Un par de amigos, septuagenario el uno, octogenario el otro, me hacen la misma observación: les resulta muy difícil discernir, en la elección de sus lecturas, el grano de la paja, porque tienen la impresión de que en los últimos tiempos se ha producido un fenómeno de plétora o sobreabundancia, sumado -o íntimamente entremezclado- con una tendencia hacia la confusión, cuya consigna parece ser mezclar, embadurnar, exaltar la mediocridad, llamar a lo bueno malo y bueno a lo malo... de tal modo que, a la postre, nada deje poso, nada deje huella, porque el zurriburri todo lo engulle y todo lo vomita, con idéntico afán bulímico, para mantener siempre renovada -siempre cambiante- su provisión de alfalfa. Al principio, tiendo a pensar que mis amigos piensan así porque se hallan en esa edad en la que, por sabiduría acumulada y por conciencia del valor precioso de la vida que nos resta por vivir, abandonamos el tráfago del que hasta hace poco hemos participado, para encaramarnos en una atalaya y contemplar con cierto desapego el sin vivir de quienes aún se debaten en su ruido y en su furia. Pero enseguida reparo en que yo mismo participo de su misma impresión.
Y es una impresión que no se circunscribe a las lecturas que son exaltadas por un día, en mogollón informe, como pienso que deglutimos presurosamente, sin llegar a digerir, para ser sustituidas por otras igualmente efímeras; lo mismo nos ocurre con las películas que vemos, con las aficiones que cultivamos, con la información que recibimos, con los afectos que profesamos... con la pluriforme y avasalladora vida, que parece haberse convertido en algo demasiado semejante a una carrera sin respiro, donde nunca falta avituallamiento, a condición de que sigamos corriendo, corriendo siempre, hasta extraviar la meta, o hasta aceptar que ni siquiera existe meta. De tal modo que la propia carrera -cada vez más veloz y asfixiante- se convierte en sí misma en único fin; y los corredores olvidan que existe otra vida, apartada del frenesí que los incita a seguir adelante, siempre adelante, consumiendo bulímicamente, atiborrándose de sensaciones fugaces, atesorando ansiosamente experiencias que resultan siempre inanes, porque son como añicos de una vida que nunca podrán abrazar en plenitud.
Así, el tiempo que nos toca vivir se torna borroso, como acuciado por una íntima desazón que nos impide entregarnos con denuedo a ninguna causa; porque para que haya entrega a una causa tenemos primeramente que amarla, y solo se aman aquellas cosas que se conocen, y solo se conoce aquello en lo que podemos adentrarnos con una conciencia de duración y profundidad. Cuando faltan duración y profundidad, todo en nuestro derredor se torna fungible, prescindible, sustituible, sucedáneo; y cuando todo deja de tener valor, nuestra vida se corrompe de acedia, que es como los antiguos llamaban a esa mezcla de flojera y pesadumbre de vivir que es la enfermedad más característica de nuestro tiempo: una enfermedad que, a la vez que agosta el espíritu, trata de encontrar un lenitivo a su dolor mediante la satisfacción compulsiva, nerviosa, de anhelos apenas formulados, de apetitos imperiosos y estragadores. Por supuesto, tal satisfacción siempre nos sabe a pacotilla, a frustración, a estafa; pero como ya no podemos dejar de correr, como ya nuestra vida carece de un asidero que nos permita descender de esa girándula de artificio y banalidad en la que permanecemos montados, necesitamos sepultar el regusto amargo de aquella frustración primera satisfaciendo compulsivamente otro anhelo, otro apetito, otra «aventura» (pues así se nos presentan siempre estos lenitivos con los que tratamos de espantar la acedia), o un tumulto de «aventuras», apetitos y anhelos que no hacen sino excavar más el vacío de nuestra frustración, hasta que el hartazgo acaba reventándonos por dentro, vaciándonos de espíritu, y arrojándonos al vertedero donde se pudren las víctimas de este tiempo borroso.
¿Y hay algún remedio contra este mal tan contemporáneo? Lo hay; aunque con frecuencia exige el tributo de dejar de ser contemporáneo. Y consiste en abandonar la carrera y el zurriburri, el mogollón informe y el carrusel enloquecedor, para vincularse lealmente a las cosas -a las pocas cosas- que ahondan (y elevan) nuestra vida.
Consiste en vivir con los pies pegados al suelo y la mirada clavada en el cielo: ardua empresa para un tiempo borroso que nos quiere corriendo, corriendo siempre, hasta extraviar la meta, o hasta aceptar que ni siquiera existe meta.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco Blog
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