Hay muchas maneras de evaluar la personalidad de un hombre. Puede hacerse teniendo en cuenta sus costumbres, su manera de vestir, su ideología, la religión que profesa, el deporte que practica, sus gustos artísticos, los paisajes y el clima que le seducen, a veces incluso su peculiar sentido del odio o su manera de matar. A lo largo de la existencia estamos sujetos a todo tipo de influencias, muchas de ellas decisivas en la configuración de nuestra conducta. Hay gente cuya personalidad se resiente si se modifica sensiblemente el ambiente en el que vive y otra a la que le cambia la vida si se introducen cambios drásticos en su dieta, lo que demuestra que del mismo modo que hubo grandes hombres que ya son inmortales por sus ideas, también los hay que se conformarían con que no interfiriese en sus vidas un valor intelectual superior al del almuerzo. Puede que en ciertos ámbitos sociales se considere admirable al hombre que regresa a casa ávido de reencontrarse con el libro que ansía leer por tercera vez en lo que va de año, pero yo no excluiría que también merezca consideración aquel otro que lo primero que hace al volver del trabajo es echarle un vistazo al interior de la nevera. El artista que firma los cuadros no es incompatible con el tipo que cada pocos años le da una mano de pintura a las paredes del museo. Cada cual tiene su personalidad y ambos son seguramente irrepetibles; incluso son a menudo complementarios. De hecho, el gran escritor lo es casi siempre gracias a que quienes compran sus obras son personas sin talento, gente ávida de ver escrito en alguna parte lo que ellos sienten pero no saben contar. Las obras literarias verdaderamente prodigiosas le deben su singularidad a que fueron escritas por hombres con el talento que se necesita para transcribir lo que piensan las personas que aun careciendo de creatividad son hábiles para la percepción del arte, sin excluir que hay escritores que triunfan gracias al talento de sus lectores para entender una novela mal escrita. ¿Acaso carece de creatividad sensorial el tipo que degusta el menú preparado por uno de esos vanidosos cocineros que ahora imparten sus clases en los paraninfos universitarios en los que antes hablaron Azaña, Unamuno o Vargas Llosa? No nos llamemos a engaño con la idea de que el artista es un ser llamado a cambiar el mundo con su obra. No es cierto. Hay personalidades que sin su relumbrón intelectual, y sin tanta repercusión mediática, son en cambio más determinantes. El mundo lo cambian el hambre, los terremotos y las guerras. Y de vez en cuando, uno de esos tipos enfermos de mesianismo que sin necesidad de haber leído a Sartre sabe que cualquier idea es más penetrante si se difunde con la ayuda de un fusil.
José Luis Alvite
Félix Velasco - Blog
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