«La gran estafa», claro, se inicia con Rousseau y se consuma nos consume en el abismo pánfilo de las pantallas táctiles, el pensamiento amorfo y los eslóganes tartajas. Pero, de nuevo, en el principio fue Rousseau: él puso la semilla, él abonó la coartada, él auspició que la política se infiltrara en las aulas y que cualquier politicastro pudiera hablar ·ex cathedra. Era un genio Rousseau: mixtificador, falsario, narcisista, lunático (el rosario de ofensas con que le distinguió Voltaire desborda el diccionario), genial en cualquier caso; en el que nos ocupa, por desgracia. Kant afirmaba que el Siglo de las Luces había emancipado al hombre de la infancia. La humanidad, dueña de su destino, redimida del lastre de la superstición y la ignorancia, era mayor de edad desde el momento en que era responsable de sus actos. Algo que, apostillaba Condorcet, resultaba inviable mientras el privilegio del saber se le escamoteara a los humildes o apuntalara los linajes. Una sociedad libre, adulta, responsable, se consolida construyendo la aristocracia del espíritu luego de echar abajo la que arraiga en la sangre. El mérito, el esfuerzo, el ingenio, el talento. Tales serían los cuarteles de la legítima nobleza. De una igualdad que se malogra o se pervierte en cuanto el igualitarismo asoma y liquida la excelencia.
Matemática, al cabo, la señora Delibes va al problema de frente y lo resuelve por derecho. No hay en «La gran estafa» faramalla retórica, alardes eruditos, bisutería metafísica o aspavientos al vuelo. Plantea una pregunta que, cual las muñecas rusas, incuba un acertijo que enmascara un misterio: ¿Cuándo se nos jodió el Perú? ¿En qué hora aceptamos que los más son los memos? Rousseau, el sesenta y ocho, las guarderías pedagógicas, el obsceno derroche del Adolescente Eterno Ahora que un video juego se codea con Shakespeare, la estafa, «La gran estafa», la perpetra el silencio. Pasen y lean, pues: la rebeldía es adictiva, un soplo de aire fresco.
Tomás Cuesta
Félix Velasco - Blog
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