Alguna vez me he perdido en los cementerios, buscando la tumba de algún escritor querido. En el cementerio de San Michele, en Venecia, mientras el crepúsculo se extendía como un sudario sobre la laguna, me topé con la tumba del poeta Ezra Pound, anunciada por un sencillo epitafio que la maleza invadía, como si tratara de impedir el escrutinio de los visitantes; sobre el túmulo reposaba un ramo de flores menesterosas, acaso silvestres, que se pudrían muy amorosamente, a tono con el aire decrépito del lugar. Hasta el cementerio de Père Lachaise, en París, me acerqué una mañana de enero, con un sol aterido en el cielo, en busca de las sepulturas de Marcel Proust y Oscar Wilde: la primera, de un mármol oscuro y municipal, abrillantado por las lluvias, carecía de carácter, y lucía en su centro un jarrón en el que se deshojaban unas rosas rojas, casi cárdenas, como lágrimas de sangre; la de Oscar Wilde, que es casi un mausoleo, tiene esculpido un ángel modernista que más bien parece una esfinge mesopotámica en pleno vuelo, y su lápida está manchada por innumerables huellas de labios pintados de carmín, que le dan un aire entre concupiscente y kitsch. En el cementerio de la Chacarita, en el corazón de Buenos Aires, están la tumba de Carlos Gardel, que es lo más parecido a una chamarilería, de un mal gusto espantoso que te deja el alma en los zancajos, y también la de la poetisa Alfonsina Storni, de una pomposidad pueblerina poco acorde con la delicadeza de sus versos. Las visitas a los cementerios, en busca de las tumbas de mis fantasmas predilectos, siempre me han dejado un regusto de decepción y sorda rabia, tal vez porque esperaba encontrar en ellas la pululación misteriosa de sus almas y a cambio solo hallé esa tristeza desvaída que tienen las cosas manoseadas por la curiosidad turística.
Hay una tumba, sin embargo, que me gustaría visitar antes de morir. Es la del escritor Edgar Allan Poe, mi favorito en la adolescencia taciturna, que se halla en el cementerio de la iglesia de Westminster, en Baltimore, coronada por un epitafio en el que destaca, labrado en bajorrelieve, la figura de un cuervo, alusivo al de su célebre poema. Durante sesenta y dos años, cada 19 de enero -natalicio del gran escritor bostoniano-, la tumba de Poe recibió invariablemente la visita de un misterioso admirador que dejaba a su vera una botella mediada de coñac, junto a tres rosas. El vigilante de la vecina casa museo de Poe, que a la mañana siguiente se tropezaba con estos vestigios, se decidió, intrigado, a espiar los movimientos de este misterioso admirador, apostado tras un ventanal de la iglesia de Westminster; y así pudo contemplar su ritual secreto: aparecía en el cementerio al filo de la medianoche, embozado y tocado con un sombrero de ala ancha, se arrodillaba ante la tumba del escritor y se trasegaba media botella de coñac, brindando en su memoria, antes de marchar con el mismo sigilo con el que había llegado. En sus últimas visitas, el misterioso admirador había dejado, junto a la botella de coñac y las tres rosas, un mensaje críptico, manuscrito sobre un gurruño de papel: «La antorcha será entregada». En 2009, coincidiendo con el bicentenario del nacimiento de Poe, el anónimo visitante, en quien ya se adivinaban los signos de la senectud, hizo su última visita. Desde entonces, el vigilante de la casa museo de Poe sigue apostándose cada 19 de enero tras el ventanal de la iglesia de Westminster, pero ante la tumba de Poe solo se presentan impostores que desconocen el secreto ritual del genuino admirador.
Tal vez al genuino admirador lo sorprendió la muerte, antes de que pudiera confiar a su sucesor los esotéricos pormenores del ritual; o tal vez ese sucesor, por pereza o aprensión, esté traicionando la encomienda que el genuino admirador de Poe le asignó. Tal vez ese sucesor sea en realidad el vigilante de la casa museo, que es el único que conoce el guion de la intrigante ceremonia, después de haberla espiado durante tantos años. O tal vez todo sea una superchería, urdida por el propio vigilante para mantener encendida la antorcha del culto al escritor maldito. Tal vez el vigilante, sin saberlo, sea un personaje más de Poe, sonámbulo visitador de cementerios, urdidor de fábulas necrófilas. Tal vez el vigilante se lleve consigo el secreto a la tumba; pero entonces aparecerá alguien, tocado con un sombrero de ala ancha, que cada 19 de enero, al filo de la medianoche, se arrodillará ante la tumba del escritor y se trasegará media botella de coñac, brindando en su memoria, antes de marchar, sigiloso y clandestino. Tal vez ese visitante sea yo mismo.
La antorcha será entregada.
Juan Manuel de Prada
Félix Velasco - Blog
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