Unos neurólogos americanos andan experimentando con una droga que inhibe la secreción de una enzima asociada a la memoria. Su propósito, según nos revelan, consiste en lograr una suerte de ‘amnesia selectiva’ que permita a los consumidores de la droga en cuestión olvidar traumas del pasado, adicciones vergonzantes y, en general, ‘mejorar la memoria’, despojándola de recuerdos embarazosos o aflictivos, asociados a las atrocidades o meros deslices cometidos en algún pasaje recóndito de su biografía. Aunque la noticia haya trepado a los titulares de los periódicos más pretendidamente serios del mundo, salta a la vista que esta búsqueda de ‘amnesia selectiva’ constituye una de esas supercherías científicas con las que periódicamente nos embaucan; pues, suponiendo que la memoria se pueda en efecto manipular mediante la inhibición de una enzima, parece bastante improbable que un producto de laboratorio pueda completar el escrutinio de nuestros recuerdos y extirpar aquellos que nos resulten enojosos, como haría el bisturí de un cirujano con las verrugas que afean nuestro cutis. Pero que tal superchería haya obtenido la atención mediática nos revela que responde a un anhelo cierto de los hombres de nuestro tiempo; anhelo tal vez inconfesable que la coartada cientifista adecenta o prestigia.
Tal anhelo no es otro que la abolición de la conciencia moral, aunque se disfrace de propósitos salutíferos. ¿Y qué es la conciencia moral? Pues es la capacidad del hombre para razonar sobre la ética, para discernir lo que es bueno y lo que es malo, lo que es justo e injusto; y, por extensión, la capacidad para pensar y obrar según tales patrones de juicio, de tal modo que el hallazgo de verdades morales objetivamente válidas guíe nuestra conducta, de tal modo que cuando nos apartamos de tales verdades nuestra naturaleza se rebele, sintiéndose culpable. Este ‘sentimiento de culpa’ es lo que permite combatir el mal en sus fundamentos, independientemente del perjuicio que nos ocasione (a nosotros mismos o a un tercero), pues califica éticamente nuestra conducta; cuando ese sentimiento de culpa o conciencia del mal cometido desaparece –como ocurre en nuestra época–, el mal sólo puede combatirse en sus consecuencias; esto es, en la medición del perjuicio que causa a terceros. Así, por ejemplo, nuestra época no califica moralmente las aberraciones sexuales, puesto que el pensamiento, al no infligir daño a terceros, no delinque; y sólo actúa cuando tales aberraciones son ejecutadas a costa de un tercero. Pero desde el momento en que la conciencia moral se oscurece, dimitiendo de calificar tales aberraciones, desaparece el freno que las atacaba en su fundamento, y las consecuencias de tales aberraciones no hacen sino crecer, hasta el extremo de que la ley no se basta para frenarlas. Y, con el oscurecimiento de la conciencia moral, incluso ese perjuicio causado a terceros puede tener mayor o menor gravedad, o incluso carecer de gravedad alguna, dependiendo de nuestros intereses: así, por ejemplo, una mayoría social puede determinar interesadamente que enriquecerse sin tasa, aunque sea a costa de expoliar a otros, no debe combatirse; o también que se aborte a mansalva; o que la palabra dada no nos obligue, etcétera. Ejemplos de este peligroso deslizamiento de la conciencia moral los tenemos por doquier.
Nuestra época pretende que el sentimiento de culpa asociado a la conciencia del mal cometido no es algo intrínseco a la naturaleza humana, a su capacidad para razonar sobre la ética, sino un instrumento fiscalizador de las religiones que conviene erradicar, para que el hombre adquiera mayores cúspides de libertad. Pero libre sólo es quien es capaz de calificar en conciencia su conducta; la libertad de quien carece de conciencia es expresión de una esclavitud o debilidad absoluta, que es la de quien ha renunciado a enjuiciar su conducta. Ocurre, sin embargo, que el hombre es racional por naturaleza; y todo intento de amputar su conciencia moral es como exhortarlo a caminar a cuatro patas. El hombre animalizado puede llegar, en último extremo, a caminar a cuatro patas, pero seguirá teniendo nostalgia de aquella edad dichosa en que lo hacía sobre los pies; y el hombre al que se le ha invitado a dimitir de su conciencia moral sigue teniendo una memoria aflictiva de aquellos actos que realizó o pensamientos que concibió contrariándola. Y para que esta agresión a su verdadera naturaleza no lo atormente anhela una droga que anestesie selectivamente su memoria. ¡Pobres hombres desnaturalizados!
Juan Manuel de Prada