Solo faltó que los dos leones que flanquean el pórtico del Palacio de Congresos, fundidos con el bronce moro de Wad-Ras por Ponciano Ponzano, agitaran sendos pañuelos blancos en señal de despedida a José Luis Rodríguez Zapatero para que el patetismo de la primera jornada del Debate sobre el estado de la Nación fuera completo. El presidente, lacrimógeno y ucrónico, recitó la sarta de naderías de su discurso y lo remató despidiéndose de la Cámara, de la oposición, de su propio grupo parlamentario y de cuantos por allí pasaban o se amontonaban en sus desordenados recuerdos. De hecho, cerró su perorata como debiera concluir, si llega a pronunciarla, la del final del Debate de Presupuestos que es lo que nos tiene anunciado; pero, como aconseja la experiencia, no es cosa de sacar conclusiones de sus gestos ni de tomarle demasiado en serio. Tampoco a la ligera, que el poder, como los toros, tiende a resultar imprevisible y siempre es susceptible de una derrota que haga pupa.
Tan hueco y desaconsejado se presentó ayer el todavía líder socialista y ya declinante jefe del Ejecutivo que, en puridad, solo tuvo dos apuntes pretendidamente sustanciosos en su salmodia parlamentaria: el apunte de un servicio de socorro a quienes viven la tribulación de la deuda hipotecaría, algo que se escapa de sus posibilidades presupuestarias, y la proclama de una regla de gasto para las Autonomías que, sensu contrario, ya está en los Presupuestos. Nada de nada. Incluso menos que eso. Es lo inevitable en quien ya ha acabado su repertorio y, por evitar el mutis, insiste en el concierto.
Aunque algunos melómanos le llaman «Patética» a la sexta, y última, sinfonía de Chaikovski, la mayoría tenemos por la auténtica «Pathétique» la sonata para piano nº 8 de Beethoven. En el territorio de la política española no hay confusión posible. Nadie osaría disputarle a Zapatero el título exclusivo de «el patético». Se le han acentuado, en contradictoria simultaneidad, las ojeras y la sonrisa y, asincrónico en el gesto, transpira melancolía. No supo ponerse en pie, en la solemnidad de un desfile, ante la bandera norteamericana y ahora tiene que arrodillarse ante una realidad que no quiso ver venir y, peor todavía, a la que no ha podido enfrentarse. Es otro signo de su tremenda irresponsabilidad. Aunque, para él, sea algo discutido y discutible, la Nación no tiene por qué someterse al trago amargo de un líder derrotado por los acontecimientos y tan aferrado a su propio poder que, con su actitud, impide la labor de su relevo socialista y, lo que es más grave, la de su sucesor en el Ejecutivo. Patético. Y me quedo corto.
Manuel Martín Ferrand
Félix Velasco - Blog
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