Los romanos completaban la compraventa de una casa mediante el acto de la traditio, por el cual el vendedor entregaba al comprador la llave que le franqueaba la entrada a su nueva propiedad. Y a esa entrega de una llave de unas generaciones a otras, una llave que, encajada en la cerradura del mundo, nos franquea sus enigmas, es a lo que llamamos tradición. Todos los tiranos que en el mundo han sido, para imponer sus designios, han tratado de destruir los lazos de la tradición, pues saben que las personas desvinculadas se convierten en carne de ingeniería social; de ahí que siempre hayan combatido los lazos vivos que mantienen a los hombres unidos en su origen y orientados hacia su fin, empezando por los lazos familiares y religiosos.
Nuestra época ha logrado disminuir las causas del hambre, de la enfermedad y el dolor físico. Pero hay otro tipo de dolor, el más propio y exclusivo del hombre, que nace de la soledad espiritual, de la desesperación, de la falta de sentido de la propia existencia, que no sólo no se ha reducido, sino que se ha incrementado de forma alarmante en nuestra época. Y este dolor nace de la falta de lazos, de esa conciencia de desarraigo que vacía la vida de sentido humano, de objetivos y de esperanza. La tradición alberga al hombre en el tiempo, como su casa lo alberga en el espacio, y le otorga su bien más preciado: el sentido temporal de las cosas, que le permite no perder la vida en la incoherencia y el hastío, la incertidumbre y la dispersión.
Los nuevos tiranos nos venden la ruptura con la tradición como una suerte de liberación mesiánica. Absolutizando el presente, los hombres llegan a creerse dioses; y olvidan que las ideas nuevas que les rondan la cabeza (que, por supuesto, son ideas inducidas por el tirano de turno, que ha modelado a su gusto la esfera interior de sus conciencias) son repetición de los viejos errores de antaño, esos errores que sólo a la luz de la tradición se delatan. Porque la tradición nos conecta con un depósito de sabiduría acumulada que sirve para explicar el mundo, que ofrece soluciones a los problemas en apariencia irresolubles que el mundo nos propone; problemas que otros confrontaron y dilucidaron antes que nosotros. Y cuando los vínculos con ese depósito de sabiduría acumulada son destruidos, cualquier intento de comprender el mundo se hace añicos.
Es verdad que los hombres han deseado siempre cambiar: pero loshombres con tradición desean ese cambio para acercarse a aquello que no cambia; los que carecen de tradición, en cambio, quieren cambiar para adaptarse a lo que de continuo cambia. Alexis de Tocqueville, en La democracia en América, imagina la sociedad futura con unos tintes que hoy adquieren una dimensión profética: «Veo una multitud innumerable de hombres semejantes o iguales entre sí, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse placeres ruines y vulgares con los que llenan su alma. Retirado cada uno aparte, vive como extraño al destino de todos los demás: se halla al lado de sus conciudadanos, pero no los ve; los toca y no los siente; no existe sino en sí mismo y para él sólo. Sobre estos hombres se eleva un poder inmenso y tutelar que se encarga sólo de asegurar sus goces y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero, al contrario, no trata sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar. Trabaja en su felicidad, mas pretende ser el único agente y el único árbitro de ella, provee a su seguridad y a sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, arregla sus sucesiones, divide sus herencias y se lamenta de no poder evitarles el trabajo de pensar y la pena de vivir. Después de haber tomado así entre sus poderosas manos a cada individuo y de haberlo formado a su antojo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera y cubre su superficie de un enjambre de leyes complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más raros y las almas más vigorosas no pueden abrirse paso y adelantarse a la muchedumbre: no destruye las voluntades, pero las ablanda, las somete y dirige; obliga raras veces a obrar, pero se opone incesantemente a que se obre; no destruye, pero impide crear; no tiraniza, pero oprime; mortifica, embrutece, extingue, debilita y reduce, en fin, a cada nación a un rebaño de animales cuyo pastor es el Estado». Convertirse en rebaño, ese es el destino de los pueblos sin tradición.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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