A nadie se le escapa que el periodismo se halla inmerso en una crisis sin precedentes: crisis de identidad, en un momento en que la creciente atomización de las audiencias, el impacto de Internet, la sobreabundancia informativa y la publicidad menguante ponen en peligro la existencia misma de los periódicos; y también crisis del propio oficio de periodista, cada vez peor considerado socialmente, sometido a presiones que hacen casi imposible su independencia, sometido también a dramáticos ajustes de plantilla y sueldos de miseria que a pique están de convertirlo en prototipo del nuevo paria.
Escribía T. S. Eliot, en su poema La roca: «¿Dónde está la sabiduría, /que se nos ha perdido en conocimiento? / ¿Dónde está el conocimiento, / que se nos ha perdido en información?». Quizá estos versos expresen, mejor que cualquier tratado, el pecado mayor del periodismo de nuestra época. El negocio de la noticia, la comunicación de masas, se convirtió en el objetivo primordial de esta nueva forma degradada de periodismo, que dejó de preocuparse por explicar el mundo, para convertirse en una nueva e incesante modalidad de espectáculo que mantiene prendida la atención del público a costa de privarlo de su capacidad para enjuiciar los hechos. Se impuso la creencia de que bastaba manejar un flujo incesante de información para comprender el mundo; y ese flujo de información, lejos de ayudarnos a comprender el mundo, se ha revelado la mejor levadura para fomentar el caos, para mantenernos en un estado constante de aturdimiento que anestesia nuestra capacidad de juicio.
Y cuando el aturdimiento se convierte en nota predominante, es inevitable que sucumbamos fácilmente a la contaminación ideológica más simplista. La información es horizontal, el conocimiento es estructurado y jerárquico; pero cuanto más nos desenvolvemos en el plano estrictamente horizontal de la información, más inevitable resulta que rehuyamos los razonamientos complejos, para dejarnos acunar por las consignas más pedestres. Incapaces de interpretar ese flujo incesante de información que recibimos, ascendiendo jerárquicamente desde el plano de las meras noticias hasta el plano de las primeras causas que las explican, nos quedamos nadando en un caos informativo que solo nos resulta inteligible si lo acomodamos a la plantilla de una consigna ideológica. E, inevitablemente, en las personas críticas cunde el sentimiento generalizado de que no es posible conocer nada en profundidad a partir de la prensa.
Inmerso en el laberinto de una tecnología descontrolada, abandonados los fundamentos éticos y el anhelo de verdad que eran su razón de ser, el periodismo corre el riesgo de convertirse en un mero acarreo de noticias y consignas ideológicas. Y al periodista, entonces, no le quedará otro remedio que resignarse a su condición de mero obrero en una cadena de montaje. La información, convertida en una mercancía de consumo rápido, sometida a las leyes de oferta y demanda, irá degenerando paulatinamente en espectáculo, o se preocupará tan solo de enardecer los bajos instintos del público receptor, fomentando el sectarismo más ramplón e irracional. Así se alcanzará una situación paradójica: la saturación informativa no traerá consigo mayor libertad, sino, por el contrario, una obturación creciente de nuestra capacidad para enjuiciar las cosas y, por lo tanto, una reducción de nuestra libertad. Así, la prensa dejará de ser un `cuarto poder´ que vigila y denuncia a los otros tres, para convertirse en una faceta más de un poder omnímodo, que ya no lo será tanto de naturaleza política como económica; un poder omnímodo del que ya forman parte sindicatos, partidos políticos y demás instancias de supuesta representación popular. Y a la prensa, que ha sustituido su misión primordial de contribuir al esclarecimiento de la verdad por un criterio mercantilista, no le restará otra función sino contribuir a la consolidación de esas estructuras oligárquicas de poder. Así se completará la perversión completa del periodismo que, convertido en instrumento de las fuerzas económicas y de los intereses oligárquicos, dejará de servir a la verdad. Y cuando hablamos de `verdad´ no nos referimos tan solo a la veracidad de los hechos que el periodismo describe o analiza, sino sobre todo a la `verdad humana´, a la dignidad de la persona en todas sus dimensiones. Que eso, al fin y a la postre, es lo que convierte el periodismo en luz de las gentes.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
No hay comentarios:
Publicar un comentario