EL modelo autonómico dejó de funcionar hace tiempo, pero es intocable. Después de pasarse varios años discutiendo en mayor o menor medida la necesidad de reformarlo, reconducirlo o como mínimo embridar el gasto desbocado de las autonomías, los grandes partidos lo han declarado tema tabú en estas elecciones que ventilan el poder en trece comunidades. De repente ha desaparecido el debate, que estaba hasta hace bien poco en la agenda inmediata del ajuste del déficit. Y sigue estando, claro, sólo que los gabinetes de campaña han prohibido mencionarlo; no se ganan votos prometiendo apretones de cinturón. Por eso en los mítines se habla —se grita, más bien— del paro, de la extrema derecha, de los culpables de la crisis, de Bildu, de los sondeos, de la corrupción, y se llama a votar en clave nacional pero está vetado mencionar uno de los problemas esenciales de la nación, que es el diseño territorial del Estado. En las elecciones autonómicas no se puede tratar el asunto de las autonomías.
Al fondo de este chocante silencio está el papel fundamental de los poderes regionales como agentes principales del clientelismo político. Las comunidades autónomas son el primer aparato de colocación de España, una fábrica de cargos públicos a pleno rendimiento, y también el primer distribuidor de recursos, subvenciones, licencias de actividad y contratos de obras o de servicios. Su máquina de gastar resulta imprescindible para el funcionamiento de un tejido partidista basado en la capacidad de aglutinar lealtades mediante el reparto de favores entre afiliados y simpatizantes. El PP y el PSOE se han convertido de hecho en confederaciones de estructuras territoriales que ejercen de verdaderos califatos y determinan con su peso específico la elección de los líderes nacionales. Y en el caso de los nacionalismos, autonomía y partido forman una simbiosis elemental, conceptualmente indisoluble hasta el punto de que fuera del poder peligra la supervivencia misma de la organización. Los gobiernos que salgan de las urnas el domingo controlarán una inmensa porción del gasto público, que es el combustible de la política.
Todos los participantes en las elecciones saben que será necesario un recorte en esa nómina hipertrofiada, que habrá que podar organigramas, reducir cargos y ajustar plantillas, pero confían en minimizar su parte de la rebaja y en todo caso no están dispuestos a asumir sus costes de antemano. Aunque en la mayoría de los casos han renunciado a prometer inversiones que no podrán acometer, lo que de ningún modo aceptan es que se adelante el debate sobre la propia estructura del modelo que garantiza sus cuotas de liderazgo. Ése será un debate para las generales, y probablemente tan estéril como hasta ahora porque en España ya no hay poderes nacionales libres de la condición de rehenes de sus virreinatos.
Ignacio Camacho
Félix velasco - Blog
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