Cada vez se me antojan más pueriles y tediosos los intentos de pronosticar el ´final` de la crisis económica. Empezaron los políticos, en un intento grotesco de retener los votos que me recordaba el pataleo de un escarabajo panza arriba que pugna en vano por darse la vuelta; después se incorporaron al gremio de los pronosticadores los medios de comunicación, los llamados ´agentes sociales`, los organismos internacionales, la banca, en un afán desesperado por exorcizar los fantasmas de la quiebra generalizada. Y, con el caramelo de alcanzar el ´final` de la crisis económica (que es lo más parecido a la tortuga que nunca alcanza Aquiles, en la paradoja de Zenón de Elea), unos y otros han perpetrado, amparados en una jerga aparentemente indolora (´flexibilidad laboral`, ´ajuste fiscal`, etcétera), las más cruentas tropelías, que a la postre sólo servirán para arruinar por completo la maltrecha economía real. Pero todos estos pronósticos y esfuerzos por anticipar el ´final` de la crisis económica adolecen de un mismo error de raíz: tal crisis nunca ha existido. No nos hallamos en el corazón (mucho menos en las postrimerías) de una crisis económica, sino en los albores de un cambio de era.
Nunca hubo una crisis económica. Hubo el colapso de una forma de vida, que en su manifestación más aparatosa se revistió de ruina financiera; pero tal manifestación no deja de ser un ´fenómeno` más de ese colapso, ni siquiera el más evidente o estragador, aunque así lo percibamos, dada nuestra dependencia del ´ídolo de iniquidad` Mammón, el demonio de la avaricia y de la riqueza. Pero los fenómenos a través de los cuales se ha manifestado ese colapso se pueden hallar por doquier, bajo las especies del rifirrafe ideológico, la descomposición del tejido social o la entronización de una moral relativista; y todos esos fenómenos no son sino ´representaciones` de una realidad más honda, que en su naturaleza última es religiosa (a fin de cuentas, ¿qué son las idolatrías, sino sucedáneos o sustitutivos de la religión?). El cambio de era en el que nos hallamos inmersos no es, a la postre, sino el estrepitoso derrumbamiento de una idolatría (que es el fin natural de todas ellas); realidad ante la cual sólo caben dos respuestas: negarla (y entonces el ídolo que cae aplasta y reduce a fosfatina a sus tozudos prosélitos) o aceptarla; pero aceptar esa realidad exige lo que los griegos denominaban una ´metanoia`, un ´cambio de mente`, una conversión radical, una transformación interior profunda.
Inevitablemente, los jerarcas de la idolatría, que han logrado que nuestra experiencia cierta de la vida y nuestro sentido común sean anulados por la bruma ideológica, negarán su colapso sin importarles que el ídolo nos aplaste debajo; y, en su afán por restaurarlo, se disponen a chuparnos hasta la última gota de sangre. Las probabilidades de que lo consigan son, desde luego, elevadas, pues la idolatría, durante el tiempo que se mantuvo vigente, logró sobornarnos hasta extremos de deshumanización; y en ese soborno ciframos ahora nuestra supervivencia. Tememos que si la idolatría no se restablece ya nunca más podamos ´disfrutar` de los caramelos con los que entretenía nuestra dependencia (libertades y derechos para confiscarnos el alma; subsidios y limosnas varias para arruinar nuestra capacidad de esfuerzo vital); y aunque intuimos que tales caramelos se han agotado para siempre, nos aferramos a su fantasmagoría, algunos con docilidad pusilánime, otros con ´indignación` más o menos gallarda. Pero la ´indignación` nada tiene que ver con la ´metanoia` (más bien es su contraria), pues reclama a la idolatría ´correcciones` (¡como si las idolatrías pudieran corregirse!), a cambio de que pueda seguir confiscándonos el alma y arruinando nuestra capacidad de esfuerzo vital.
La ´metanoia` nos exige arrumbar sinceramente la idolatría y restaurar la forma de vida que la idolatría arruinó. Pero arrumbar la idolatría exige vivir fuera del ´presente` instaurado por sus jerarcas. Y los jerarcas de la idolatría, ayudados por sus mamporreros, rechazan instintivamente hacia la soledad a todo profeta que vive en el tiempo futuro, lo silencian y lo matan, siquiera civilmente. Todo con tal de que la gente no asuma que se halla inmersa en un cambio de era.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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