domingo, 17 de junio de 2012

Miedo

El economicismo clásico estableció que la codicia o egoísmo personal era el motor de las relaciones económicas; y que la agregación y concurrencia de codicias personales garantizaba el funcionamiento del mercado (a esto se denominó mano invisible): el panadero no amasaba y cocía el pan por un impulso altruista, sino porque sabía que, haciéndolo, atendía necesidades que a su vez le permitirían sufragar las suyas; y este egoísmo racional de los actores económicos (en el que, sin embargo, no faltaban factores de empatía, pues la codicia solo halla satisfacción cuando es capaz de ponerse en el lugar del otro, previendo y atendiendo sus necesidades) garantizaba, según tal doctrina clásica, el bienestar y riqueza de las naciones.
La visión antropológica que subyace en esta visión economicista es, a todas luces, nefasta. Considera que el motor de la acción humana es siempre el interés propio, extremo que nuestra propia experiencia desmiente: por muy egoístas y codiciosos que seamos, sabemos que muchas de nuestras acciones son desinteresadas, nacidas de un impulso ingobernable de generosidad (en realidad, mucho más ingobernable que nuestra codicia). También considera que un mal de origen (la codicia personal) puede redundar en un bien último (el bienestar y riqueza de las naciones), olvidando que todo lo que se funda sobre un mal, más allá de los beneficios mediatos o inmediatos que pueda reportar, acaba muy malamente. Pero no nos interesa aquí señalar los errores morales y metafísicos de tal doctrina, nacidos de una concepción pesimista (de raíz protestante) de la naturaleza humana, sino un error mucho más palpable, que consiste en dar por sentado que las relaciones económicas permiten que los hombres actúen movidos por la codicia. Tal vez esto pudiera ocurrir en un mercado ideal, en el que los actores económicos se desenvuelven libremente; pero sospecho que tal mercado ideal no ha existido nunca. Y, desde luego, no existe en nuestra época.
Para que los hombres puedan actuar por codicia necesitan tener certezas y seguridades; pero lo que caracteriza las relaciones económicas es precisamente la inseguridad y la incertidumbre o, si se prefiere, la convicción de que están gobernadas por fuerzas que escapan a nuestro control. En aquel mercado ideal que soñaron los teóricos del liberalismo los actores concurrentes conocían las necesidades de los otros actores con los que entablaban una relación económica; hoy tales relaciones se han debilitado hasta hacerse casi inexistentes, y cualquier decisión adoptada en instancias desconocidas, impersonales, brumosas y fuera de nuestro control en Nueva York o Pekín puede alterarlas. De este modo, la codicia deja de mover al individuo; y el único motor de su acción económica es el miedo. Un miedo que se extiende a todas sus elecciones, desde el preciso instante en que se convierte en actor económico. No elegimos una determinada carrera o formación por codicia, sino por miedo al fracaso, por miedo a no encontrar trabajo, por miedo a elegir otra que tal vez nos estimule más pero tiene menos salidas profesionales. No aceptamos tal o cual trabajo por codicia, sino por miedo al paro, por miedo a rechazar una oferta que tal vez mañana añoremos, por miedo a no cotizar lo suficiente para cobrar una jubilación, por miedo a la hipoteca que hemos suscrito con el banco, por miedo a otro trabajo menos digno que nos deje sin seguridad social. No aceptamos que las condiciones de nuestro trabajo sean cada vez más precarias por codicia, sino por miedo al despido, por miedo a que nos metan en un ERE, por miedo a la hipoteca que tenemos que seguir pagando, por miedo al contrato basura. No aceptamos un contrato basura por codicia, sino por miedo a envejecer sin haber hecho currículum, por miedo a que nos embarguen, por miedo al desahucio y al hambre. Y, sobre estos miedos que penden sobre nuestras decisiones, sobrevuelen otros miedos que exceden por completo el ámbito de nuestras miedosas decisiones: miedo a las sucesivas reformas laborales, miedo a los vaivenes de los mercados financieros, miedo a que quiebre el sistema de pensiones... Miedo, pura y simplemente miedo. ¿Dónde quedó la codicia de la que nos hablaban los teóricos de la economía?
El miedo es el único motor o mano invisible que rige las relaciones económicas; un miedo nacido de la incertidumbre y la inseguridad. Y, como decía el replicante interpretado por Rutger Hauer en Blade Runner: «¿Es dura la experiencia de vivir con miedo, verdad? En eso consiste ser esclavo».
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco

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