Un cacho de carne llamado Jan Fabre, a quien el papanatismocontemporáneo califica de «maestro de la provocación« y no sé cuántas gilipolleces más, expone en la Bienal de Venecia una «versión» (que en realidad es perversión) de la sublime Piedad de Miguel Ángel que se halla en la basílica de San Pedro, en Roma. La perversión del cacho de carne, perpetrada en mármol de Carrara como la excelsa obra que envilece y denigra, sustituye el rostro de la Virgen María por una calavera; y, en un rasgo de pueril narcisismo característico de todos estos fantoches que tratan de colarnos sus esputos infecciosos como si fueran verdadero arte, la Virgen calaverizada sostiene en sus brazos un Cristo con los rasgos del cacho de carne, cuyo cuerpo en descomposición bulle de moscas y escarabajos, mientras porta en su mano derecha un cerebro, donde -según nos explica, orgulloso, el cacho de carne- se halla «el alma del individuo». Y, por si aún nos quedara alguna duda sobre su credo artístico, el cacho de carne apostilla: «El cuerpo humano es mi objeto de investigación. Su metamorfosis, la transformación de la materia: eso es todo lo que me interesa». ¡Pues vete a un depósito de cadáveres a disfrutar de tus intereses, cacho de carne, y quita tus sucias manos de Miguel Ángel!
Inevitablemente, el adefesio del cacho de carne ha «suscitado una fenomenal polémica», que es de lo que viven (opíparamente) todos estos embaucadores que tienen de artistas lo mismo que yo de flaco; y, encaramado en la polémica, el cacho de carne aprovecha para pavonearse y dárselas de «terrorista poético» que «hace que la gente piense, que discuta y que asuma su cuerpo y su mente» (sic). ¿Hasta cuándo habremos de aguantar tanta paparrucha disfrazada de hondura? El adefesio del cacho de carne no es, a la postre, más que una expresión (especialmente degenerada, si se quiere) de las escurrajas del anti-arte, ese vómito de humores biliosos que viene después del empacho y la vomitona propiamente dicha. La primera fase del anti-arte (el empacho) fue la copia académica, el pastiche delicuescente y superferolítico, que necesitaba vampirizar el verdadero arte por falta de inspiración, pero que aún le tributaba cierta veneración (envidiosa y amargada, pero veneración a fin de cuentas, como la que los hombres achacosos e impotentes tributan a los hombres sanos y viriles). La segunda fase del anti-arte (la vomitona) consistió en expulsar y execrar el verdadero arte, suplantándolo por el garabato, el aspaviento y la pacotilla inmunda, como si los hombres achacosos e impotentes lograran convencernos de que sus achaques (agudizados) son un signo saludable y su impotencia una prueba de fecundidad, logrando además que los hombres sanos y viriles sean recluidos en lazaretos, como peligrosos apestados. En esta tercera fase del anti-arte (el vómito de humores biliosos), representada por el cacho de carne que comentamos, el anti-artista ya no se consuela con vampirizar el arte original, ni siquiera con suplantarlo con sus chafarrinones diarreicos: necesita corromperlo, degradarlo, desfigurarlo, prostituirlo; necesita, en fin, para obtener alivio, enfangarlo en su misma abyección, como el criminal pervertido que, incapaz de soportar sus achaques o su impotencia, busca consuelo contagiando con los miasmas de su enfermedad al hombre sano, o castrando al hombre viril. En la primera fase del anti-arte, el signo distintivo era la frustración; en la segunda, la ira energúmena; en esta tercera fase, el anti-arte se expresa a través de la maldad deliberada, a veces disfrazada con una máscara paródica (recordemos al bufonesco Duchamp, pintándole bigote y perilla a laGioconda), a veces (como le ocurre al cacho de carne que ahora comentamos) envuelta en un manto de soberbia campanuda. Pero si la parodia es instrumento predilecto de los pobres diablos, la soberbia es rasgo constitutivo de los diablos de alcurnia; por eso es inevitable que este anti-arte en fase terminal acabe afirmándose a través de la profanación: puesto que el mal es incapaz de alcanzar y abrazar la Belleza, necesita vestirla de puta y llevarla al burdel, necesita envilecerla, rebozarla en su vómito, hacerla chapotear en su pudrición, para asombro o irrisión de los papanatas (a veces tan solo tontos útiles, a veces tarados que comparten con el anti-artista su misma putrescencia y degeneración) que, mientras contemplan la belleza hecha trizas (la belleza convertida en puta por rastrojo), se refocilan en gustoso aquelarre, encumbrando adefesios como los que perpetra ese cacho de carne llamado Jan Fabre.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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