En apenas unos años, coincidiendo con la proliferación de canales televisivos digitales, se han afianzado unos espacios nocturnos decididamente cochambrosos que no son sino sacaperras para incautos. A veces adoptan el disfraz de un consultorio de futurología: un pitoniso o pitonisa que parece rescatado de una película de John Waters promete revelar a quienes se animen a llamar su número de la suerte, o diagnosticar la enfermedad del cuerpo o del alma que los consume, o averiguar si su matrimonio o noviazgo tiene los días contados, o simplemente convocar a no sé qué deidades protectoras que los ayudarán en la consecución de sus afanes. Otras veces, estos espacios estimulan la avaricia de los incautos con la promesa de un premio muy rumboso si adivinan las paparruchas más variopintas; y, en lugar del pitoniso o pitonisa rescatado de una película de John Waters, aparece en pantalla un chavalote con pinta de rufián de gimnasio o una chavalota con pinta de flor de mancebía que se desgañitan como licitadores en una subasta. Increíblemente, hay primos que llaman para que les lean el futuro en los naipes o para proponer la solución de la paparrucha; solo algunos «entran en antena», y los despachan con una celeridad hiriente, como quien se quita de encima una plasta viscosa. Los primos que llaman para proponer una solución a la paparrucha casi nunca aciertan; los primos que llaman para que el pitoniso o pitonisa les adivine el futuro narran sus desgracias con voz entrecortada, y el pitoniso o pitonisa improvisa un ensalmo salvífico en menos que canta un gallo. Y a otra cosa, mariposa.
El modus operandi del timo -pues de un timo se trata, y aun de los más rastreros y crueles- consiste en que los incautos que llaman se mantengan una hora pegados al teléfono, antes de «entrar en antena»; y, con frecuencia, ni siquiera llegan a entrar. El otro día tuve la oportunidad de escuchar a una pobre mujer, achacosa y lloriqueante, con los hijos en el paro, que reclamaba al pitoniso o pitonisa que tuviera piedad de ella y le cogiera antes el teléfono, porque se estaba dejando la pensión en el sacaperras; ante lo cual el pitoniso o pitonisa se hizo el longui y empezó a barajar las cartas, en las que leyó que sus hijos aún tardarían «un poco» en encontrar trabajo, si bien los achaques de la pobre mujer iban a desaparecer en un santiamén (el pitoniso o pitonisa acompañó la predicción con unos pases mágicos de un amuleto zoroástrico). Me pareció todo de una brutalidad sórdida e irrisoria a partes iguales; y, por un momento, traté de meterme en el pellejo de la pobre mujer burlada, cuya pensión habría quedado aún más esquilmada esa noche, antes de que a la semana siguiente volviese a llamar, para fundirla por completo, viendo que sus achaques persistían. Debía de tratarse, sin duda, de una mujer sumamente lerda, o tal vez sumamente desesperada, acuciada por las penurias más innombrables; pues, desde luego, a alguien que conserve un ápice de lucidez o pundonor no se le ocurriría caer en una trampa tan burda. Y entre gentes parecidas -golpeadas por el infortunio, humilladas hasta la abyección, idiotizadas por un consumo televisivo bulímico- deben de hallar estos sacaperras su clientela. Pero ¿es lícito que las televisiones expolien a esas gentes desahuciadas y con pocas luces?
Me cuentan que tales sacaperras televisivos cuentan con las licencias preceptivas; y, por supuesto, puede aducirse en su defensa que a nadie obligan a llamar. Pero la libertad de esas personas que llaman es una libertad viciada por la ludopatía o la superstición, una libertad constreñida por la laceria o por la credulidad más desquiciada. Una libertad, en fin, que se ejerce para su propia destrucción; y que acaba (o empieza) siendo esclavitud. ¿Se puede aceptar que las empresas que han urdido estos timos, y las televisiones que las acogen, se lucren a costa de esas personas esclavizadas? ¿Se puede aceptar que los órganos administrativos dedicados a la vigilancia de los medios de comunicación concedan las licencias preceptivas a estos sacaperras degradantes? A nadie se le escapa que tales sacaperras se ceban con las personas más disminuidas por la naturaleza o la adversidad; aceptarlas como si tal cosa nos disminuye y envilece a todos, nos hace partícipes de una burla infrahumana que acabará pasándonos factura. Que ya nos la ha pasado, en realidad; pues nunca podrá decirse con mayor justeza que tenemos la televisión que merecemos.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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