No he reflexionado mucho sobre las ventajas e inconvenientes de la cadena perpetua, así que evitaré pronunciarme ahora sobre su conveniencia. Conozco mejor los efectos causados en unas cuantas personas por su estancia en prisión y dudo mucho que la privación de libertad suscite en un hombre una emoción más sentida, ni más prolongada, que la del rencor. Por eso soy escéptico respecto de las propiedades reeducadoras del presidio y dudo mucho que alguien sea capaz de convertir la cárcel en una forma de pedagogía, en un internado con valores docentes, aunque es evidente que, en las actuales circunstancias morales del país, a veces son más catastróficos los resultados que en muchos de nuestros jóvenes ocasiona su paso por la universidad. No hay una sola condena judicial que no sea un castigo, ni una prisión a la que la gente vaya persuadida de haber resultado agraciada en un sorteo. No nos hagamos ilusiones respecto de que la prisión produce el arrepentimiento del reo y conformémonos considerando que será suficiente con que cause su escarmiento. No busquemos tampoco argumentos con los que descargar nuestros propios remordimientos al pensar que la cárcel es un destino confortable en el que los penados gozan de ventajas con las que jamás soñaron mientras fueron libres. Nada hay más sagrado que la libertad, ni tan terrible como perderla. Puede que quince años de cárcel para un asesino nos parezca una condena justa que algunos cumplen en un penal lleno de comodidades, pero podríamos relativizar la reflexión y pensar lo mal que muchos hombres libres soportan la circunstancia de estar tres días seguidos sin salir de casa. En la ficción del Savoy me lo dijo de madrugada un tipo que acababa de cumplir treinta años de privación de libertad: «No te diré que la cárcel me ha destruido como hombre, ni que me ha reeducado. Mi delito tenía un precio y yo lo he pagado. No hay que andarse por las ramas con pensamientos profundos, ni con grandes conceptos. La cárcel sólo ha servido para que en mi cabeza el complejo de culpa haya sido sustituido por la sensación de rencor. Cuando entré en la cárcel decían que no trabajaba porque era un vago y ahora resulta que tantos años de prisión me han convertido en un jubilado. Pero así es la vida, amigo. En las mismas circunstancias vitales, a cualquiera puede ocurrirnos que acabemos privados de libertad. En realidad sólo hay dos clases de hombres: los que cumplen prisión y los que están pendientes de condena. Yo llevaba tanto tiempo entre rejas, muchacho, y encontraba tan decentes sus restricciones, que al salir a la calle tuve la sensación de sentirme culpable de ser otra vez un hombre libre».
José Luis Alvite
Félix Velasco - Blog
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