domingo, 24 de mayo de 2009

El "efecto mirón"


La Policía llama ‘efecto mirón’ a ese fenómeno que se produce tras un accidente de tráfico cuando el resto de los conductores aminora la marcha con ánimo de ver a los heridos y también a los muertos. Por lo visto, todos somos víctimas potenciales de ese efecto que, en principio, puede relacionarse con un deseo de ayudar a los accidentados, pero que no siempre es así, puesto que se produce igualmente (o incluso más) cuando ya los heridos están al cuidado de los servicios médicos. ¿Qué es lo que hace que personas como usted y como yo se sientan atraídas por la visión de algo tan terrible? ¿A qué se debe que el dolor o la adversidad ajena se convierta tan fácilmente en espectáculo y cuál es la irresistible atracción de lo horrendo? Doctores tiene la Iglesia y supongo que el fenómeno estará más que estudiado desde el punto de vista psicológico, pero no es exactamente de este `efecto mirón´ del que quiero hablarles hoy, sino de otro similar y aún más extendido. Me refiero a la atracción que ejerce en nuestras vidas la llamada `telebasura´. Con la telebasura ocurre como con tantas otras cosas pelín vergonzosas: nadie reconoce consumirla. Si hacemos caso de lo que cuenta la gente en entrevistas públicas o en comentarios en la calle, aquí todo el mundo es espectador del canal historia, de los documentales de focas o del canal cocina. Mentira podrida, claro. Los programas más vistos son esos engendros que todos conocemos y que no vale la pena enumerar aquí. Yo, que llevo años dedicada a la inacabable tarea de tratar de descifrar mi lado oscuro y mis pulsiones más bajas, creo que sé, en mi caso, a qué se debe la atracción. He de explicar, antes que nada, que hay cierto tipo de bazofia televisiva que, pese a todo, no soy capaz de consumir. Odio los Gran Hermano en todas sus modalidades, también las Operaciones Triunfo en las suyas y se me atragantan bastante los realities en los que la gente ventea sus miserias sexuales y cosas así. En cambio, no puedo resistir quedarme enganchada varios minutos cuando veo a dos pseudoperiodistas discutir sobre los novios/infidelidades/traiciones/etcétera de ciertos famosos por los que no siento interés alguno. ¿Y qué hace que me quede ahí atrapada como una mosca en tan pegajosa telaraña oyendo hablar de gente que me importa un rábano? Mi conclusión es que se trata del antes mencionado `efecto mirón´, en otras palabras, de la atracción de lo horrendo. A diferencia de los pesimistas irredentos que piensan que el ser humano no tiene arreglo, a diferencia también de los optimistas irreductibles que creen que somos unos seres miríficos y buenísimos, yo creo que somos las dos cosas a la vez. Abyectos y maravillosos, capaces de lo más sublime y también de lo más infame. De ahí que nos sintamos atraídos tanto por lo bello como por lo abominable, por una grandiosa puesta de Sol y por el más desagradable de los espectáculos, como puede ser un cuerpo mutilado en una cuneta o dos papanatas discutiendo sobre las capacidades amatorias de Ana Obregón. Por eso pienso que es una falacia ese argumento de que la telebazofia existe porque es lo que el público quiere ver. Ese público, al que tanto menosprecian, consumiría iguales cantidades de horas televisivas si le ofrecieran programas de gran calidad como demuestran, por cierto, los shares que alcanzan varias series que se emiten ahora en un par de cadenas. Creo que así como todos llevamos dentro un voyeur, una marujona y hasta un sadomaso, si me apuran, también llevamos un artista, un poeta y un samaritano. De ahí la responsabilidad de los que hacen las programaciones de no servirse sólo de nuestro lado oscuro para hacer sus productos televisivos. El verdadero problema de los contenidos en televisión no es que la gente sea tonta y cotilla y por eso le dan lo que pide. El problema es que es mucho más barato invitar a un famosillo para que cuente los secretos de su entrepierna (aunque le paguen un pastón) que producir una serie televisiva de calidad. De ahí el éxito del `efecto mirón´. La culpa de todo: el maldito parné, como siempre.

Carmen Posadas