Han pasado apenas unos días desde la celebración de las elecciones municipales y autonómicas cuando escribo estas líneas, y los acampados de la Puerta del Sol, que acapararon portadas en las fechas inmediatamente anteriores al 22 de mayo, empiezan a ser vistos como una chusma pulgosa y aborrecible. Aquí puede decirse con propiedad que «en el pecado llevan la penitencia»: para combatir el sistema del que abominaban, los acampados quisieron explotar la resonancia y el brillo mediático que el propio sistema les brindaba, aprovechándose de una coyuntura electoral; y como, a la postre, el sistema pasó como una apisonadora sobre su chiringuito, sus reivindicaciones parecen hoy obsoletas y descangalladas, como cachivaches inservibles que recluimos en el desván. En lo que vuelve a demostrarse que el sistema forma una amalgama de poder inexpugnable; y que pretender derribarlo con acampadas es como oponerse al avance de una división Panzer armado con un tirachinas.
Las proclamas de los indignados estaban, por lo demás, lastradas por un emotivismo párvulo, por una retórica atufada de porros; y en casi todas ellas se percibía una candorosa ausencia de teoría política que se suplía con consignas más viejas que la tos. Quizá lo más llamativo de tales consignas era que, a la vez que reclamaban el desmantelamiento del sistema, demandaban más «libertades ciudadanas» y «financiación pública» al mismo sistema que combatían, ignorantes tal vez de que, si el sistema se ha hecho fuerte, es precisamente porque, a la vez que nos oprime y desangra, nos mantiene entretenidos con estos caramelos envenenados. A la postre, todos somos hijos de nuestra época; y los chavales indignados de la Puerta del Sol, al exigir que el reparto de caramelos envenenados se reactivase, no hacían sino proclamarse siervos del sistema que los ha modelado interiormente. Como a todos nosotros.
Pero así y todo... había en la acampada de la Puerta del Sol un fondo -magullado, malherido, hecho añicos- de bendita rebeldía española, reciclada en rastas y tetrabrik, que suscitaba cierta esperanza. Es verdad que la expresión de esa rebeldía era intuitiva, caótica y, en último extremo, ahogada por un vómito ideológico, como no podía ser de otro modo en una época en que el sistema se preocupa de empacharnos de morralla ideológica, para que nos entretengamos disputando sobre las consecuencias del mal que nos aflige, enviscados los unos contra los otros e incapaces de ascender hasta sus primeras causas. Este vómito ideológico que caracterizaba la protesta de los indignados los hacía antipáticos para mucha gente (la que «profesa» ideologías adversas); pero por debajo de ese vómito subyacía un malestar más profundo, compartido hasta por quienes los miraban con antipatía. Y ese malestar es la conciencia de que vivimos en una época en que el poder político, económico y mediático han formado una amalgama monstruosa, un Leviatán infinitamente más tiránico y acaparador que en cualquier otra época de la historia; disfrazado de ropajes democráticos, endulzado de «libertades ciudadanas» y otras golosinas suculentas, pero Leviatán rampante que nos deglute y tritura como si estuviésemos hechos de alfeñique.
En este Leviatán rampante, al pueblo (que ya ni siquiera es pueblo, sino ciudadanía gregaria y amorfa, ciudadanía sin mística ni ascética) se le ha asignado un papel de mera comparsa retórica, mientras el sistema controla todas las instituciones que deberían estar al servicio del pueblo, desde los sindicatos al poder judicial, pasando por las universidades, las cajas de ahorro o los medios de comunicación. El instrumento para perpetuar esta dominación es la partitocracia, que, a la vez que desvirtúa las instituciones públicas hasta destruirlas, degrada al pueblo, convirtiéndolo en un organismo desvinculado, al que primero se agita con consignas ideológicas que actúan a modo de implantes emocionales, para después convertirlo en una papilla que se resigna al clientelismo, que acepta la corrupción como una calamidad endémica e irremediable, que reclama como un chiquilín emberrinchado un plato de lentejas en forma de «libertades ciudadanas» o «financiación pública». Pero reclamar un plato de lentejas cuando previamente se ha renunciado a la primogenitura es inútil; porque ese plato de lentejas ha dejado ya de ser tu propiedad inalienable, para convertirse en una limosna que el sistema te concede o te niega según su libre arbitrio. Y que, al fin y a la postre, se convierte en un caramelo envenenado.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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