viernes, 8 de junio de 2012

Bomberos

Cuando todo se hunda, se desplome o se achicharre, quedarán los bomberos incólumes al pesimismo rampante de España. Perdida la confianza en el futuro y en el presente, arruinada la memoria del pasado inmediato, los españoles hemos entrado en una depresión sociológica que aflora en las encuestas del CIS pintada de aflicciones y abatimiento. Nuestros compatriotas les habían retirado hace tiempo la fe a los políticos y dirigentes públicos pero ahora recelan también de los periodistas, de los inspectores de Hacienda y, sobre todo, de los jueces. Sin embargo, al otro extremo de los ropones, vistos como una casta insensible y endógama, un grupo de chamanes togados con puñetas, la gente señala a los bomberos como la profesión más valorada, la última frontera del aliento colectivo, el depósito de reserva contra la zozobra de la crisis. Al fondo del incendio de las expectativas, al otro lado de la hoguera que devora el bienestar y arrasan las certidumbres de la vieja prosperidad disipada, los ciudadanos aún confían en que esos abnegados hombres de azul y tizne los rescaten del abatimiento y la desesperanza.
Ese rasgo de confianza terminal expresa con rotundo vigor simbólico el imaginario popular de la catástrofe. España se ve a sí misma como un edificio en llamas, como una pira gigantesca en la que arden las estructuras de la felicidad y crujen las vigas de la cohesión social. El horizonte se ha llenado de humo y el aire, de cenizas; nadie cree en la mejora a corto ni a medio plazo, el desempleo se percibe como una plaga bíblica y las élites dirigentes han comenzado a hablar de rescate para referirse a un gigantesco embargo. El retrato moral es el de una nación devastada, catatónica, deshilachada, victimista; bloqueada por un ataque de escepticismo, presa de un colapso emocional y de un síndrome galopante de postración anímica. Un cuadro depresivo aniquilador que tiene en la Historia -el Siglo de Oro, el 98- sus correlatos exactos de otros períodos de decadencia.
En medio de esa general melancolía, los bomberos son la metáfora psicosociológica de la última llamada, el paradigma subconsciente de la salvación in extremis. Hasta ahora se trataba de un cuerpo de funcionarios con gran predicamento entre la población femenina, atraída por la inconsciente seducción de sus uniformes y la aureola de su apostura varonil y musculada. Eran el sueño sentimental secreto de muchas mujeres atrapadas en el rescoldo ceniciento de sus rutinas, pero se han convertido en la alegoría social de una vaga esperanza redentora. En la utopía simbólica del pueblo los bomberos se han vuelto el deus ex machina de la recesión; es el país entero el que, atemorizado entre los escombros de un Estado sin pulso y en ruinas, anhela salir entre sus brazos de la negra humareda de una crisis exterminadora. Las mujeres y los niños primero.
Cuando todo se hunda, se desplome o se achicharre, quedarán los bomberos incólumes al pesimismo rampante de España. Perdida la confianza en el futuro y en el presente, arruinada la memoria del pasado inmediato, los españoles hemos entrado en una depresión sociológica que aflora en las encuestas del CIS pintada de aflicciones y abatimiento. Nuestros compatriotas les habían retirado hace tiempo la fe a los políticos y dirigentes públicos pero ahora recelan también de los periodistas, de los inspectores de Hacienda y, sobre todo, de los jueces. Sin embargo, al otro extremo de los ropones, vistos como una casta insensible y endógama, un grupo de chamanes togados con puñetas, la gente señala a los bomberos como la profesión más valorada, la última frontera del aliento colectivo, el depósito de reserva contra la zozobra de la crisis. Al fondo del incendio de las expectativas, al otro lado de la hoguera que devora el bienestar y arrasa las certidumbres de la vieja prosperidad disipada, los ciudadanos aún confían en que esos abnegados hombres de azul y tizne los rescaten del abatimiento y la desesperanza.
Ese rasgo de confianza terminal expresa con rotundo vigor simbólico el imaginario popular de la catástrofe. España se ve a sí misma como un edificio en llamas, como una pira gigantesca en la que arden las estructuras de la felicidad y crujen las vigas de la cohesión social. El horizonte se ha llenado de humo y el aire, de cenizas; nadie cree en la mejora a corto ni a medio plazo, el desempleo se percibe como una plaga bíblica y las élites dirigentes han comenzado a hablar de rescate para referirse a un gigantesco embargo. El retrato moral es el de una nación devastada, catatónica, deshilachada, victimista; bloqueada por un ataque de escepticismo, presa de un colapso emocional y de un síndrome galopante de postración anímica. Un cuadro depresivo aniquilador que tiene en la Historia -el Siglo de Oro, el 98- sus correlatos exactos de otros períodos de decadencia.
En medio de esa general melancolía, los bomberos son la metáfora psicosociológica de la última llamada, el paradigma subconsciente de la salvación in extremis. Hasta ahora se trataba de un cuerpo de funcionarios con gran predicamento entre la población femenina, atraída por la inconsciente seducción de sus uniformes y la aureola de su apostura varonil y musculada. Eran el sueño sentimental secreto de muchas mujeres atrapadas en el rescoldo ceniciento de sus rutinas, pero se han convertido en la alegoría social de una vaga esperanza redentora. En la utopía simbólica del pueblo los bomberos se han vuelto el deus ex machina de la recesión; es el país entero el que, atemorizado entre los escombros de un Estado sin pulso y en ruinas, anhela salir entre sus brazos de la negra humareda de una crisis exterminadora. Las mujeres y los niños primero.
Ignacio Camacho
Félix Velasco - Blog

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