A un joven ex ministro le oí una vez la confesión angustiada de que al dejar el poder sufrió un ataque de estrés porque no sabía dónde aparcar en el centro de Madrid. Padeció un bloqueo emocional; no estaba preparado para volver a ser una persona corriente. Y es que el problema de muchos políticos no consiste en que vayan siempre en coche oficial, sino en que no miran por la ventanilla. Ocultos tras los cristales tintados se pierden el latido de la calle, el pulso de la gente, la belleza del paisaje y el flujo mismo de la vida. Han dejado de escuchar y han renunciado a vivir la experiencia cotidiana de aquellos a quienes representan. Esos a los que obligan a ir andando por el centro de las ciudades que ellos transitan por carriles reservados. Esos que abarrotan los autobuses en los que jamás suben los altos cargos. El coche oficial no es sólo un privilegio: es una barrera. Una valla móvil de separación entre la política y la realidad.
Por eso el gesto de renuncia de los concejales madrileños de UPD tiene un interesante valor simbólico que trasciende la pequeña demagogia del ahorro. La austeridad no es tanto una cuestión de cifras como de principios. Para representar a los ciudadanos no se necesita un parque móvil. En España circulan demasiados vehículos de protocolo, bastantes más de los precisos y por supuesto muchos más de los que podemos mantener y pagar. Algunos ayuntamientos, como el de Málaga, tomaron hace tiempo la medida de prescindir de la mayoría de ellos y que se sepa ningún edil ha sufrido una merma funcional ni un menoscabo de su dignidad. En otros, Sevilla por ejemplo, se ha multiplicado la flota mientras se restringía el tráfico rodado al común de los ciudadanos. No se trata de que los ministros y los alcaldes vayan en metro, sino de evitar el abuso manifiesto de una nomenclatura de nivel medio que hace mucho tiempo que literalmente no pone los pies en el suelo. De director general para abajo es más que suficiente con la reserva de una plaza de aparcamiento.
Un antiguo alcalde de Montevideo solía decir que la ciudad es un libro que hay que leer con los pies. Nuestra dirigencia pública lee poco pero anda menos, y el resultado es que se aleja tanto del conocimiento intelectual como del práctico. Ha abandonado el roce, el diálogo, el aprendizaje. Sus integrantes se han construido para sí mismos una burbuja de confort y han perdido el anclaje con el conflicto diario de la existencia. Olvidan que hay hacer cola en los aeropuertos, que las tarifas de teléfono son caras, que muchos colegios no tienen plazas para los hijos y que a veces no quedan entradas para el teatro. O ignoran, como Zapatero, el precio de un café.
Es hora de volver a una política de a pie. La clase dirigente necesita un aterrizaje peatonal. No en la calle, sino en la vida.
Ignacio Camacho
Félix Velasco - Blog
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