Lo que hacen los totalitarismos, por su naturaleza misma de constructores de una granja humana, es sustituir el saber con el rebajamiento del nivel de instrucción tal y como en «Los demonios» de Dostoievski lo había formulado el siniestro sistema de Chigaliov: «Cicerón tendrá la lengua cortada, Copérnico los ojos saltados, Shakespeare será lapidado ¡He aquí el chigaliovismo! Los esclavos deben ser iguales, y todos los esclavos son iguales en la esclavitud... La primera cosa que hay que hacer es rebajar el nivel de instrucción de ciencias y de talentos». Esto es, conseguir la nivelación general obligatoria. Y ya fueron terribles las consecuencias de estos manejos de unos y de otros, al convertir aquello tan hermoso y esperanzador para nuestros abuelos ilustrados, que era la enseñanza primaria universal, «en el instrumento más eficaz del dominio del Estado, (que) ha servido para la militarización de las masas, y ha expuesto a millares de personas a la influencia facilísima de la mentira organizada, y a la seducción de distracciones continuas, imbéciles, y degradantes», como explica Aldous Huxley.
Pero las cosas son aún más fáciles cuanto que en este sistema «chigaliovista», antes de haber saltado los ojos a Copérnico y haber cortado la lengua a Cicerón, se ha ordenado tomar la cicuta a Sócrates, y, desde luego, se ha desacreditado hasta la irrisión a Descartes, y a Spinoza, y a los otros, como viejos títeres que se hubieran descabalgado de una representación teatral ya caduca y risible. Y lógicamente, se prescinde en absoluto de la apelación a la razón discursiva, y se la sustituye por la implantación de una ideología o cualquiera otra razón instrumental, perfectamente adaptable, y hasta seductora. Pero esto ocurre, y sólo puede ocurrir, si antes se ha impedido el encuentro con la historia del pensamiento, con la razón metódica que gobierna y es la última instancia del conocimiento, y si no se han hecho las cuentas con aquellos rostros pálidos pensantes, y con esa razón implacable.
Hasta en un plano empírico y político es entonces perfectamente verificable que ese nuestro hablar nos miente, según Montesquieu nos avisa, cuando comenta el reinado de Augusto y escribe: «La tiranía se fortifica, no hablamos más que de libertad». Porque a este socaire retórico, nadie piensa, nadie pone en cuestión, nadie sospecha que este hablar unidimensional, y tal palabrería es puro dormitivo del pensamiento y del contraste real de los pensares por lo tanto; y la tiranía triunfará.
Es una obviedad la condición semi-vergonzante o de desdeñosa secundariedad de los estudios llamados equívoca y nada significativa «humanísticos», en la enseñanza media. Es aquí en el tiempo de estos estudios donde se organizan las cabezas con el ejercicio de un método del discurso y de unas «reglas para la dirección del espíritu»; o, por el contrario, sobreviene el caos racional producido por su ausencia, un hecho tan atroz en nuestro tiempo que permite a Michael Burleigh establecer una espantosa relación entre la superabundancia de estudiantes italianos universitarios y el terrorismo de las Brigadas Rojas, que inocentemente había sido entendido por buena parte de sus componentes como un «happening» o carnaval de protesta contra lo establecido, simplemente por estar establecido.
Y porque no se había entrado a formar parte del mundo del espíritu y la santidad de la inteligencia que Werner Jaeger había llamado la «apostura interior», que permite simbolizar lo real, y ser y comportarse de un cierto modo, aprendido y conformado, que es lo propiamente humano. Y era algo que ya quedaba incluido en la «Lógica de Port-Royal», el primer discurso de la cual subraya la obligación de «ser justos, equitativos, juiciosos, en todos los discursos, en todas las acciones y en todos los asuntos que se manejan, (y) por tanto, en ella todos han de ejercitarse y formarse». E incluye desde luego el saber distinguir, como decía don Antonio Machado, entre Julio César y Julián Cerezas, porque no son iguales, pero luego descubrirse ante ambos porque los dos son hombres y exigen un mismo respeto.
No son asuntos tan fáciles.
José Jiménez Lozano
Félix Velasco - Blog
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