martes, 3 de julio de 2012

La palabra Constitución

No cabe duda de que el sistema liberal democrático tiene su base principal e irrenunciable en la existencia de esa Ley Fundamental a la que damos nombre de Constitución. Sucede con esto que olvidamos muchas veces el remoto origen de la palabra. Lo mismo nos ocurre con Cortes, Parlamento o Cámara de los Comunes. Todas tienen origen medieval. Y parece muy conveniente que los historiadores profundicemos en la explicación de un tema que, desde tan profundas raíces, ha llegado a convertirse en uno de los elementos esenciales en el progreso político que ha conducido a las naciones occidentales a un nivel de convivencia que falta en otras partes. Hace mil doscientos años esa Europa comenzó a nacer con Carlomagno, que por primera vez pudo aunar las naciones que la componían. Y resucitando el nombre y la categoría de Imperio, aceptó esa especie de distinción que ya enseñara Roma, entre «auctoritas» y «potestas».
La autoridad debe considerarse como un bien; no la deformemos con exageraciones o deficiencias. Ella arranca de la naturaleza de la propia sociedad humana y dice cómo y cuándo deben hacerse las cosas. Naturalmente se ajusta al contenido ético que define la propia naturaleza humana, esto es, los «derechos naturales». Si se obedece y cumple no hay necesidad de recurrir a la «potestas», que es la misión de los magistrados. Pero esa «potestas» es un mal menor necesario al que se debe recurrir porque la inclinación de los seres humanos –judaísmo y cristianismo se refieren a un pecado original que la alteró– es hacia la desobediencia y el delito. Recurramos a la leyenda que rodea la memoria de aquel rey, Cnut, de Dinamarca: había conseguido tal grado de autoridad que podían colgarse monedas de los árboles sin que nadie las robase.
En esta línea se reservaba el nombre y calificativo de Constitución a aquella ley que, promulgada por el emperador y examinada por el Papa, afectaba a toda la sociedad cristiana europea. Enunciado de principios y no solamente normas coyunturales. Poco a poco se fue descubriendo que también el poder debe estar limitado dentro de tres dimensiones independientes: el legislativo, mediante Cortes, el ejecutivo, a través del Consejo, y el judicial mediante los altos Tribunales que en Castilla se denominaron Chancillería. Todo esto, cuatrocientos años antes de Montesquieu, estaba consolidado mediante las reformas de Briviesca y Segovia a fines del siglo XIV en España, que supo adelantarse, en muy poco, ciertamente, a las otras monarquías europeas. Ahora bien, el poder comporta siempre un peligro: consolidarse en manos de los políticos e invadir los espacios de autoridad. Poder absoluto, despotismo ilustrado, autoritarismo y totalitarismo son siempre las consecuencias de esta invasión, que constituye una de las más fuertes tentaciones. Normalmente se recurre a la violencia para promocionar los cambios, pero ésta, como resulta lógico, repite y agrava las situaciones. Por eso los regímenes impuestos desde las revoluciones, que cuentan siempre con abundantes propagandas a su favor, acaban siendo peores incluso que los que se venían a renovar. Tras los entusiasmos de 1789 asomaba ya la sombra de la guillotina; la gente que se lanzó a aplaudir en las calles españolas en abril de 1931 no imaginaban sin duda que lo que estaba acercándose era una espantosa guerra civil –con daños en ambos lados, y no nos dejemos engañar por la «memoria histórica»–; y nunca un zar alcanzó los niveles del stalinismo.
Y sin embargo, en medio de estos factores negativos, y aprendiendo de ellos, podemos comprobar que se ha producido un avance y de excelentes proporciones. La autoridad ha sido restablecida, libertándola de las estrecheces del Antiguo Régimen, mediante el establecimiento de una ley fundamental a la que con toda lógica se da el nombre de Constitución. Es la propia soberanía nacional la que mediante ella se expresa. En este punto hay que poner el acento en dos ejemplos singulares y concretos: ni Inglaterra ni Israel poseen Constitución; no la necesitan porque aquí la autoridad, remontada a la Carta Magna y enriquecida por la Gloriosa Revolución, o referida a la Torah, nunca fue secuestrada ni destruida. Se comprende el entusiasmo de que se rodea el sesenta aniversario de Isabel II. La monarquía británica ha ido despojándose poco a poco del poder, pero conserva su autoridad. Algo que también, impensadamente, aparece entre nosotros cuando el Rey viaja y hace presente el prestigio que recobra su nación. Estas reflexiones, que no a pocos parecerán fuera del tiempo, resultan indispensables en nuestros días. La Constitución española ha llegado a la mayoría de edad. Es indudable que será necesario hacer algunos añadidos, puesto que se han presentado nuevos problemas a los que es preciso dar respuesta. Pero ha nacido dentro de la confrontación y acuerdo entre todos los sectores de la sociedad y contiene una definición muy precisa de la que llamamos nación española. A un historiador invaden ahora fuertes preocupaciones. Desde sectores muy variados, pero en especial desde aquellos rincones autonómicos que reclaman para sí un poder absoluto, se estará desobedeciendo, incumpliendo o, lo que todavía es peor, insultando a la Constitución precisamente por eso, porque nos dice qué es lo bueno y lo justo que en honor de la nación española debe hacerse. La cooperación entre todos los ciudadanos no tiene otra referencia. Incumplirla o desobedecerla es asomarse de nuevo al patio del error o de la mentira. Si algo debe rectificarse o añadirse –me parece que es muy poco– se debe recurrir a «toda» la nación española y no a la voluntad de sectores minoritarios que reclaman para sí un autoritarismo sin límites. Es la hora del peligro y debe ser superado por medio de la voluntad común.
Luis Suárez
Félix Velasco - Blog

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