He ido contemplando con creciente desazón la manera en que en las últimas semanas desde los más diversos medios se apela a llevar a cabo una revolución desde la calle. La excusa han sido esos ocupantes ilegales de los más diversos lugares públicos cuyo paradigma se encuentra en el poblado de chabolistas a que se han visto reducidas la Puerta del Sol de Madrid o la Plaza de Cataluña en Barcelona. Mientras una maraña de individuos –que va de los antisistema a los que creen en un despertar de la conciencia cósmica pasando por la extrema izquierda ignorante y casposa de toda la vida– se dedica a hundir la economía y la higiene de los que viven en las cercanías de los lugares que tienen la desgracia de verse ocupados, no han faltado las voces que se han dedicado a vocear las consignas más irresponsables y a jugar a la revolución. Es cierto que, por regla general, semejante actividad la han llevado a cabo desde un lugar tan cómodo como el que se encuentra frente las cámaras de una televisión o en la columna de un periódico. Sin embargo, no por ello su conducta resulta menos irresponsable y peligrosa. Que este sistema democrático deja mucho que desear y que necesita algunas reformas urgentes no seré yo quien lo niegue. Estoy convencido de ello y llevo años diciéndolo. Pero una cosa es que se inste a esas reformas de manera legal y a través de las instituciones pertinentes y otra, bien distinta, es que se dediquen a forzar el menor cambio gente a la que nadie ha elegido, que se ha arrogado una autoridad de la que carece y que además quebranta la ley por sistema sin importarle un bledo las consecuencias que eso pueda tener sobre los demás. Pueden vocear lo que quieran e incluso –que no es el caso– acertar, pero su conducta difícilmente podría ser más antidemocrática siquiera porque España no es Egipto ni Túnez ni aquí existe una dictadura islámica aunque, a veces, pueda parecerlo. Una de las grandes desgracias de la Historia de España ha sido la dificultad para que los españoles comprendieran lo que es el imperio de la ley al estilo de, por ejemplo, británicos o norteamericanos. Que esa lamentable conducta se disfrace de indignación no cambia las cosas. Por si fuera poco, los que sueñan con mover el barco para alzarse con el santo y la limosna están dando muestra de una ignorancia histórica palmaria. La Historia de las revoluciones –ingleses y norteamericanos son la excepción– muestra que los que las inician siempre acaban devorados por el proceso que pusieron en marcha. Algunos, como Lafayette o Kérensky, tuvieron suerte y pudieron exiliarse. Sin embargo, Danton y Robespierre; Trotsky y Kámienev acabaron ejecutados. A fin de cuentas, no podía ser de otra manera porque las revoluciones se sabe cuando comienzan, pero no cómo acaban. Si alguien anda fantaseando ahora con el soviet callejero, con la caída de la monarquía – ¡algún majadero llegó a augurarla hace unas semanas porque había elecciones municipales!– con la toma del poder al estilo de la Marcha de Roma mussoliniana es un loco peligroso que pasa por alto una eventualidad más que posible, la de que los mismos espectros que está conjurando lo arrastren por las calles para colgarlo de una farola.
César Vidal
Félix Velasco - Blog
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