Se cumplen hoy setenta y cinco años del que se llamó Alzamiento Nacional, es decir, de la insurrección del general Francisco Franco contra el Gobierno legítimo y constitucional de la II República. Fue el comienzo de una guerra de casi tres años en la que abundaron por ambos bandos los gestos heroicos, las decisiones desesperadas y en la que sin duda se cometieron atrocidades que escandalizaron a las fieras. Tal día como hoy comenzó una guerra fratricida que sirvió de campo de maniobras para la II Guerra Mundial. Nunca supimos muy bien cuántos fueron los muertos de la contienda, ni los que siguieron luego con motivo de la dureza de una paz hiriente y sangrante en la que la justicia se mezcló indiscriminadamente con la venganza. Lo que parece claro es que, a juzgar por la actitud de algunos, la guerra no ha terminado y sólo disfrutamos del prolongado beneficio de un alto el fuego en el que aún se discuten los remordimientos y las culpas; un tiempo de furia contenida en el que nos hemos revelado como un pueblo incapaz de entender la vida sin la venganza de los muertos. Como en cualquier país salvaje, en España nos hemos demostrado a nosotros mismos que, con el pretexto de la justicia, es indudable que la demagogia y la ira pueden prolongar impunemente los destrozos de la artillería. Lo triste es que se trata de la furia maniquea de unos pocos, de un resquemor interesado que ha convertido el remoto dolor de la guerra en un pretexto para transformar en ideología la muerte y el recuerdo, en rencor. Tendrían que explicarle su actitud a mi abuelo materno, que se fue a la guerra sin conocer muy bien el motivo, ajeno a la geografía, indiferente a la doctrina. De regreso del frente, miró un mapa y comprendió con espanto lo mucho que había caminado, lo lejos que había estado de casa y lo poco que sabía de los lugares en los que había sufrido. Mi abuelo era un tipo tranquilo que se llevó las manos a la cabeza al conocer los estragos de la guerra y sufrió luego cuando de regreso en casa mi abuela le recibió con una bronca por lo mucho que había tardado en volver, como si la guerra hubiese sido una infidelidad y la muerte, una señora. Yo tenía sólo doce años cuando murió aquel hombre y no recuerdo que me hablase mucho de la guerra. Era como si entre la gente de mi infancia la guerra fuese un pretexto para olvidarla, una patología de la que no quisiesen conocer el diagnóstico y prefiriesen vivir en silencio el dolor, un recuerdo que les produjese amnesia. Tanto tiempo después de aquellos días de irracionalidad y espanto, algunos españoles se empeñan en mantener intacto el rencor y sienten la interesada tentación de enfurecer la Historia. La guerra civil española habrá terminado sólo cuando los lugares que aún recorren los furiosos los pisen por fin los turistas.
José Luis Alvite
Félix Velasco - Blog
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