domingo, 5 de junio de 2011

Inquilinos del poder

En países que vienen practicando la democracia desde antiguo existen sensibles diferencias respecto a España en el asunto del alquiler de viviendas. Primeramente: cuando uno alquila un piso firma un contrato por el que se compromete a devolverlo en el mismo estado en que lo recibió. Segundamente, subscribe una lista donde se especifica la situación en que se encuentran todos y cada uno de los elementos que contiene el inmueble o forman parte de él, incluidas las paredes, puertas y ventanas. Terceramente, cuando por fin deja la casa y se muda a otra, un representante de la propiedad va mirando uno por uno todos los elementos de la vivienda y certificando que su estado es el mismo que cuando se legalizó el contrato, teniendo en cuenta un razonable desgaste por el paso del tiempo. 
España es muy diferente: hay excepciones, claro, pero por norma general el propietario da por hecho que le van a destrozar el apartamento, y como compensación procura escaquearse de los arreglos estructurales que son de su responsabilidad mientras dura el acuerdo de renta. Y, además, el alquiler no es un sistema popular: no compensa desde el punto de vista impositivo. Preferimos la propiedad. Al igual que nos ocurre con el alquiler de viviendas, les sucede a los partidos políticos con el poder. Si fuésemos de verdad tan adelantados como presumimos, cada vez que un partido político accediera al poder se comprometería honorablemente a dejar la cosa pública al menos en el mismo estado que la encontró (descontando un razonable desgaste por el paso del tiempo), tal como se hace con el alquiler de inmuebles en los países avanzados. No tendrían ni que ponerlo por escrito: su probidad y su virtud serían suficiente garantía. Y el edificio de la cosa pública, del Estado, no sufriría los graves deterioros que, a ojos vista, está padeciendo. Los ocupantes de la bancada del poder suelen acomodarse en él como un inquilino incivil en un apartamento barato y descuidado. «Y qué más da, si no es mío y, además, ya estaba hecho polvo cuando yo llegué…», parecen pensar. Luego se quejan de que los contribuyentes los llamen «la casta» y se produzcan «peligrosos» movimientos de opinión que reniegan de los políticos y de sus privilegios. Y se extrañan cuando los propietarios-ciudadanos los ponen de patitas en la calle, hartos de tanto destrozo en su propiedad, pese a que muchos deterioros los diesen por supuestos.
Un funcionario de carrera me escribe desde Andalucía quejándose amargamente; dice que «ante el temor a la pérdida del poder» (la entrada de nuevos inquilinos en la casa del contribuyente), se está convirtiendo en funcionarios «a dedo» a muchos miles de personas, de «enchufados». 
Nota: la época de mayor «esplendor» del caciquismo español fue la Restauración, cuando los munícipes de farfolla colocados por los ministros de turno se aseguraban de conseguir los votos necesarios del pueblo analfabeto: ése fue el cemento podrido con que se levantó una democracia envilecida. (Parece que fue ayer…).
Angela Vallvey
Félix Velasco - Blog

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