Puede engañarse, si quiere. Pero sólo lo hará consigo mismo, y ni siquiera creo que ese sea el caso. El ilusionismo tiene una medida, un escenario, un tiempo y una posición desde la que ver el juego de manos. Cambiando la óptica se ve el truco y todo se viene abajo. A veces los dioses castigan a los hombres haciendo realidad sus sueños, y en ese momento uno nota un cierto vacío bajo sus pies. El problema de Mas estriba en que ahora tiene que contentar a una masa alentada por él y sus secuaces tras años de entrenamiento pertinaz… y no goza de instrumentos para ello. El día 20 acudirá a La Moncloa con cientos de miles de catalanes bajo el brazo a reclamar el último escalón de su estrategia, el cansino Pacto Fiscal, y sabe que se le escuchará como el que oye llover, porque, aunque parezca mentira, quien tiene un problema es él, no Rajoy, ni el Parlamento español, ni el gobierno de la Nación. Cuando vuelva de vacío, ¿qué le dirá a sus manifestantes?
Así que pasen mil años, los países de entonces probablemente no tendrán mucho que ver con los actuales, de la misma forma que los de hoy no se parecen a los de hace siquiera trescientos años atrás. Pero las urgencias de los independentistas catalanes no se van a solventar inmediatamente. Una declaración unilateral de independencia —sueño montaraz de algunos— sirve de muy poco, y hasta el más iluso sabe que el proceso no se caracteriza por la ruptura súbita. El Parlamento catalán deberá debatir a calzón quitado el sueño separatista, que, de triunfar en voto final, deberá ser sometido a la consideración de los ciudadanos. Si estos refrendan la imprevisible decisión parlamentaria, cosa que habría que comprobar, sería el Parlamento español el que tomara la decisión de dinamitar la Constitución y permitir la segregación. En un país en el que resulta un fárrago insufrible separar un municipio pequeño en dos, desgajar una parte de su territorio para convertirlo en un Estado independiente puede parecer una quimera. De admitirlo el Congreso y el Senado, deberá ser sometido a consideración de todos los españoles, disolver las Cortes y llamar de nuevo a las urnas. Cuentan los independentistas catalanes con el independentismo surgido en toda España… independentismo catalán, por supuesto. Pero ni aún así parecería suficiente. Sesudos analistas y creadores de opinión en la propia Cataluña señalan el inconveniente difícilmente superable que supone convertirse en un pequeño país colocado tras Croacia o Turquía en la cola de espera para convertirse en socio de la UE. Amén del riesgo de ruptura social que supone dividir un país en, como mínimo, dos fracciones bien distintas. Cataluña, vigorosa y envidiable siempre en tantas cosas, sería un país, a la larga, viable y sano, pero condenado a una transición difícilmente soportable.
Mas es quien debe decir a su pueblo que no se puede declarar independiente y pretender que todo siga igual. Cuando tú te declaras independiente los demás también lo hacen de ti. Eso lo sabe perfectamente el Conducator catalán y conoce probablemente el precio que hay que pagar por ello. A partir del 20, cuando se le niegue el Pacto, aunque se negocie una mejora en la financiación de Cataluña —probablemente justa o necesaria—, Mas deberá administrar una frustración y dispondrá de pocos trucos de magia para calmar la sed de quienes están convencidos de que esto es mucho más fácil. No lo es. El problema recaerá en su gestión, no en la de los puñeteros españoles que se pasan el día pensando en cómo fastidiar a los catalanes. Para España, la independencia de Cataluña es un roto dramático en el vestido, pero lo es más para la propia Cataluña. Y gestionar eso es casi imposible. Es lo que decía el poema decadente: «Ya somos felices, ¿y ahora qué hacemos?».
Carlos Herrera
Félix Velasco - Blog
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