Como buena leo, mi gran defecto es el orgullo. No es que yo crea demasiado en el horóscopo, pero desde luego en esto da en el clavo; tengo un orgullo de esos que antiguamente se denominaban `demoniacos´. En otras palabras, soy capaz de hacer verdaderas estupideces cuando alguien hiere mis sentimientos o me siento ninguneada. Hasta ahora siempre había considerado este rasgo de mi carácter como algo muy negativo (ni se imaginan las cosas que he hecho por orgullo magullado), por eso ha sido una sorpresa encontrar un artículo en un periódico norteamericano que descubre que el orgullo no sólo es positivo, sino que es una inestable virtud.
Por lo visto, con esto de la traída y llevada crisis, psicólogos de diversas universidades se han dedicado a estudiar las distintas actitudes de las personas que se quedan sin trabajo. «Mire usted a su alrededor en las plataformas de los trenes de cercanías, en la parada del autobús, en la calle», dice uno de esos estudios. «Es muy posible que lo que estén haciendo muchos yuppies que vea por ahí con trajes de Armani, tirantes superfashion y cara de muy ocupado es apresurarse, no hacia sus carísimos despachos, sino hacia la cafetería de la esquina.» ¿Engaño? ¿Una forma patética de ocultar que están en la calle? Según los psicólogos, esta actitud, lejos de ser frívola y engañosa, es una muy eficaz estrategia que remite a mecanismos mentales perfectamente justificados, que podríamos llamar ‘la estrategia del orgullo’. Hasta ahora, el orgullo, como estrategia social, no había sido especialmente estudiado. Frente al miedo, el júbilo y otras pulsiones humanas, el orgullo se consideraba demasiado variable según las diversas culturas como para medir su eficacia.
Se ha descubierto, sin embargo, que, contrariamente a lo que se cree, las expresiones de orgullo –elevar la barbilla o poner los brazos en jarras, por ejemplo– son idénticas en todas partes del mundo. Durante las Olimpiadas de 2004 se estudió, además, que las demostraciones de triunfo (alzar los brazos, golpes en el pecho con los puños cerrados, etcétera) eran idénticas en atletas de los cinco continentes y también las manifestaban los atletas ciegos paralímpicos. El estudio fue más allá y descubrió algo completamente inesperado: que la gente asocia una expresión de orgullo al éxito, aun cuando quien la realice sea una persona de menor consideración social, mientras que a un supuesto líder que se muestre avergonzado se tiende a despreciarlo. Todas estas interesantes observaciones se han puesto ahora en relación con la actitud que las personas adoptan ante la adversidad, ante la pérdida del empleo, por ejemplo, o ante la ruina económica o un revés amoroso. Y al hacerlo se ha comprobado que poner «al mal tiempo buena cara» no es sólo una bonita frase, sino una muy eficaz estrategia. Lo es porque el orgullo (hablamos siempre del orgullo sano, no de la soberbia o la arrogancia) no sólo proyecta una imagen positiva, sino que actúa como un imán sobre los demás. En efecto, según estos recientes estudios, una imagen de orgullo denota una sensación de seguridad, de valía personal. Además, los psicólogos han descubierto que fingir una actitud de orgullo irradia una imagen de seguridad que, a su vez, hace sentir más seguro al fingidor. Todo esto se debe, por lo visto, a que el orgullo engendra perseverancia. Y la perseverancia es, por lo menos en mi experiencia, mucho más útil que la inteligencia, e incluso que la preparación, a la hora de alcanzar cualquier objetivo. Tal vez por eso yo, a pesar de que siempre he considerado mi orgullo un gran defecto, si soy sincera y miro para atrás en mi vida, me doy cuenta de que, así como me ha hecho cometer algunas tonterías, también me ha ayudado muchísimo. Como ya les he contado alguna vez, ni se imaginan la de metas que he alcanzado sólo por darles en las narices a unos cuantos.
¿Orgullo hipertrofiado el mío? Sin duda, pero ahora por fin comprendo eso que tanto se dice de que todo el mundo tiene los defectos de sus virtudes (y viceversa).
Carmen Posadas