Cuando, dentro de cien o de mil años, alguien se disponga a analizar las causas que condujeron a las sociedades occidentales a la ruina material y espiritual, se tropezará con un hecho gigantesco y evidente que hoy se soslaya, o que en el mejor de los casos se juzga equivocadamente una consecuencia de las calamidades que nos fustigan. Una de las notas más distintivas de nuestra época consiste en confundir causas y consecuencias; y así, se asemeja cada vez más al enfermo de cáncer hepático que, contemplando ante el espejo su aspecto macilento, resuelve ponerle remedio con baños de sol y una dieta rica en hierro. Ese hecho gigantesco al que nos referimos es la desesperación, enfermedad del alma que en sus manifestaciones individuales ha infectado a los hombres contemporáneos con multitud de trastornos mentales que la psiquiatría ha catalogado con vocación exhaustiva nunca del todo culminada; y que en sus manifestaciones colectivas hace a las sociedades impotentes al esfuerzo vital. Una desesperación que, en sus manifestaciones individuales o colectivas, se concreta en una falta de voluntad para seguir viviendo (con frecuencia, disfrazada paradójicamente de un vitalismo optimista y desaforado) que acaba incitándonos al abandono, o –todavía peor– a seguir caminando alocadamente, como esos gallos descabezados de las fiestas populares de antaño, sin brújula ni destino claros, impulsados por el mero hórror vacui. Decía Leonardo Castellani que el hombre no puede caminar sin «afirmarse», es decir, sin apoyarse en algo. Y añadía: «Desesperación es el sentimiento profundo de que la vida no tiene sentido, de que es un definitivo engaño; y este sentimiento es fatal consecuencia de la creencia de que no hay otra vida». El dolor que asociamos al vacío existencial se nos antoja intolerable; pero ningún padecimiento hay intolerable cuando el padeciente puede afirmarse en algo, cuando cree con firmeza que un día acabará su sufrimiento, y que su final será dichoso. La cualidad de infinito comunicada al dolor proviene de esa disposición de ánimo llamada desesperación, que paradójicamente puede disfrazarse –sobre todo en nuestra época– de alegría aspaventera y vociferante; pero está poseída de una sorda sed de destrucción y nihilismo.
No pensemos, sin embargo, que esta lacra del vacío vital y la desesperación es nueva, aunque la enmascaremos con un enjambre de nombres nuevos, etiologías diversas y terapias milagrosas. Los antiguos la llamaban acedia, y la describían como una tristeza caracterizada primero por el tedio, el desaliento, el torpor, la dispersión, el desinterés por las cosas y los hombres; y luego, a medida que va tomando posesión de nuestras almas, por el hastío, la ansiedad y las tentaciones suicidas. No, no es esta experiencia de vacío existencial algo originario de nuestra época, aunque la bauticemos con nombres nuevos. Más novedoso es que tal enfermedad, lejos de ser atacada en sus orígenes, haya sido estimulada por sistemas de pensamiento que la fomentan y propagan, favoreciendo la ruptura de los seres humanos con todos aquellos lazos que dan sentido de pertenencia y permanencia a su propia vida: combatiendo la fe religiosa, en primer lugar; y, a continuación, desnaturalizando las relaciones e instituciones humanas primordiales, imponiendo nuevas formas de trabajo que rompen los ritmos vitales e incomunican a las personas, reduciendo el espíritu humano a un repertorio de pulsiones que exigen satisfacción inmediata, desestructurando la vida moral, auspiciando –en fin– el consumo bulímico de placeres que, a la vez que nos transmiten una impresión fugaz de euforia, anestesian la sensibilidad, ofuscan la conciencia y dejan, a modo de resaca, un dolor que no remite nunca; y que, para ser aplacado, exige dosis cada vez mayores de falsos lenitivos que a la postre no hacen sino exacerbarlo.
Tal desesperación acaba manifestándose en dos expresiones que, a simple vista, parecen contradictorias, pero que albergan una misma aversión a la vida: por un lado, miedo a la soledad, a la vejez, al abandono y a la muerte, que se trata de exorcizar mediante un vitalismo compulsivo; por el otro, un deseo de acabar cuanto antes con un sufrimiento que se nos antoja absurdo. Pues la conciencia de absurdo –a veces envuelta en ropajes cínicos, a veces aullante de dolor– es siempre la estación última del viaje hacia la nada en el que nos embarca la desesperación.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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