domingo, 22 de abril de 2012

¡Plato!

Pertenezco a la generación de los Supersónicos. Quiero decir que, cuando yo era niña, nos imaginábamos la vida del siglo XXI parecida a la de los personajes de aquella legendaria serie. Con un padre que iba a trabajar en una micronave espacial y una madre que lo esperaba en casa dando instrucciones a Robotina, una mucama-androide con cofia y todo. Curiosamente, el futuro no ha ido por ahí, sino por derroteros que los guionistas de la serie (y los de tantas otras películas futuristas) ni siquiera atisbaron. Todos ellos, Spielberg incluido, imaginaron adelantos como teletransportadores, robots y naves interestelares, pero no se les ocurrió `inventar´ elementos ahora tan imprescindibles como Internet o teléfonos móviles. Otro punto en el que fallaron estrepitosamente los guionistas fue en lo que respecta a la comida. Imaginaban que los seres de nuestro siglo no perderían tiempo sentándose a la mesa ante un filete o una sopa de fideos. El hombre del siglo XXI, según ellos, se alimentaría de sanísimas píldoras diseñadas para aportar todos los nutrientes necesarios a su organismo. Lejos de hacerse realidad la profecía, se presta ahora más atención que nunca a la comida. Comer hoy es un rito, una ceremonia. Y los oficiantes de ese sagrado ritual se han convertido en sumos sacerdotes y admirados gurús, hasta tal punto que hoy un hijo te dice que quiere ser cocinero y, lejos de pegarte un julepe, te quedas tan contento como si te hubiera dicho que quiere ser ingeniero o físico nuclear. En efecto, la cocina ha salido del armario –o de la rústica alacena– en la que vivía confinada para reinar en todos los salones. Y a mí me parece muy bien, y soy gran partidaria de las excursiones gastronómicas, esas que, según la Guía Michelin, a veces «merecen el desvío» y otras «merecen todo un viaje». Me encanta la comida japonesa, la china, la peruana, la mexicana, la italiana, la francesa y, por supuesto, la española actual, que tiene, según creo, el equilibrio perfecto entre innovación y tradición. Admiro la tortilla deconstruida (aunque prefiero la de toda la vida); también el helado de romero (aunque, qué quieren que les diga, donde esté el de dulce de leche…); me sorprenden los sorbetes de pimienta, los arroces `en movimiento´, las piruletas de sobrasada, los filetes de peta zetas y todas esas creatividades que ahora se llevan. En fin, que todo eso me parece muy bien y da mucho tema de conversación. Pero hay una cosa que me carga y no puedo soportar. ¿Se han dado cuenta de que ahora todo, y en especial la carne y el pescado, se come en platos hondos o si no en unos supermegaguays ovalados o rectangulares, pero nunca llanos? Yo no sé quién inventará estas nuevas vajillas, pero me acuerdo de él y de toda su santa parentela cada vez que voy a un restaurante. Y es que es imposible hacer una pausa en la comida porque no se puede posar el cuchillo y el tenedor en el plato so pena de que se zambullan inmediatamente en la salsa, de donde hay que repescarlos pringosos. Y si por un casual uno intenta dejarlos un segundo, ¡uno!, sobre la superficie empinada del maldito plato de marras, van y hacen catapulta hasta aterrizar en la blusa propia o en la corbata ajena. Sí, ahora todos los platos son hondos. Excepto los de helado, que, a saber por qué otro superferolítico mandato culinario, son llanos, con lo que uno se pasa todo el rato persiguiendo el sorbete de aceite de oliva al eneldo perfumado o el semifreddo de café al aroma de boniato plato arriba, plato abajo. Con lo bonitas que eran las copas de helado y lo sencillos los boles de toda la vida. En fin. Quede aquí mi sugerencia para los chefs de campanillas. Que piensen que el placer de comer no reside solo en la imaginación, la creatividad y la innovación. También está en el sentido común y en la comodidad. Y que si quieren que uno –una en este caso– siga haciendo excursiones gastronómicas para extasiarse con palomitas de chile con carne y hamburguesa de tofu con salsa de vieiras, que tengan al menos la gentileza de servirlos de modo que resulten gratos de comer. Claro que donde estén unas buenas albóndigas caseras… A mí, esas me da igual comerlas donde sea.
Carmen Posadas
Félix Velasco - Blog

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