Que nadie se llame a engaño: Zapatero no será candidato, a su pesar. Son los ecos del clamor popular los que le empujan a marcharse, aun cuando durante tiempo él sólo ha querido escuchar el rumor de las encuestas. A nada que vislumbrase la más débil posibilidad de recuperación del favor popular para él o para su partido, trataría de reengancharse. Pero no basta con irse, y tarde. Si de verdad quisiera contribuir al progreso de España y al bienestar de sus conciudadanos, convocaría elecciones ya. Sólo de esta manera colaboraría en sacarnos del atolladero económico y moral en el que nos ahogamos. Carece, sin embargo, del sentido de la Historia. Entre otras razones, porque desconoce la historia de su país y estuvo siempre dispuesto a reescribirla.
Es pronto para saber qué lugar le reservarán los libros a este dirigente socialista. Vaya por delante, que los contemporáneos somos, casi siempre, los peores analistas de nuestro propio tiempo. De todos modos, sí existe cierta unanimidad al señalar la contumacia con la que Zapatero, consciente o inconscientemente, intentó —y en parte logró— reducir a escombros desde dentro el sistema constitucional español. El catálogo de desaciertos empieza por este punto, pero es extenso y exhibe como principal característica lo innecesario. Casi todo lo que el presidente socialista ha puesto en marcha en estos siete años de gestión era, es, innecesario. No lo demandaba la sociedad española. Y ya se sabe que lo innecesario es, por principio, un error.
Habrá que dejar discurrir el tiempo para, tal vez, llegar a encontrar en ese abanico de iniciativas incomprensibles algún acierto o, si acaso, algún anticipo que nuestra mente «cortoplacista» nos esté impidiendo ahora entender. Pero, de momento, el balance no puede resultar más desalentador:
Negó la crisis económica y acusó de antipatriotas a quienes le advertían del maremoto. La gestionó mal y presumió de su aliento sectario ante el Congreso para no afrontar las reformas que, cuando ya era tarde, no le quedó más remedio que admitir. Proyectó en el exterior la peor imagen de España. Desde la muerte de Franco, nadie había puesto tanto empeño en destrozar internacionalmente la marca nacional. Y lo que es peor: enfrentó a los españoles en dos mitades irreconciliables. Su perseverancia en despertar los fantasmas que hicieron maldita la historia de España sólo se explica desde su más absoluta ignorancia de lo que fue este país y de lo que supuso la Transición democrática, un capítulo de nuestro acontecer en el que ganamos todos.
Los españoles, usted y yo, queremos, ansiamos incluso, una sociedad abierta y en progreso moral y económico. El socialismo de Zapatero ha alimentado exactamente lo contrario. Se ha llegado incluso a prostituir el verdadero laicismo que respeta todas las conciencias, protege la libertad de cátedra y culto, pero entiende que se debe separar lo estatal de lo social, lo público de lo privado. Y ese territorio de la intimidad debe ser defendido y alentado, como lo deben ser los movimientos cívicos y de resistencia ciudadana, en especial el de las víctimas del terrorismo.
El tiempo que concluirá en España el día que José Luis Rodríguez Zapatero abandone definitivamente toda responsabilidad de gobierno y dirigencia habrá sido un paréntesis emborronado; un lapso en el que se ahondó en los falsos paradigmas que hacen de la nuestra una de las sociedades más débiles de Occidente. Estaba dispuesto a negociar a cualquier precio, donde fuese y con quien fuese, para apuntarse el tanto de un débil y no definitivo fin del terrorismo de ETA. Esa extraña interpretación de una alianza de civilizaciones entre los españoles de bien, de convicciones demócratas, y la primitiva civilización etarra, todavía asesina, en estado salvaje.
España queda tocada tras este tiempo. Pero tampoco el PSOE saldrá especialmente bien parado. Una fuerza histórica comprometida en su pasado con la democracia, la convivencia y la coexistencia pacífica de los españoles. El secretario general tendrá también en su debe el deambular de su partido en los próximos tiempos. Le quedan once meses en La Moncloa, salvo que acepte el anticipo electoral. Si no lo hace, al menos puede aprovechar su último año de gestión para llevar a cabo las reformas que nuestro país necesita, y ya no sólo en materia económica.
Bieito Rubid
Félix Velasco - Blog
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