domingo, 24 de mayo de 2009

Hinchada retórica


Ando leyendo en estos días un libro hermoso y terrible, Los cuadernos de Rusia, que es un diario de campaña de Dionisio Ridruejo en el que narra su experiencia en la División Azul. El libro, que tiene algo de crónica de una desilusión, está preñado de estampas de una belleza sangrante, meditaciones traspasadas de un dolor escueto y poemas escritos a vuelapluma, añorantes de un cielo donde no impere la muerte. También intercala Ridruejo, aquí y allá, observaciones vivísimas, como la que hace, mientras los divisionarios españoles avanzan hacia el frente ruso, a propósito de unos periódicos españoles atrasados: «Los tomo con ilusión y los leo con extrañeza: ante todo, esta retórica nuestra es demasiado hinchada y manifiesta, al menos para ser leída aquí. Nuestros ideales, aquí, se hacen mucho más sencillos e, incluso, un tanto tenues: están anegados, aunque hondamente ciertos, en nuestro presente elemental de soldados que están en sus pequeñas cosas, en sus primarias alegrías y necesidades. Luego me extraña también el comercio normal de los intereses y las preocupaciones de la vida política, de la vida literaria, de la vida de sociedad: elogios civiles, condecoraciones, críticas, teorías, polémicas. Todo es lejano y como de otro mundo abandonado sin mucha nostalgia. Aunque es el mundo mío y bien lo sé».
¿Quién no ha experimentado alguna vez esta misma impresión de desasimiento o lejanía, de música cuyos compases conocemos bien pero que, oídos con la debida distancia, nos suena a fanfarria ampulosa? Esa «hinchada retórica» de la que nos habla Ridruejo, ¿acaso no es la misma que sigue lastrando nuestra vida pública, tal como nos la describe la prensa? Puedo imaginarme la sensación de hastío y fatiga que en el soldado enviado en misión militar a tal o cual paraje extramuros del atlas provocará la lectura de los periódicos donde se detallan las disputas de nuestros políticos, a propósito de la duración o la pertinencia de tal misión. Puedo imaginarme la exasperación del misionero, inmerso en los océanos de miseria que anegan continentes enteros, cuando lee los parlamentos y arengas que se sueltan en los organismos internacionales presuntamente creados para combatir tal miseria. Y puedo hacerlo porque yo mismo –¿y quién no?– he llegado a experimentar algo parecido cuando, poniendo tierra de por medio, me asomo a los afanes que ocupan portadas en los diarios y abren los noticieros televisivos.
Suele ocurrirme cada vez que viajo fuera de España. Durante unos días, ocupado en mis asuntos o entregado a la observación de paisajes y de gentes, permanezco desconectado de lo que está sucediendo por estos pagos. Y, de repente, al pasar por un kiosco donde venden periódicos españoles, sucumbo a la tentación de comprarlos y echarles un vistazo. La primera impresión que me golpea es de ‘suspensión temporal’: han transcurrido diez o quince días desde que abandonamos nuestro país, pero los asuntos que siguen enconando la vida nacional siguen siendo los mismos: idénticas las trifulcas de nuestros politiquillos, idénticas las diatribas de nuestros analistas, idénticas la estulticia y la pompa de quienes debieran mostrar algo más de inteligencia y humildad. ¿Idénticas? No del todo. Porque todo ese pandemónium de vanidades y estridencias, mientras participábamos de su confusión cotidiana –aunque sólo fuera por proximidad física–, nos parecía el pan nuestro de cada día, incluso llegaba a atraparnos en su telaraña viscosa, provocando en nosotros una suerte de asquerosa complicidad; y, casi sin darnos cuenta, pasábamos a formar parte del embrollo, reproducíamos a pequeña escala –entre nuestros familiares y amigos, entre los compañeros de la oficina– las mismas trifulcas en las que se enfangan nuestros politiquillos, las mismas diatribas en las que se enzarzan nuestros analistas. Pero, contempladas desde la atalaya de la distancia, esas mismas trifulcas y diatribas se nos antojan ‘hinchada retórica’, pataleos de chiquilines rabiosos, aspavientos de charlatanes. Y sentimos entonces que todo ese zurriburri ni siquiera nos roza; sentimos el desapego grimoso que en nosotros provoca la cháchara ajena a nuestras primarias alegrías y necesidades. Es apenas un lapso de lucidez, porque sabemos que ese mundo que se nos antoja ridículo es el nuestro; pero esa conciencia de ridiculez no nos abandonará ya nunca. Y, aunque luego, de regreso al hogar, volvamos a participar del encono que lastra la vida nacional, sabemos –irremediable, dolorosamente– que estamos participando de una farsa.
Juan Manuel de Prada