Pero lo que sucede es que, pongamos por ejemplo, en el espacio de cuatro o cinco semanas –lo que hace variar de tema es bastante incognoscible– se nos informa y se nos explica y glosa una información sobre que las centrales nucleares son peligrosas y no son peligrosas, la sacarina produce cáncer y no produce cáncer, y los activos, pasivos y aoristos o infinitivos de los bancos o del mismo Estado están en su sitio y lugar o hasta relucen, y también son un puro desastre. Y cada una de estas informaciones y glosas ininteligibles y contradictorias está avalada por la palabra de un experto, que es en nuestro mundo quien únicamente sabe lo que es la realidad, o la autoriza a ser realidad en su caso.
Y, así, sin ir más allá, ya en 1973, un laboratorio norteamericano gastó cincuenta mil dólares para descubrir que el mejor cebo para los ratones es el queso o, en otra circunstancia, para dictaminar científicamente que la leche materna es más nutritiva para el bebé que cualquier preparado comercial, o que el jugo exprimido directamente de las naranjas es más completo igualmente desde el punto de vista nutricional que el que se comercializa enlatado. Porque que todo esto se supiera y tuviéramos experiencia de ello no tiene valor alguno, si la palabra de un experto no nos lo confirma. De manera que quedamos sumidos en la desorientación y el desconcierto, primero; y, luego, en un estado de pasividad total muy cercano a la hipnosis o a la idiotez en el que aceptaremos cuanto se nos diga y nadie aventurará un juicio sobre cualquier cosa hasta que se nos informe lo que hay que pensar y decir acerca de la sacarina, de la energía nuclear o de la banca, en el partido, el periódico, en la radio o en la televisión, por sus expertos correspondientes. Pero no son los «media», ni los partidos etc., sino los gurús o hechiceros tecnológicos los que deciden las informaciones y los medios por los que deben llegar.
En 1973, por ejemplo, un grupo de ecologistas y periodistas trató de iluminar la opinión pública de una parte del Estado de Arizona, en USA, sobre el caso de los indios Hopi, cuyas tierras trataba de explotar una compañía comercial, barriendo naturalmente de ellas a ese pueblo. Pero lo que, por un lado, la gente pudo contemplar fue una serie de viejos tipos de aspecto pintoresco y con ropajes exóticos que hablaban de la tierra como algo sagrado; y, por el otro lado, veía a unos expertos en crisis energéticas y asuntos de nuevos puestos de trabajo, de manera que, así las cosas, el destino de aquella tierra de los indios quedó enseguida determinado, ante los ojos y la opinión libres de los telespectadores libres, que habían asistido a una confrontación libre de puntos de vista libres, en un país libre.
El asunto se planteó muy astutamente según el dilema infantil de tradición o progreso, y este infantilismo mental asiente enseguida a las evidencias que éste suministra. Y fue subrayado por la propia presencia física de esos expertos suntuosamente trajeados, y con magníficos coches, y con un palabreo extraordinario.
Todo el argumento que se asienta en algo reluciente como el traje y el coche y la idea única del progreso vertida en imágenes y palabreo logra una efectividad hipnótica, paralizando todo sentido crítico, y levantando una realidad que es más real que la realidad. Y hasta nos sentimos agradecidos, porque por nosotros mismos, ya no sabríamos siquiera que a los ratones les gusta el queso.
José Jiménez Lozano - Premio Cervantes
Félix Velasco - Blog
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