sábado, 24 de noviembre de 2012

Mozos viejos

El acceso a la adolescencia siempre ha tenido, inevitablemente, un componente traumático: de repente, nos descubrimos inquilinos de un cuerpo en el que no nos reconocemos; y, al hilo de los cambios orgánicos, nos asomamos a un mundo que hasta entonces nos había brindado un refugio cierto y que, de repente, aparece ante nuestros ojos azotado por la intemperie; un mundo que habíamos creído hospitalario y que, inopinadamente, se torna inhóspito; un mundo de seguridades que creíamos inamovibles que se resquebraja y hace añicos.
La adolescencia es un momento de crisis en nuestra vida; entendida esta crisis en el sentido etimológico del término, como criba y escrutinio de lo que hasta entonces habíamos creído inamovible. El adolescente se enfrenta, en el plano sexual, emocional y afectivo, con borrascas que ponen en jaque su equilibrio interior; y aquellos entornos en los que hasta entonces se había sentido protegido -la familia, en primer lugar; y después todas las instancias sociales y comunitarias en las que se desarrollaba su existencia infantil- se tornan cárceles contra las que necesita rebelarse, para afirmar su identidad. Este combate natural, propio de cualquier época, se saldaba tradicionalmente con un proceso de maduración personal en el que el adolescente, a la vez que asimilaba su difícil metamorfosis, se incorporaba a la edad adulta, renovando aquellas identificaciones que en la infancia había aceptado pasivamente y que a partir de entonces deberá aprender a hacer suyas.
Pero en nuestra época, el adolescente se topa con un problema añadido: el mundo que le rodea, los entornos familiares y comunitarios, ya no le ofrecen seguridades y garantías; y, al mismo tiempo, su natural rebeldía es halagada por una atmósfera ambiental que ha hecho de la rebeldía -aunque sea la más insensata y desnortada- un valor en sí mismo, impidiendo de este modo su proceso de maduración. En efecto, nuestra época estimula y jalea la brecha entre generaciones, incita al adolescente a una exploración de ese mundo en el que se siente extranjero sin apoyos ni brújulas; y le infunde la creencia destructiva de que la ruptura familiar, la búsqueda de sensaciones nuevas, la exaltación del puro vitalismo y la confrontación con las reglas morales heredadas constituyen el único medio de afirmar su personalidad.
Los resultados de tan devastadora concepción pedagógica los tenemos ante nuestros ojos: el proceso natural de maduración, no exento de pasajes dolorosos, que desemboca en la edad adulta, se ha interrumpido insensatamente; y los adolescentes se ven así arrojados a un terreno de arenas movedizas, lleno de sugestivas y falaces promesas, en el que muchos terminan extraviados, en medio del desconcierto y la angustia. Así, los adolescentes de las últimas generaciones se han ido convirtiendo en sucesivas remesas de 'mozos viejos' de treinta o cuarenta años, que siguen cultivando las mismas aficiones de antaño, convertidas ya en aficiones infantiloides, y tratan patéticamente de camuflar su edad verdadera con atuendos y afeites rejuvenecedores, a la vez que contemplan con horror cualquier atisbo de compromiso o vinculación fuerte en su vida. Crecieron en tiempos de bonanza y fueron formados o deformados para acatar los mecanismos de la sociedad de consumo; no tuvieron que padecer las penalidades que sufrieron sus padres, ni se vieron obligados a interrumpir sus estudios para ponerse a trabajar; y, sin embargo... llegada la hora de estrenar una vida adulta, se han tropezado con un panorama de una hostilidad ceñuda, que les impide independizarse o conseguir trabajos mínimamente remuneradores. Tal vez porque aquellas promesas que se les hicieron en la adolescencia no se han cumplido, tal vez porque aquella personalidad que se afirmó libérrimamente sobre cimientos de barro se tropieza ahora con humillaciones sin cuento, tal vez porque son generaciones que no conocieron el sacrificio y la renuncia en la edad en que se fortalece el carácter y ahora, en cambio, deben hacer frente a una realidad híspida, han desarrollado una suerte de resentimiento que crece sin descanso, agrio y silencioso como un kéfir.Estas generaciones de mozos viejos se enfrentan ahora a un mundo azotado por la intemperie; un mundo que les pintaron como hospitalario y que, inopinadamente, se ha tornado inhóspito; un mundo de seguridades que creyeron inamovibles que ahora se resquebraja y hace añicos. Serán las encargadas de sostenerlo en este momento difícil; o de precipitarse con él hacia el abismo.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog

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