Mi amiga XX es una mujer joven y agraciada, pero ha elegido una afición peligrosa: hace frecuentes excursiones… al quirófano de un cirujano plástico. Todos observamos hoy día con morbosa atención a los personajes femeninos recauchutados como mi amiga. Senos estándar. Traseros homologados. Acaso, en el fondo, queremos ser como ellas. Estas nuevas mujeres excesivamente retocadas por el photoshop del escalpelo, a qué negarlo, son una parte esencial del decorado de nuestra insegura y vacilante posmodernidad.
Decía Guy Debord que el tiempo asusta, entre otras cosas porque está hecho de saltos cualitativos, elecciones irreversibles, ocasiones que nunca regresan. A las mujeres –también a los hombres, cada vez más–, el tiempo, que pasa por encima y deja sus señales sobre el que será nuestro futuro cadáver nos sigue pareciendo una amenaza tan pavorosa que constantemente tomamos opciones que implican cambios en nuestros cuerpos y que no tienen vuelta atrás. Cierto que el afán de ser jóvenes y más o menos armónicos (armonía es perfección cuando nos referimos a los cánones de belleza del cuerpo humano) está instintivamente ligado al desasosiego que despierta en los seres humanos la certeza de la muerte –la única verdad que atesoramos a lo largo de la vida–, más que a la pura y vana coquetería. Es el deseo de durar, de ser deseados, esto es: de convertirnos en candidatos firmes al apareamiento y la procreación, lo que nos mueve desde la noche de los tiempos. Aunque en estos tiempos nuestros también nos impulsen la autoestima, los complejos irresueltos, el sexo recreativo, el miedo al fracaso…Aún así, el horror natural a los cuerpos viejos, enfermos, estériles o incapaces, unido a la sospecha existencial de ser simples formas en el vacío de la época nos impelen a extirpar, sajar o suturar las evidencias marcadas por el tiempo o la caprichosa naturaleza en nuestra piel, y nos está convirtiendo a las mujeres en unas víctimas voluntarias, incluso entusiastas, de la tiranía del artificio. Vivimos una era de absoluta representación. Y padecemos más que nunca los efectos de la ansiedad por ser vistos, tenidos en cuenta. Es la violencia de un círculo social construido alrededor de una triste idea: la desesperación por «estar» mucho antes que por «ser». Una tensión que se retroalimenta y nos obliga a tomar decisiones para las cuales no cabe el arrepentimiento (cortar y tirar a la basura tejidos sanos de nuestro cuerpo, implantar en él organismos extraños y sintéticos…). Y todo con un último objetivo: gustar, incluso si para ello hay que hacer plástica la carne o convertir la carne en plástico. Gustarnos a nosotras mismas –como mandan los cánones y recomiendan los gurús– pero, sobre todo, subyugar a los demás. ¿Pura debilidad…? Los seres débiles suelen esforzarse por resultar agradables; es una manera eficaz de evitar ser eliminados en cuanto dejan de ser necesarios. Parece que, al menos en esto, las mujeres somos tan débiles como en el Paleolítico. Y, curiosamente, los hombres empiezan a serlo también.
Angela Vallvey
Félix Velasco - Blog
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