que se cuela en tu casa de madrugada tenga el propósito de robarte Río Bravo que violar a tu mujer, a tu madre, a tus niñas y a la chacha. Todo eso hay que establecerlo antes con el diálogo adecuado. ¿A qué viene usted exactamente, buen hombre? ¿Cuáles son sus intenciones? ¿De dónde es? ¿A qué dedica el tiempo libre?… Y si el otro no domina el español, recurriendo a un medio alternativo. No añadamos, por Dios, el agravante de xenofobia a la prepotencia.
Pero la cosa no acaba ahí. Incluso si establezco con luz y taquígrafos los móviles exactos y el armamento del malo, un juez –eso depende del que me toque– puede decidir que encontrártelo de noche en casa, incluso armado de igual a igual, no es motivo suficiente para el acto fascista de pegarle una puñalada. Además hay que demostrar que se enfrentó a ti, que ésa es otra. Y no digo ya si en vez de darle un pinchazo, en el calor de la refriega le pegas tres o cuatro. Ahí vas listo. Ensañamiento y alevosía, por lo menos. En cualquier caso, violencia innecesaria; como en el episodio reciente de ese secuestrado con su mujer que, para librarse de sus captores, les quitó el cuchillo y le endiñó seis puñaladas a uno de ellos. Estaría cabreadillo, supongo, o el otro no se dejaba. Pues nada. Diez años de prisión, reducidos a cinco por el Tribunal Supremo. Lo normal. Por chulo.
Imaginemos sin embargo que, en vez de cuchillo, lo que esta noche lleva el malo es una pistola de verdad. Y que en un alarde de perspicacia y de potra increíble lo advierto en la oscuridad, me abalanzo heroico sobre el malvado, desarmándolo, y forcejeamos. Y pum. Le pego un tiro. Ruina absoluta, oigan. Sale más barato dejar que él me lo pegue a mí, porque hasta pueden demandarme los familiares del difunto. Otra cosa sería que el malo estuviese acompañado. En tal caso, nuestra legislación es comprensiva. Sólo tengo que abalanzarme vigorosamente sobre él, arrebatarle el fusco, calcular con astuta visión de conjunto cuántos malos hay en la casa, qué armamento llevan y cuáles son las intenciones de cada uno, y dispararle, no al que lleve barra de hierro, navaja empalmada, bate de béisbol o pistola simulada –ojito con esto último, hay que acercarse y comprobarlo antes–, sino a aquel que cargue de pistolón o subfusil para arriba. Todo eso, asegurándome bien, pese a la oscuridad y el previsible barullo, de que en ese momento el fulano no se está dando ya a la fuga; porque en tal caso la cagaste, Burlancaster. En cuanto al del bate de béisbol, el procedimiento es simple: dejo la pistola, voy en busca de otro bate, bastón o paraguas de similares dimensiones y le hago frente, mientras afeo su conducta y le pregunto si sólo pretende llevarse las joyas de la familia o si sus intenciones incluyen, además, romperme el ojete. Luego hago lo mismo con el de la navaja. Y así sucesivamente.
El caso es que, cuando llego al final de la escalera, comiéndome el tarro y más pendiente de las explicaciones que daré mañana, si salgo de ésta, que de lo que pueda encontrar abajo, compruebo que se ha ido dos o tres veces la luz, y que el ruido era del deuvedé y de la tele al encenderse. Y pienso que por esta vez me he salvado. De ir a la cárcel, quiero decir. Traía más cuenta dejar que me robaran.
Arturo Pérez_Reverte

lunes, 11 de mayo de 2009

Primeras películas


Pertenezco a la última generación que se inició en la pasión cinéfila antes de que el vídeo se convirtiera en el electrodoméstico más fatigado del hogar. Las primeras proyecciones a las que asistí fueron en la biblioteca pública de mi ciudad levítica, donde cada sábado se organizaban sesiones matinales para la chiquillería, ruidosas y turbulentas como una asamblea sindical, casi siempre con películas de recuelo que mostraban en sus fotogramas los arañazos y escoceduras de mil pases anteriores. En la biblioteca de mi ciudad levítica se proyectaban cortometrajes de cine cómico –Charlot, Jaimito, el Gordo y el Flaco– que convertían la platea en un zafarrancho de combate; y, a continuación, películas de romanos y de vaqueros –mis predilectas–, pero también comedias de Louis de Funès, que me dejaban más frío que un congrio con anemia. También recuerdo con especial delectación las películas de Tarzán, no sólo las clásicas de Johnny Weissmuller (cuyo grito trataba en vano de emular), sino también las de su dignísimo continuador, Lex Barker, y las de un musculitos posterior, Gordon Scott, que aprovechando el empacho de anabolizantes encarnó por añadidura a Maciste y demás tíos cachas del péplum italiano.
Pero mi experiencia cinematográfica más vívida y perdurable me la procuraron las películas de asunto bíblico (o aledaños) que, cada Semana Santa, se proyectaban en un cine ya clausurado de mi ciudad levítica, que perpetuaba la memoria de un héroe local, Arias Gonzalo, quien en defensa del honor de doña Urraca permitió que sus cuatro hijos pereciesen en liza. En el cine Arias Gonzalo vi varias veces Los diez mandamientos, Quo vadis?, Ben-Hur y Espartaco, una película que me pareció entonces –y me sigue pareciendo hoy– un prodigio de emoción llevada en volandas por la partitura prodigiosa e irrepetible de Alex North. La escena en la que los derrotados esclavos, a requerimiento de Craso (Lawrence Olivier), se identifican uno tras otro («¡Yo soy Espartaco!») como el cabecilla de la rebelión, impidiendo que el verdadero Espartaco (Kirk Douglas) revele su identidad, me anudó la garganta de ortigas, hasta casi impedirme respirar; y todos mis esfuerzos por retener las lágrimas se desbarataron cuando, en la escena final, Varinia (hermosísima Jean Simmons) le mostraba al agonizante Espartaco, al pie de la cruz donde había sido ajusticiado, al hijo de su amor, que crecería libre de la férula romana. Raro es el año que no vuelvo a ver Espartaco; y aunque la magia de la sala oscura ya se haya desvanecido, vuelve el niño ingenuo y sentimental que fui a poseerse de mí, para lavarme de arrugas y claudicaciones con un llanto bautismal.
También frecuenté en mi infancia desvelada por los deslumbramientos de la sala oscura un cine de las afueras, llamado Pompeya, desvencijado y fragante de pecados, que alternaba en su programación películas para pajilleros (¡aquel cine ‘S’ cuyos carteles nos traían a los chicos de mi pandilla en un sinvivir!) y sesiones dobles en los fines de semana, amuebladas con spaghetti-westerns y otros retales del cine que había triunfado entre las clases populares quince o veinte años atrás. A las películas sicalípticas nunca nos dejaban entrar, pero spaguettis me tragué unos cuantos, con gran delicia y aprovechamiento. Mi favorito, entre todos ellos, era El bueno, el feo y el malo, que según me había confesado mi madre ella había visto, acompañada de mi padre, cuando ambos estaban recién casados y yo crecía en su vientre, allá en Sestao. Me gustaban la planificación enfática de la película, la música chirriante de Ennio Morricone, ese barroquismo exasperado de Sergio Leone que se impondría como marca distintiva del subgénero; y, mientras contemplaba la película, jugaba a imaginar cómo aquellas estridencias formales habrían afectado a un niño gestante, atemperadas por la tibieza de la placenta. Luego, de vuelta a la calle, trataba de imitar los andares retadores de Clint Eastwood, su mirada entre desdeñosa y escrutadora y, a falta de un cigarro que llevarme a los dientes, mordisqueaba un palo de regaliz, ensalivándolo con mucha pachorra, imprimiendo a la mandíbula una tensión de pistolero que no se fía ni de su propia sombra y frunciendo las comisuras de los ojos, como si me estuviese protegiendo de los efectos lacrimógenos de un humo inexistente. Y, de esta guisa, me pavoneaba ante las muchachas de mi ciudad levítica, que por supuesto no me hacían ni puñetero caso y hasta me dedicaban alguna pullita malévola; y es que a las chicas de provincias –y mucho menos si son rubias– nunca les han gustado los spaghetti-westerns.
Juan Manuel de Prada

domingo, 10 de mayo de 2009

De cómo los etruscos, sin comerlo ni beberlo, pueden destrozarte la vida


Lo conocí en la Universidad hace más de 30 años. Yo estudiaba psicología y él Historia. Durante un par de cursos vivimos en el mismo piso de estudiantes. Luis era una persona muy inteligente, con mucha capacidad de estudio. Conseguía unas notas magníficas, casi todo sobresalientes. Estudiaba muchas horas. Yo era un estudiante mediocre, que aprobaba los cursos por la ley del mínimo esfuerzo. Luis se quedaba estudiando, mientras los demás nos íbamos de juerga.
Luis tenía dos grandes intereses: una chica rubita, a la que perdió porque no tenía tiempo para ella, y, su gran afición, los etruscos. Cuando no estaba estudiando, estaba en la biblioteca leyendo y sacando notas de todo lo que tuviera que ver con los etruscos. Mientras los demás teníamos las paredes llenas de fotos de chicas, Luis la tenía llena de fichas con datos sobre los etruscos.
Acabamos la Universidad y nos perdimos la pista. Recientemente, a través de una amiga común, he vuelto a encontrármelo. Estuvimos cenando. Trabaja como profesor de Historia en un Instituto de Secundaria y su pasión sigue centrada en los etruscos. Me dice que no es feliz, porque sus alumnos no tienen interés en la historia y porque no ha realizado el sueño de su vida: escribir una serie de libros sobre los etruscos. Me cuenta que tiene un piso de 160 metros cuadrados, con todas las paredes llenas de estanterías, en las que acumula miles de libros y cientos de miles de fichas sobre los etruscos. Me dice que ha querido empezar el libro cientos de veces, pero que todavía no ha dado el paso, porque siempre le falta confirmar algún dato. Me dice que sin falta este año escribirá el primer libro de una colección de doce volúmenes: orígenes, antecedentes, el arte, la cultura, costumbres y leyes, las ciudades, las guerras, la arquitectura, la influencia en otros pueblos, la visión etrusca a través de los siglos, si los etruscos vivieran hoy en día, bibliografía extensa. Doce volúmenes de unas 700 páginas cada uno. Me dice que tiene también pensados los capítulos de cada volumen y, a ver qué opino, si el volumen sobre las leyes tiene que ir antes o después del volumen sobre el arte.
Luis tiene un grave problema. Lleva treinta años acumulando información, almacenando datos, pero sin decidir nada… todavía. Luis tampoco empezará el primer volumen este año, porque se acaban de publicar tres nuevos libros sobre los etruscos, dos en Francia y otro en Italia, y necesita estudiarlos en profundidad antes de ponerse en acción. De estos tres nuevos libros sacará miles de fichas que ocuparán un metro cuadrado más en el pasillo de su casa. En realidad, lo que le ocurre a Luis es que tiene miedo, tiene miedo a equivocarse. Puedes acumular datos toda tu vida, pero al final, si quieres hacer algo, tendrás que arriesgarte. Nunca tendrás la certeza absoluta de que es un trabajo completo y perfecto. Y cuanto más tardes en decidir, el riesgo es mayor. Si Luis hubiera escrito un pequeño libro lleno de errores hace treinta años, en estos momentos tendría escritos, no doce volúmenes, sino doscientos, y sería valorado como uno de los mayores expertos mundiales sobre el mundo etrusco. Pero es un desconocido, al que nadie conoce porque nunca ha dado el paso.
¿Cuántos datos más necesitas acumular para tomar una decisión? ¿Cuánto riesgo estás dispuesto a asumir? ¿Cuánto margen estás dispuesto a dar a la equivocación?
Ricardo Ros
Félix Velasco -  Blog

sábado, 9 de mayo de 2009

La nueva religión


Sí, una nueva religión sin Dios. Pero con la clásica Inquisición que "por nuestro bien" impone un solo pensar, sentir y querer.
Una Inquisición formada por feministas, ecologistas y nacionalistas, que nos "defiende de nosotros mismos", de que pensemos con libertad y responsabilidad, de que tengamos nuestro propio criterio y noi dependamos de la opinión publicada por la prensa amarilla, sensacionalista o "adicta al régimen".
Una Nueva Inqusición que nos obliga a pensar, sentir y querer mediante el monocultivo intelectual, que escribe su propio Nuevo Testamento, sus propias Bienaventuranzas, sus propios Mandamientos y sus propias Obras de Misericordia.
Es el "Buenismo" que en lugar de guiar ovejas, despeña borregos. En lugar de Vaticano, Moncloa; y en lugar de Papa, ZP.
Una religión llena de falsos profetas que nos prometen el "Estado del Bienestar", el "vive aquí y ahora", "come y bebe, que mañana morirás",... pero que en realidad nos trae los Jinetes del Apocalipsis: Desempleo, Miseria, Resentimiento y Desconfianza.
Un feminismo absurdo, con Ministerio propio de ¿Igualdad?, antinatura, que olvida que los seres humanos NO SOMOS IGUALES, que TODOS SOMOS DIFERENTES, que no tenemos el mismo ADN, ni los mismos padres, ni hemos estudiado en el mismo colegio, ni hemos jugado en el mismo barrio, ni tenemos los mismos amigos, ni valores, ni criterios,... que nos diferenciamos por sexos, razas, edades, culturas,... ¡Viva la Diferencia! ,... eso hace grande a la Especie Humana, no la uniformidad.
Un ecologismo, que en demasiados casos sólo es una herramienta del poder político, y que nada tiene que ver con el AMOR A LA NATURALEZA, y se queda en una imposición fanática, no razonada, obligatoria y dictatorial. Un elemento para ganar elecciones, simple y llanamente. Lobos con piel de oveja, "buenistas". Tontos útiles que permiten que otros piensen por ellos, incapaces de pensar de que la Naturaleza es Sabia, y que cualquier acción del ser humano, en una u otra dirección la altera, tamto si cortas un árbol como si plantas una semilla.
Un NAZIONALISMO (Nazional Socialismo, etimológicamente hablando), rastrero, mezquino, incapaz de ver al SER HUMANO como un HERMANO, independiente de esas diferencias que nos hace grande. Ridículo por considerarse que tiene unos privilegios por haber nacido con unos kilómetros de diferencia, que pone el acento en lo que separa y nu en los que nos une. Al servicio de una oligarquía que esclaviza (los mismos apellidos guerra tras guerra), que sólo tiene en cuenta el dinero (al final todo lo compra, todo lo vende), todo se reduce a una candidad que se paga o que se cobra. Y venden incluso el BIEN, la VERDAD y la JUSTICIA, según como se cotice en el mercado en ese momento.
¡Nada de tres poderes independientes! Tanto el Ejecutivo como el Judicial, sometidos al Político.
... Y si piensas lo contrario a sus imposiciones,... y si te atreves a decirlo o a comentarlo,... te arrojan a la hoguera. El fanatismo puede ser social, político, religioso, cultural, deportivo, económico, terrorista,... ofrece diferentes caras,... pero al final es siempre lo mismo: IMPOSICION.
Y su dogma: !Libre pensamiento proclamo en alta voz, y muera quien no piense como pienso yo!
La Buena Noticia es que siempre nace un REDENTOR, capaz que arroja a los vendedores del TEMPLO.
Félix Velasco

sábado, 2 de mayo de 2009

La adoración del hombre


Decía Leon Bloy que, cuando quería enterarse de lo que sucedía, leía el Apocalipsis. Y como hoy nadie quiere enterarse de lo que está sucediendo, se lee cualquier cosa menos el Apocalipsis. Pero hasta evitando leer lo que nos permitiría enterarnos de lo que está sucediendo, la verdad sale a nuestro paso, aunque sea disfrazada de palabras melifluas. Obama acaba de afirmar, después de autorizar la experimentación con células embrionarias: «Como persona de fe, creo que debemos ayudarnos los unos a los otros y evitar el sufrimiento humano. Creo que tenemos la capacidad y la voluntad de llevar a cabo esta investigación, y la humanidad y la conciencia para hacerlo de forma responsable». Y Zapatero, en una larga entrevista que editaron a modo de libro turiferario, describía así sus creencias religiosas: «En la medida en que he ido evolucionando y madurando creo que la religión más auténtica es el hombre. Es el ser humano el que merece adoración, es el vértice claro del mundo tal como se nos ha mostrado, tal como lo hemos llegado a comprender». Ambas declaraciones coinciden en adoptar una fraseología religiosa: Obama –más sibilino o farisaico– comienza declarándose «hombre de fe» y enmascara su discurso con la coartada filantrópica; Zapatero, más expeditivo, nos habla sin ambages de la «adoración del hombre».
Ambas declaraciones hacen profesión de una fe ilimitada en las posibilidades humanas, en la grandeza del hombre, en la capacidad del hombre para instaurar un paraíso en la Tierra, evitando el sufrimiento y erigiéndose en juez omnímodo, investido de voluntad y conciencia moral, para determinar el bien común. Ambas declaraciones, en fin, exaltan la grandeza infinita del hombre, pero disfrazándola con los ropajes y aspavientos de la religiosidad. No se trata, pues, de aquel ateísmo antañón, que negaba la existencia de Dios y vaciaba el templo, arrojando al hombre a una orfandad cósmica; se trata de una nueva forma de ateísmo, que sienta al hombre en el templo de Dios y lo adora como si fuera Dios él mismo. Esta suplantación ya la prevenía San Pablo en su Epístola a los romanos, cuando auguraba que los hombres, «entontecidos en sus razonamientos» y «alardeando de sabios», acabarían «sirviendo a la criatura y no al Creador».
Y en eso estamos. La adoración del hombre es la religión universal de nuestra época; la proclaman sus sacerdotes y corifeos –falsos mesías y falsos profetas «que vienen a nosotros con vestiduras de ovejas, mas por dentro son lobos rapaces»– y la celebran las multitudes crédulas y ofuscadas. La acompañan «multitud de milagros, señales y prodigios engañosos y seducciones de iniquidad», como predijo el mismo San Pablo (II Tes 2, 9): nos aseguran que dejaremos de sufrir, que nuestras enfermedades serán sanadas, que seremos el «vértice claro del mundo tal como se nos ha mostrado». Por supuesto, el «mundo tal como se nos ha mostrado» –como nos lo han mostrado los falsos mesías y los falsos profetas– no es sino un espejismo o utopía ilusoria, donde la idolatría de la Ciencia, la esperanza en el Progreso y la adhesión a la Ideología prometen al hombre la implantación de un nuevo paraíso en la Tierra. Un paraíso, por supuesto, con un trasfondo infernal, donde la deificación del hombre se logra a costa de su deshumanización, donde la liberación de la Humanidad se logra sobre su suicidio futuro, donde la experimentación con células embrionarias o el aborto a mansalva se nos venden como logros humanitarios (¡y hasta como conquistas de derechos!) que instaurarán un nuevo Reino de las Delicias Universales.
A algunos les sorprende que este mesianismo secularizado o adoración del hombre se desmelene precisamente ahora, cuando las multitudes crédulas y ofuscadas se debaten en la tribulación, acuciadas por la sombra de una crisis económica que no hace sino extenderse como plaga de langosta. E, incapaces de penetrar en la sustancia de estos misterios de iniquidad, los despachan afirmando que son «cortinas de humo» que se lanzan para mantener distraída a la gente. No aciertan a entender que tales «cortinas de humo» son en realidad signos de un drama que se nos cuenta con pelos y señales en ese libro que Leon Bloy aconsejaba leer, para enterarse de lo que estaba sucediendo. Pero ¿cómo va a ponerse la gente a seguir el consejo de Leon Bloy si ni siquiera sabe quién es ese fulano? Y, además, ¿quién es ese fulano para decirles lo que tienen que leer a los hombres deificados a quienes se debe adoración?
Juan Manuel de Prada