En vez de arrimarle a Cáritas veinte millones de pavos que se le han caído de los bolsillos, Amancio Ortega tenía que haber atracado un mercadona y entregado el botín a cualquier ONG bolivariana de ésas que financian proyectos en la Venezuela de Chávez o a alguna fundación feminista de las que subvenciona la Junta de Andalucía para hacer estudios sobre la igualdad de género en el Chad. Entonces lo aplaudirían como benefactor de la Humanidad los progres que se han indignado con su macrodonativo y lo acusan poco menos que de blanquear beneficios como un chino de Fuenlabrada. Los mismos progres que se hartan de aplaudir a ciertos actores pancarteros que pagan sus impuestos en Estados Unidos mientras en España piden que nos los suban a los demás para que Cultura les pueda seguir subvencionando películas. Y los mismos que se ponen encantados los trapitos de Zara sin remordimiento por el presunto dumping social que permite sus precios baratos. De eso sólo se acuerdan cuando el dueño afloja la manteca para una causa filantrópica; hay que desenmascarar al demagogo capitalista que se atreve a arrebatarle a la izquierda redentora la bandera de la solidaridad con los pobres.
En España es tan sospechoso el dinero que el único modo que tiene un rico de hacerse perdonar el éxito es arruinarse. Cerrar sus fábricas y sus tiendas y mandar al paro a unos cuantos miles de criaturas; entonces tampoco es que vaya a obtener una benevolencia excesiva pero al menos la gente contemplará su quiebra como una suerte de ejercicio de justicia poética. Aquí es más fácil que un camello atraviese el ojo de una aguja antes que un empresario pase por tipo respetable; el único hueco por el que queremos ver pasar a un millonario es el umbral de la cárcel.
Para que la progresía lo absolviese de su pecado de industriosidad, Ortega tendría que protagonizar un descomunal descalabro. Este hombre es reo de un crimen social imprescriptible: se ha convertido en el primer empresario de España, un país en cuyas escuelas se enseña a desconfiar de las bases morales del capitalismo. La mayoría de nuestros conciudadanos piensa, sin haber leído a Dostoievky, que detrás de cada fortuna hay un delito y que el dinero sólo se puede tener por haberlo heredado o robado; y si se trata de una herencia lo robaron los padres o los abuelos. En vez de un ejemplo de progreso y pujanza, creador de empleo y beneficios sociales, cierta izquierda rancia y altermundista ve en él a un explotador de tintes negreros y le ha levantado una leyenda de esclavista de algodonal con ínfulas plutocráticas. Y encima al tío hipócrita se le ocurre donar a la beneficencia una calderilla que a saber cómo habrá ganado. Pronto iba a colar semejante impostura entre nuestra vigilante guardia ideológica; ni aunque se metiera a monje budista podría escapar de la sospecha de estar lavando su mala conciencia.
Ignacio Camacho
Félix Velasco - Blog
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