Tenemos los españoles en general un grave problema de fe que, además de suponer una radicalización del escepticismo frente a la religión, nos aleja cada día más de la confianza en las instituciones políticas. Ni creemos en el auxilio espiritual del púlpito, ni en la decencia del denso y complejo entramado político del Estado. En el caso del descreimiento religioso, parece evidente que se trata del resultado inevitable de habernos impuesto un modo de vida materialista y trepidante en el que los asuntos del alma importan menos que las cuentas de resultados. En cuanto al remilgo con el que miramos los acontecimientos políticos, nos viene dado por el continuado mal ejemplo de quienes nutren con su presencia la arquitectura del Poder y no hacen en el desempeño de sus funciones lo necesario para no desacreditar al Estado. En cierto modo no ocurre nada catastrófico porque la sociedad civil se aleje de Dios, pero que recele de sus políticos supone que está en trance de sustituir la fe en el Estado por el afecto creciente hacia fórmulas políticas inquietantes, incluida la vieja tentación del aliento revolucionario. No cabe duda de que la conciencia justiciera del pueblo se agudiza en la medida en la que los ciudadanos se dan cuenta de que su empobrecimiento no es la consecuencia de una mala racha, sino el resultado de haberse extendido tanto la corrupción, ya que incluso es de temer que estén a punto de corromperse quienes tendrían que luchar contra ella. El caso es que el país está en un momento crucial de su historia, en un punto de pavorosa ruindad moral y política, en un momento en el que, por el descreimiento espiritual y por el recelo político, en España nos vienen grandes las iglesias y se nos están quedando pequeños los presidios.
José Luis Alvite
Félix Velasco - Blog
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