El derrumbe de la idolatría materialista está provocando en las sociedades occidentales un malestar e indignación crecientes que se desaguan de las formas más variopintas: desde la resignada acedía (así llamaban los antiguos a la mezcla de flojera y pesadumbre de vivir) hasta el vandalismo más feroz y criminal. En la raíz de todas estas expresiones de malestar descubrimos una misma causa mediata o inmediata, que no es otra sino la amputación o estrangulamiento del sentido de la trascendencia, connatural al concepto de persona. El capitalismo, a la vez que se aseguraba para sí el acceso y posesión incontrolada de la riqueza material, se sacó del magín una auténtica olimpiada de derechos que sus vasallos debían esforzarse por conquistar o ganar. Y en el esfuerzo por conquistarlos o ganarlos, los vasallos olvidaron que tales `derechos´ no eran sino prerrogativas humanas, el bagaje que Dios ha concedido al hombre para cumplir con su deber máximo -físico y metafísico-, que no es otro sino vivir. Vivir con una particular ´metodología del amor` que solo puede conceder el sentido trascendente, y que el capitalismo desbarató por completo: amor de Dios al hombre, del hombre a Dios y del hombre al hombre.
Esta `metodología del amor´ es la única que posee una virtud unitivacapaz de lograr una sociedad justa. El capitalismo llevó al hombre no a la unidad por el amor, sino a la atomización por el odio; porque, a la postre, sus engolosinadores ´derechos´ se convirtieron en parapetos y empalizadas que rompieron los vínculos naturales entre los hombres, cuando no en catapultas y armas arrojadizas que se dirigieron contra los demás hombres. En un alarde de astucia, el capitalismo logró, incluso, que la noción natural de patria (que no es sino la plasmación más evidente, en el orden político, de esa `metodología del amor´ que se había empeñado en destruir) se identificase con una serie de instituciones políticas, sociales y económicas que había creado para su beneficio. Esta propensión `materialista´ del capitalismo fue, paradójicamente, adoptada por su enemigo aparente, el marxismo, que no solo asimiló el vicio de origen del capitalismo, sino que lo convirtió en afirmación ideológica, y hasta en filosofía: si para el capitalismo el materialismo era un demonio tentador, para el marxismo se convirtió en divinidad que ordena el mundo y explica sus contradicciones. Y así, para el marxismo, el materialismo se encumbró como falsa mística que excluye taxativamente el sentido de trascendencia como motor de las acciones humanas y convierte al hombre en mero `individuo´ en lucha dialéctica; así, por ironía diabólica, capitalismo y marxismo, en apariencia rivales, coinciden en lo que verdaderamente importa: en el menoscabo de la persona humana.
Inevitablemente, dos rivales aparentes que en su naturaleza más intima eran aliados tenían que acabar firmando una alianza, que empezó siendo un pacto de convivencia y acabó siendo lo que en la actualidad padecemos: una coyunda o amalgama que Hilaire Belloc denominó, en un opúsculo clarividente, el «Estado servil», convertido en un sucedáneo religioso (idolatría) de obligado cumplimiento, fundado en un credo materialista que es la vez antropología y método económico falaces. Pero la amputación o estrangulamiento de una vida plena, regida por la `metodología del amor´ y el sentido de trascendencia, no se logra impunemente; y quienes la sufren, aunque confundan su sufrimiento con un `disfrute´ en el supermercado u olimpiada de los `derechos´, acaban padeciendo malformaciones. Enrique Jardiel Poncela (que, como todos los grandes humoristas, dejó escritas reflexiones de extraordinaria seriedad) lo explica con palabras dignas de ser esculpidas en mármol en el prólogo de su novela La tournée de Dios: «La Humanidad, descentrada, puesta de espaldas a todas las cualidades espirituales, desdeñosa de lo estimulante y de lo consolador, y enfrentada con todos los materialismos perturbadores y entristecedores, ha perdido la perspicacia de ver dentro de sí, no sabe a qué achacar su mal sabor de boca y se revuelve contra esto y contra aquello, sedienta de venganza y convencida de que debe de haber alguien o algo culpable de que ella no se encuentre a gusto. Esta indignación es para la Humanidad un goce, porque para un miserable siempre es un placer el poder injuriar. Y la Humanidad recurre a esa indignación para hacerse la vida soportable».
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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