¿Por qué tenemos tanto miedo a las palabras? ¿Por qué hemos introducido en nuestras conversaciones una especie de ‘censura simultánea’ que nos impide referirnos a las cosas por su nombre y nos obliga a recurrir a circunloquios y eufemismos? ¿Por qué hemos convertido el diccionario en un territorio sembrado de minas por el que discurrimos en zigzag? Hace unas semanas participaba en un tumulto vociferante que se pretendía discusión razonada y, un poco harto de aquel batiburrillo discorde, exclamé: «Basta. Esto parece una merienda de negros». Uno de los que participaban en el pandemónium me rectificó, con una sonrisita melindrosa (porque la corrección política gusta mucho de los melindres) en los labios: «Querrás decir `una jaula de grillos´, supongo». Lo fulminé con mi desprecio: «No, he querido decir una merienda de negros, y además de distintas tribus aborígenes del África profunda, cada cual hablando en su dialecto autóctono; los grillos, aunque ruidosos, se entienden perfectamente frotando sus élitros». Se hizo uno de esos silencios afilados, como de patíbulo donde se prepara una ejecución, e intuí que mis contertulios hubiesen deseado poseer en ese momento una guillotina portátil, para rebanarme la lengua.
La censura del lenguaje alcanza extremos irrisorios que desafían la propia lógica del lenguaje. Todos sabemos que los topónimos deben pronunciarse en castellano, cuando utilicemos esta lengua para comunicarnos y el topónimo esté consagrado por el uso. Así, decimos `Londres´ y no `London´; o `Milán´ y no `Milano´. En cambio, se considera ofensivo para las ‘comunidades de factor diferencial’ (permítaseme emplear la jerga de la corrección política) decir `Lérida´ en lugar de `Lleida´. Y es que hay gente que utiliza el idioma como aquellas chachas de sainete que, en ausencia de su señorito, aprovechaban para esconder las barreduras debajo de una alfombra. No saben que las palabras que se sepultan debajo de una alfombra no se extinguen por arte de birlibirloque: la falta de oxígeno las hace fermentar y lo que al principio era un mero rosario de fonemas inofensivos se convierte en un emblema de beligerancia. La represión gratuita o esnob o pudibunda del lenguaje, su enterramiento bajo la alfombra de la corrección política, sólo engendra monstruos de bilis y revanchismo.
Naturalmente, tras la represión semántica suelen subyacer sórdidas razones de conveniencia ideológica. España es ese país donde uno puede decir «soy de izquierdas» como formulación orgullosa; en cambio, a nadie se le ocurre decir «soy de derechas», porque sería tan oprobioso como decir «padezco lepra» o «tengo fimosis». Y así, desde hace años, la gente de derechas en España anda inventándose rocambolescas designaciones que disfracen su adscripción ideológica: que si liberal, que si reformista, que si patatín, que si patatán. Pero la batalla de las ideas empieza a perderse en la batalla de las palabras; y desde que la derecha española admitió que declarar sin ambages su adscripción era un baldón o una ignominia, cedió a su contrincante un terreno que le será muy difícil recuperar. Una vez cedido ese terreno, resultan más bien patéticos sus esfuerzos por «conquistar el centro», por la sencilla razón de que el llamado ‘centro’ es una región brumosa, cuyas coordenadas las establece quien maneja el cotarro. En España el cotarro lo maneja la izquierda, que puede situar el centro donde le pete; y, así, el esfuerzo de la derecha por acercarse al centro es tan estéril y conmovedor como el del gozquecillo que corre en pos de un hueso que nunca puede alcanzar, porque la izquierda lo acerca a su terreno tirando de un hilo. Y, mientras tira del hilo, la izquierda se descojona del gozquecillo.
Los cirujanos del lenguaje creen que la eliminación de esas palabras presuntamente culpables actúa como un exorcismo sobre los problemas que asedian nuestra convivencia; cuando lo cierto es que constituyen una manifestación hipócrita de nuestra incapacidad para remediarlos. Las palabras no son bochornosas ni delictivas: es nuestro trato vergonzante con ellas lo que las convierte en diana de sórdidos mercadeos y puritanismos ideológicos. Quizá, cuando volvamos a hablar con la misma naturalidad con que respiramos, nos demos cuenta de que las únicas palabras que ponen en peligro nuestra convivencia son aquellas que escondemos debajo de la alfombra.
Juan Manuel de Prada