Pertenezco a la última generación que se inició en la pasión cinéfila antes de que el vídeo se convirtiera en el electrodoméstico más fatigado del hogar. Las primeras proyecciones a las que asistí fueron en la biblioteca pública de mi ciudad levítica, donde cada sábado se organizaban sesiones matinales para la chiquillería, ruidosas y turbulentas como una asamblea sindical, casi siempre con películas de recuelo que mostraban en sus fotogramas los arañazos y escoceduras de mil pases anteriores. En la biblioteca de mi ciudad levítica se proyectaban cortometrajes de cine cómico –Charlot, Jaimito, el Gordo y el Flaco– que convertían la platea en un zafarrancho de combate; y, a continuación, películas de romanos y de vaqueros –mis predilectas–, pero también comedias de Louis de Funès, que me dejaban más frío que un congrio con anemia. También recuerdo con especial delectación las películas de Tarzán, no sólo las clásicas de Johnny Weissmuller (cuyo grito trataba en vano de emular), sino también las de su dignísimo continuador, Lex Barker, y las de un musculitos posterior, Gordon Scott, que aprovechando el empacho de anabolizantes encarnó por añadidura a Maciste y demás tíos cachas del péplum italiano.
Pero mi experiencia cinematográfica más vívida y perdurable me la procuraron las películas de asunto bíblico (o aledaños) que, cada Semana Santa, se proyectaban en un cine ya clausurado de mi ciudad levítica, que perpetuaba la memoria de un héroe local, Arias Gonzalo, quien en defensa del honor de doña Urraca permitió que sus cuatro hijos pereciesen en liza. En el cine Arias Gonzalo vi varias veces Los diez mandamientos, Quo vadis?, Ben-Hur y Espartaco, una película que me pareció entonces –y me sigue pareciendo hoy– un prodigio de emoción llevada en volandas por la partitura prodigiosa e irrepetible de Alex North. La escena en la que los derrotados esclavos, a requerimiento de Craso (Lawrence Olivier), se identifican uno tras otro («¡Yo soy Espartaco!») como el cabecilla de la rebelión, impidiendo que el verdadero Espartaco (Kirk Douglas) revele su identidad, me anudó la garganta de ortigas, hasta casi impedirme respirar; y todos mis esfuerzos por retener las lágrimas se desbarataron cuando, en la escena final, Varinia (hermosísima Jean Simmons) le mostraba al agonizante Espartaco, al pie de la cruz donde había sido ajusticiado, al hijo de su amor, que crecería libre de la férula romana. Raro es el año que no vuelvo a ver Espartaco; y aunque la magia de la sala oscura ya se haya desvanecido, vuelve el niño ingenuo y sentimental que fui a poseerse de mí, para lavarme de arrugas y claudicaciones con un llanto bautismal.
También frecuenté en mi infancia desvelada por los deslumbramientos de la sala oscura un cine de las afueras, llamado Pompeya, desvencijado y fragante de pecados, que alternaba en su programación películas para pajilleros (¡aquel cine ‘S’ cuyos carteles nos traían a los chicos de mi pandilla en un sinvivir!) y sesiones dobles en los fines de semana, amuebladas con spaghetti-westerns y otros retales del cine que había triunfado entre las clases populares quince o veinte años atrás. A las películas sicalípticas nunca nos dejaban entrar, pero spaguettis me tragué unos cuantos, con gran delicia y aprovechamiento. Mi favorito, entre todos ellos, era El bueno, el feo y el malo, que según me había confesado mi madre ella había visto, acompañada de mi padre, cuando ambos estaban recién casados y yo crecía en su vientre, allá en Sestao. Me gustaban la planificación enfática de la película, la música chirriante de Ennio Morricone, ese barroquismo exasperado de Sergio Leone que se impondría como marca distintiva del subgénero; y, mientras contemplaba la película, jugaba a imaginar cómo aquellas estridencias formales habrían afectado a un niño gestante, atemperadas por la tibieza de la placenta. Luego, de vuelta a la calle, trataba de imitar los andares retadores de Clint Eastwood, su mirada entre desdeñosa y escrutadora y, a falta de un cigarro que llevarme a los dientes, mordisqueaba un palo de regaliz, ensalivándolo con mucha pachorra, imprimiendo a la mandíbula una tensión de pistolero que no se fía ni de su propia sombra y frunciendo las comisuras de los ojos, como si me estuviese protegiendo de los efectos lacrimógenos de un humo inexistente. Y, de esta guisa, me pavoneaba ante las muchachas de mi ciudad levítica, que por supuesto no me hacían ni puñetero caso y hasta me dedicaban alguna pullita malévola; y es que a las chicas de provincias –y mucho menos si son rubias– nunca les han gustado los spaghetti-westerns.
Juan Manuel de Prada