Es sorprendente la cantidad de pensamientos y sentimientos encontrados, contradictorios, que puede ocultar un individuo cualquiera. Me sorprende a mí mismo que, en medio del fragor de mi existencia de ambicioso competidor teatral –un terreno bastante pantanoso–, los humildes hayan despertado en mí sentimientos parecidos a los de la madre Teresa de Calcuta. Algo que podría mover a risa. Pero, en verdad, es una bien profunda identificación, que me desarma y hace que me sienta tan desposeído y vulnerable como ellos, que me llore a mí mismo por todos.
Esto tiene un origen remoto, que pudiera diagnosticarse clínicamente como un trauma infantil. ¿Por qué secreta rendija entraron los humildes a ejercer esa rara y específica presión sobre mi ánimo? Lo voy a contar.
Tenía yo unos siete años y asistía a la escuela pública, que lindaba con las afueras de mi pueblo. Era una deslumbrante mañana de La Mancha, la clase estaba terminando y, de repente, otro chico de la misma edad que yo, vestido pobremente, me dijo: –«Mi madre ha muerto». –«¿Y cómo estás aquí?», le pregunté. El niño no me contestó, sino que me propuso: –«¿Quieres verla?». –«Bueno, ¿dónde está?». –«Aquí cerca».
Y durante el recreo, nos escapamos y el niño me llevó a una huerta y una casita de las afueras. Ni en la huerta ni en la casita había otras personas que nosotros dos. Reinaba una especie de silencio animado de perfumes huertanos y piar de pájaros. Una luminosa desolación.
Entramos en la casa y, en la primera habitación, estaba la joven muerta en su féretro, muy arreglada, con su traje oscuro «de vestir», las manos cruzadas, con un crucifijo pequeño de metal y una ramita florida de no sé qué. A la cabecera, lucían un par de hachones. Hacía mucho calor.
Los dos, cogidos de la mano, nos detuvimos ante la muerta sin decir palabra. Yo me fijaba en sus zapatos puntiagudos, negros, algo separados en ángulo y con la suela sin gastar, como de estreno. No sé qué de terrible y estremecedor veía en aquellos zapatos.
¿Por qué no había nadie en la casa, por qué aquel niño no había tenido otro refugio que asistir a la escuela, como todos los días? No vi que llorase, sino que parecía estar orgulloso de mostrármela, tan elegante y tan compuesta… Y tan solemnemente cadavérica. Algo extraño y conmovedor. Un pobre y humilde chavalito, que presumía de «madre muerta».
Igualmente, sin decir palabra, salimos al exterior. El trino de los pájaros y el rumor de los insectos, el sol taladrante sobre la huerta y la soledad de aquel lugar se fijaron en mi memoria como el marco natural y cotidiano que rodeaba a aquel chavalito reconcentrado y tan serenamente triste. Que luego ha representado para mí a toda una infinidad de niños tristes y humildes, niños de mi tierra y de más allá.
No sé qué especie de amor y de angustia ante la inocencia y la humildad se adueña de mí, suscita una interrogación sin respuesta, en la que no puedo invocar a Dios. Ni siendo «de izquierdas», ni siendo comunista, ni siendo misionero ateo, ni sacrificándome por ellos evitaré que existan siempre, que siga siempre produciéndose aquello de…
–«Mi madre ha muerto». –«¿Y cómo estás aquí?». –«¿Quieres verla?». –«Bueno, ¿dónde está?». –«Aquí cerca».
Y luego, gravitando sobre nosotros, aquella luminosa desolación. ¿Cómo podemos definir ese «tirón emocional» de positivo o negativo? Me paraliza en la «pena y el amor», como si asistiera con todos al velatorio de mi madre muerta, mi humilde mamá, vestida con sus mejores galas y sus zapatos a estrenar, para que la entierren con la mayor decencia y compostura.
Mi amigo pequeñín, mi precioso compañerito, siempre serás mi hermano, siempre iremos juntos, de la mano, hacia el misterio sin salida, envueltos en la misma radiante desolación de aquel huerto y aquella casita de las afueras.
Francisco Nieva
Félix Velasco - Blog
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